El que se estaba deprimiendo era yo. Dick Dearlove habría cumplido ya los cincuenta, seguía siendo famosísimo pero lo había sido más antes, en su plenitud. Aún abarrotaba sus conciertos y provocaba delirios, pero tal vez más por su nombre y su historia que por su presente fuerza, como les ocurre a la mayoría de los cantantes británicos de los años setenta y ochenta que han perdurado y mantenido su actividad, desde Elton John a Rod Stewart o los Rolling Stones. Llevaba el pelo patéticamente largo para su edad, muy rubio y muy rizado, parecía un ex-miembro de Led Zeppelin o de King Crimson o de Emerson, Lake & Palmer que treinta años más tarde intentara conservar sin cambios su enquistado aspecto juvenil. De espaldas, con aquella melena casi frita, podía confundírselo con Olivia Newton-John al final de Grease, sólo que si se daba la vuelta u ofrecía el perfil, sus facciones eran lo opuesto a las edulcoradas de aquella australiana o neozelandesa o lo que quisiera que fuese: la nariz, siempre aguileña, se le había afilado sin curvatura, sólo en sentido horizontal; los ojos, siempre chicos, se le veían ahora agrandados, pero de un modo anómalo y un poco grimoso, como si hubiera logrado realzarlos por el drástico método de afeitarse las pestañas o recortarse los párpados mediante cirugía u otra barbaridad así; y sus indudables esfuerzos para no engordar le habían jugado la mala pasada de dejarle un cuello apellejado y numerosos surcos en mejillas, mentón y frente (quizá le había caducado su ración de bottox), y en cambio no le habían evitado lucir una blanda barriga en medio de un cuerpo estirado y flaco. Nada de eso se le notaba apenas de lejos, cuando se desquiciaba en los escenarios, pero sí en cuanto se bajaba de ellos o en los primeros planos de las pantallas gigantes, que por lo demás no se prodigaban. Se había apartado de la mesa, se había puesto de lado para mirar de frente a la diseñadora Genevieve Seabrook y había cruzado las larguísimas piernas, de manera que pude ver con sorpresa y disgusto que se había embabuchado en algún momento, es decir, en el trayecto hasta el restaurante se había deshecho de sus botas altas característícas -en ninguna actuación las perdonaba, desde hacía tres decenios o más, así hiciera calor- y se había calzado unas ridiculas babuchas doradas y negras, puntiagudas de punta curva y erguida y con los talones al aire (los llevaba tatuados, observé con malestar), que le conferían un aire doméstico o cuasi veraniego que contribuyó asimismo a mi depresión. El tipo me seguía pareciendo tan mamarracho como la primera vez y aún más repelente, pero también me dio una mínima lástima, por el candor con que reconocía sus actuales dificultades conquistadoras y no tener más remedio que apoquinar en sus lances, al menos en los británicos con 'bocados tiernos'. Esperaba no enterarme de cuan tiernos podían ser a lo largo de aquella aberrada conversación, yo no pensaba indagarlo por mucho que Tupra me hubiera encomendado una deprimente misión. De hecho decidí no preguntarle ni sonsacarle a Dearlove nada más, cuanto había oído me daba para un informe somero (al fin y al cabo mis oportunidades eran escasas, con tanto comensal admirativo o cobista alrededor, si no celebérrimo a su vez), y el resto me lo podía inventar si Ure me insistía o me exigía (se me ocurrió que en Escocia Tupra tendería a llamarse así, o tal vez preferiría Dundas en Edimburgo). -No, no te lo diré, querido Dickie -le contestó Viva Seabrook con una sonrisa tan cariñosa como maliciosa en la relativa medida en que puedo calificarla, pues las capas de maquillaje se le abigarraban y debían de sumar el grosor de una máscara mortuoria egipcia, quiero decir de faraón-; pero debes tener en cuenta que a sus edades más tempranas los chicos están dispuestos a todo por metérsela a alguna mujer. Esa es mi suerte, aunque a veces me tapen la cara con la sábana o con mis propias faldas y eso me siente bastante mal. Ahora ya no tanto, pero la primera vez que uno me puso la almohada encima, me entró un ataque de indignación y el jovencito salió huyendo, espantado por mis palabrotas e insultos. Yo creo que estoy de buen ver, pero claro, necesitan no asociarme con sus madres ni con sus tías, comprendo que eso es un anticlímax, y por lo general son tan elementales, tan auténticamente despiadados y brutos… Ya sabes.
Me extrañó que también ella hablara con tanto sans-gêne delante de desconocidos como yo. Quizá lo propiciaban el medio y su vanidad; quizá no veían a la gente a su alrededor, como si sólo los muy famosos se captaran entre sí y el resto del mundo les fuera una nebulosa que no importaba ni contaba más que como público o dique que jalea y aplaude, o que en el peor de los casos guarda un respetuoso o cohibido silencio y se Umita a asistir al diálogo de las celebridades, como si se encontrara a oscuras en un teatro. En cierto sentido era como sí estuvieran solos, ellos dos. Y lo que Dearlove le respondió, tras apoyar unos instantes sus rizos sobre el inmenso escote de Seabrook, como si buscara consuelo o refugio en el seno de la vieja amiga, me reafirmó en esa impresión:
– Oh Viva, cuánto nos queda, o cuánto me queda a mí. Llegará un día en que sólo sea un recuerdo para los de más edad, y ese recuerdo cada vez será más tenue a medida que se vayan muriendo Jos que lo conserven, uno tras otro, la cuenta siempre menguante y nunca más ya creciente, y durante tantos años fue cuenta en aumento que ahora no lo puedo resistir. No es sólo que uno se haga viejo, y que desaparezca, sino que también irán desapareciendo cuantos puedan hablar de mí, los que me han visto y escuchado y los que se han acostado conmigo, por jovencísimos que fueran en el momento, se harán viejos y gordos y morirán, como si padecieran todos una maldición. No es de esperar que mis canciones me sobrevivan y que las sigan oyendo las generaciones futuras, y qué será de ellas cuando yo ya no esté para defenderlas y repetirlas, cuando ya no sea capaz de aguantar conciertos como el de hoy. No volverán a sonar. Ni siquiera he compuesto apenas en los últimos quince años, grandes melodías que otros pudieran recuperar y cantar mañana, aunque fuese en versiones horrendas, y ahora ya no tengo el ímpetu para ponerme a escribir. No creo que me saliera nada memorable. -Y añadió desconertantemente-: Si ni siquiera a McCartney y a Lennon les sale ya nada desde hace siglos, cómo iba a lograrlo yo. Seré olvidado del todo, Viva. No quedará rastro de mí.
Había algo de teatral en su voz y en los ademanes con que acompañó estos lamentos, pero también se notaba que encerraban una parte de verdad. Estiró más las piernas, y yo me erguí un poco para verle mejor los asquerosos talones tintados, sentía curiosidad por distinguir el dibujo o lema de sus tatuajes.
– Pero si Lennon lleva treinta años muerto -no pude evitar decir-. Cómo diablos va a componer.
– Eso no importa -me contestó rápido Dearlove-. Y además, tampoco fue nunca tan bueno. Si no le hubieran pegado unos tiros, la gente hoy vomitaría al oír sus canciones. -'Otro de la hermandad Kennedy-Mansfield’ pensé-. Vaya tipo pretencioso y blando, y con mala voz. -Y a continuación me fulminó con sus agrandados ojos chicos de sajado párpado, como si yo fuera un acérrimo defensor de Lennon, lo que nunca he sido ni seré. Más bien estaba de acuerdo con el diagnóstico del Doctor Dearlove, antiguo dentista, pero hacérselo saber entonces habría parecido coba de la más rastrera.
Al menos mi imprudente intervención tuvo la virtud de ponerlo de momentáneo mal humor, es decir, de animarlo y sacarlo de la melancolía hacia la que se había deslizado, y durante el resto de la cena volvió a ser un hombre alegre y de impertinentes bromas tirando a pesadas. Yo me lo pasé casi callado, aliándome con disimulo de vez en cuando y estirando mucho el cuello para leerle los talones, pero no lo conseguí.
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