Javier Marías - Tu rostro mañana - 3 Veneno y sombra y adiós

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Tu rostro mañana: 3 Veneno y sombra y adiós: краткое содержание, описание и аннотация

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«Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en un atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo.»
Así arranca `Veneno y sombra y adiós`, el tercer y último volumen de `Tu rostro mañana`, la grandiosa novela de Javier Marías que, por fin completa, y como ya ha anticipado la crítica extranjera, se revela como una de las cumbres literarias de nuestro tiempo. El narrador y protagonista, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, acaba por conocer aquí los inesperados rostros de quienes lo rodean y también el suyo propio, y descubre que, bajo el mundo más o menos apaciguado en que vivimos los occidentales, siempre late una necesidad de traición y violencia que se nos inocula como un veneno. Con sus nuevos y cruciales episodios en Londres, Madrid y Oxford, con su desenlace sobrecogedor, se cierra aquí una historia que es mucho más que una historia apasionante, contada con la maestría de uno de los mejores novelistas contemporáneos, y tal vez el más profundo y arriesgado.

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Eran las once pasadas, el tope para que se acostaran los niños en las ocasiones excepcionales, conmigo habían estado más que entretenidos pero también los había visto cansados, no había sido muy difícil convencerlos para que no siguieran en danza mucho más allá de su horario, y la polaca era a partes iguales persuasiva y autoritaria. Luisa no tardaría en aparecer, no demasiado. Si aguantaba allí media hora, lo más probable era: que coincidiéramos. Saludarla al menos, darle un beso en la mejilla, quizá un abrazo si me lo respondía, oír su voz pero con imagen, percibir sus cambios, su leve marchitamiento o su realzada belleza al tenerme ahora a mí lejos y a otro cerca más lisonjero; verle la cara. No quería más, pero ante tan poco sentía impaciencia, una impaciencia insoportable. Ahora se me habían agregado la inseguridad, la intriga, tal vez algo de despecho, o era mi orgullo herido: ella no compartía siquiera mis curiosidades elementales, cómo podía ser tras tantos años de haber sido para el uno el otro el principal motivo, me parecía un agravio inasumible que de eso no quedara rastro, que ella pudiera esperar otra jornada y no a mañana necesariamente -nadie podía asegurarme que no me evitara también mañana y pasado y al otro con diferentes pretextos, y durante toda mi estancia; que me instara a recoger a los niños en el portal las próximas veces y a llevármelos por ahí, o que cuando yo subiera ella hubiera salido siempre, o que me los dejara en casa de mi padre para que me encontrase allí con ellos y así además vieran aí abuelo de paso-. Si, era ofensivo que no tuviera ninguna prisa por reconocerme, en el hombre cambiado, en eí hombre ausente, en el hombre solo, en el extranjero que vuelve; que no deseara descubrir sin demora cómo era yo sin ella, o en quién me había convertido. ('Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana', cité o recordé para mis adentros.)

– ¿No te importa que me quede un rato, hasta que llegue Luisa? -le pregunté a la falsa Mercedes-, Me gustaría saludarla, aunque fuese un momentito. No tardará mucho en regresar, supongo. -'Qué ironía hiriente', pensé, 'estoy pidiéndole permiso a una joven canguro polaca a la que no había visto en la vida para permanecer un poco más en mi casa o en la que lo fue, en la que yo elegí y monté y amueblé y decoré junto con Luisa, en la que habitamos los dos durante mucho tiempo, y aún la pago indirectamente. Uno sale de un sitio y ya no puede volver nunca, no del mismo modo, cualquier hueco que dejamos es al instante ocupado o nuestras cosas son tiradas o arrumbadas, y si uno reaparece es ya sólo como un fantasma, sin corporeidad, sin derechos, sin llave, sin pretensiones y sin futuro. Nada más que con pasado, y por eso puede ahuyentársenos.'

– Luisa me ha dicho que me quedara hasta que ella volviera -contestó-. Va a pagarme también el taxi de regreso, si se hace demasiado tarde. Para que no tenga que esperar los buhos, hoy no hay muchos, no es fin de semana. -La palabra me sonaba en el contexto, eran los autobuses o metros nocturnos, creía, me había olvidado de su existencia-. No hace falta que usted la espere en la casa, ninguna falta -añadió-. A lo mejor sí tarda todavía bastante. Yo estaré aquí y me haré cargo, si los niños se despiertan o necesitan algo.

Era discreta, pero sus frases me parecieron disuasorias, casi órdenes. Como si Luisa la hubiera aleccionado al llamarla y en realidad me estuviera diciendo: 'No, será mejor que te largues, porque Luisa no quiere encontrarte. Tampoco le hace gracia que estés aquí en ausencia suya, sin control ni vigilancia, yo rio tengo suficiente autoridad, los míos no bastan; ya no se fía de tí, dejó de fiarse hace tiempo'. O bien: 'Te ha borrado, en todos estos meses ha limpiado tu mancha y ahora ya sólo lucha contra tu cerco, lo único que se le resiste. No quiere tu impregnación de nuevo, ver su tarea arruinada. Así que haz el favor de marcharte, o serás considerado un intruso'. Y fueron estas interpretaciones las que me decidieron del todo a quedarme.

– Aun así la aguardaré -dije, y tomé asiento en el sofá, después de coger un libro de las estanterías. Éstas no habían cambiado, los volúmenes permanecían en la misma distribución y orden en que yo los había dejado tiempo atrás, allí seguía mi biblioteca entera, quiero decir la nuestra, no habíamos procedido a un reparto y no tenía donde llevarme los míos, en Inglaterra era todo provisional y además carecía de espacio, y no iba a meterme en mudanzas sin saber dónde iba a vivír, a medio ní a largo plazo. Mercedes no se atrevería a oponerse, no se atrevería a echarme si me sentaba y leía y callaba, sin hacerle más preguntas ni importunarla ni sonsacarla. De esto último no se había dado cuenta, o acaso cuando ya era tarde-. No tengo ninguna prisa -añadí-, estoy recién llegado de Londres. Así le daré las buenas noches. Se las daré en Madrid y en persona.

Esperé y esperé, leyendo en silencio, oyendo pequeños ruidos que me resultaban familiares o que recuperé en seguida: la nevera con sus humores cambiantes, lejanas pisadas en el piso de arriba de vez en cuando y un sonido como de cajones que se abren y cierran, esos vecinos no se habían mudado y mantenían sus costumbres nocturnas; también me llegaron las débiles notas del violonchelo que antes de acostarse siempre practicaba el niño que vivía con su madre viuda al otro lado del descansillo, era muy rposible que ya fuera casi un adolescente, había mejorado bastante en su dominio del instrumento, se atrancaba o se interrumpía menos, por lo que me parecía escuchar, que no era mucho, el muchacho procuraba no tocar muy alto, era educado, solía dar las buenas tardes desde muy pequeño con amabilidad pero sin empalago, intenté dilucidar si interpretaba algo de Purcell o de Dowland, no hubo forma, los acordes muy tenues y mi memoria musical desentrenada, en Londres oía discos en casa y rara vez iba a conciertos, pero no estaba tan a menudo en casa, allí no había el aturdimiento que me sostenía a diario y que me libraba de la maldición de hacer planes. Lo único que supe es que no era Bach, seguro.

La canguro polaca sacó su teléfono móvil e hizo una llamada, se retiró a la cocina para hablar con su novio y que yo no la oyera, quizá por pudor, quizá para no imponerme una conversación melosa o tal vez obscena (nunca se sabe, por católica que fuera). Pensé que de no haber estado yo presente habría llamado desde el de Luisa, desde el fijo, para charlar más despreocupadamente al ahorrarse todo el gasto, aunque sólo fuera por eso debía de reventarle que no me hubiera largado cuando me tocaba. Había cogido Enrique V de las estanterías, ya que Wheeler lo había citado en su casa junto al río Cherwell y a él se había referido, desde entonces lo tenía a mano y lo leía a trozos o lo hojeaba de vez en cuando, pese a haber dado ya hacía tiempo con ios fragmentos por él evocados. O había cogido más bien King Henry V, al tratarse de la versión inglesa, un ejemplar de la vieja edición Arden de Shakespeare, comprado en 1977 en Madrid según una anotación de mi mano en la primera página, y en alguna ocasión lo había marcado, imposible recordar cuándo había sido eso -ni siquiera conocería a Luisa-, y mi cabeza no estaba para prestarle atención al texto ni para hacer mucha memoria, me limitaba tan sólo a pasar la vista y a fijarme en lo señalado por aquel lector joven que yo había sido, un día remoto e inexistente, de puro olvidado. Mi cabeza estaba pendiente solamente de un ruido y de ahí que me alcanzaran los otros, por el oído aguzado a la espera del que me importaba, el del ascensor subiendo, seguido del de una llave. El primero me llegó varias veces, pero se detuvo en otros pisos y nada más una en el nuestro, y esa vez no lo acompañó el segundo, no era Luisa quien regresaba.

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