Javier Marías - Tu rostro mañana - 3 Veneno y sombra y adiós

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Tu rostro mañana: 3 Veneno y sombra y adiós: краткое содержание, описание и аннотация

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«Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en un atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo.»
Así arranca `Veneno y sombra y adiós`, el tercer y último volumen de `Tu rostro mañana`, la grandiosa novela de Javier Marías que, por fin completa, y como ya ha anticipado la crítica extranjera, se revela como una de las cumbres literarias de nuestro tiempo. El narrador y protagonista, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, acaba por conocer aquí los inesperados rostros de quienes lo rodean y también el suyo propio, y descubre que, bajo el mundo más o menos apaciguado en que vivimos los occidentales, siempre late una necesidad de traición y violencia que se nos inocula como un veneno. Con sus nuevos y cruciales episodios en Londres, Madrid y Oxford, con su desenlace sobrecogedor, se cierra aquí una historia que es mucho más que una historia apasionante, contada con la maestría de uno de los mejores novelistas contemporáneos, y tal vez el más profundo y arriesgado.

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Los dos fuimos a Bath con Mulryan, a Edimburgo solos y a York con Jane Treves, quien al parecer era de Yorkshire y conocía el terreno, aunque no vi que hiciera falta ser un experto para moverse por aquellas ciudades de tamaño bien humano. A Pérez Nuix no la llevaba, quizá para castigarla por su tentativa de engaño en el asunto de Incom-para y de su palizado padre, del que me debía de considerar cómplice ingenuo y muy poco responsable, o quizá para que no coincidiéramos ella y yo en hoteles juntos, se me ocurría: a veces pensaba que él lograba enterarse de todo, y que así estaría al tanto hasta de lo sucedido en mi casa, en mi cama, en silencio y como si no pasara, la noche de la lluvia constante.

En cada sitio tuvimos una sola reunión en la que yo pudiera ser útil como intérprete, de lenguas o de personas, y en Tupra vio a más gente, como supuse, fue por su cuenta y no me invitó a esos encuentros. En Bath se alojó en un hotel distinguidísimo (Mulryan y yo en otro sólo agradable, nuestra jerarquía era distinta), el Royal Crescent si no recuerdo mal el nombre, en el cual vivía 'casi permanentemente', dijo mi jefe, un millonario mexicano, 'oficialmente retirado pero aún muy activo a distancia y desde ¡a sombra', con el que deseaba llegar a unos acuerdos. Aquel hombre, de avanzada edad, pelo y bigote blancos, con vestigios de apostura o ésta en vísperas de derrumbarse, parecido al viejo actor César Romero y apellidado Esperón Quigley, hablaba un esmerado inglés con mal acento (les sucede a muchos latinos de los dos continentes), y mi concurso sólo fue necesario en unas cuantas ocasiones, cuando la dicción del caballero resultaba tan opaca para el oído inglés puro de Tupra y el medio irlandés de Mulryan que las correctas palabras se les hacían irreconocibles, en la extravagante pronunciación de Esperón Quigley. Como de costumbre, no presté atención a lo que dirimían, no era asunto mío, a priori me aburría y prefería no enterarme. El resto del tiempo me quedó libre, y me dediqué a pasear, a contemplar el río Avon, a visitar los baños romanos y algunos comercios de antigüedades y releer a Jane Austen en un sitio en el que ella había estado unos años de escasa fertilidad literaria, así como alguna página de William Beckford, que se recluyó allí largo tiempo y vivió y murió a disgusto, lejos de su querida abadía o mansión de Fonthill que lo había conducido a la ruina. En una de mis vueltas por la ciudad me topé asombrado con una tienda, una joyería y relojería de copete más bien mediano, que se llamaba Tupra inverosímilmente. No estaba lejos de otra con más pretensiones que, si no me falla la memoria, se anunciaba en el escaparate como proveedora del Almirantazgo (me imaginé que se referiría sólo a relojes, y no a pe-druscos y abalorios para la marinería). Cuando le mencioné la coincidencia a Tupra, me contestó secamente:

– Oh sí, ya lo sé. Nada que ver. Ninguna relación en absoluto. Ninguna. -Podía ser cierto o falsísimo, y el relojero ser su padre. Pero no me atreví a insistirle.

Aun así no pude dejar de hacerle una broma privada, como se dice en su lengua:

– En todo caso sería más propio que la provisión al Almirantazgo la hiciera la relojería Tupra y no otra cercana que he visto que se encarga aquí de eso. Aunque sólo sea por tus relaciones, por nuestras relaciones con el antiguo OIC, ¿no te parece?-Recordaba las palabras de Wheeler aquel domingo antes del almuerzo, en Oxford, cuando me habló de las dificultades para reclutar a los integrantes iniciales del grupo, nada más creárselo: 'Hubo que peinar a toda velocidad el reino. La mayoría provino de los propios Servicios Secretos, del Ejército, algunos del antiguo OIC, nunca lo has oído, el Operational Intelligence Centre de la Marina, eran pocos pero muy buenos, quizá los mejores; y por descontado de nuestras Universidades'. Y vi una expresión de extrañeza y vago recelo en Tupra (como si se preguntara cuánto más sabía, y si me habría subestimado en mis aprendizajes), al oír en mi boca aquellas siglas pretéritas, que era raro que conociera un español del siglo XXI, y aun de la segunda mitad del XX.

También me dejó ratos libres durante los dos días de Edimburgo, y allí paseé de nuevo y releí a sus dos hijos mejores, Conan Doyle y Stevenson, algunos cuentos, y subí hasta Calton Hill para divisar la vista que más entusiasmaba al segundo, deslumbrante pese al transcurrido tiempo. De él me llevé asimismo unos poemas y un librito sobre la ciudad, Picturesque Notes era el subtítulo, de 1879 nada menos. Hablaba allí de Greyfriars, y contaba cómo cerca de este cementerio ajardinado, desde la ventana de una casa ya entonces demolida cuyo emplazamiento le señaló un sepulturero, vigilaba el ladrón de cadáveres Burke, que junto con su compinche Haré los sacaba de sus tumbas aun frescos para venderlos a los científicos y anatomistas, y había acabado por asesinar a gente para acelerar el proceso y que no decayera el comercio: 'Burke, el hombre de las resurrecciones', decía Stevenson con ironía, 'infame por tantos asesinatos a cinco chelines por cabeza, solía sentarse acto seguido, con pipa y gorro de dormir, a ver pasar los entierros de camino hacia la hierba'. Ese era uno que no había tenido paciencia, pensé, para que se le aparecieran los rostros mañana, y prefería verlos desfilar, fumando, como eran ayer y para siempre.

Y a Tupra le leí en voz alta, en el viaje en tren hacia Edimburgo, los dos solos, unos versos que Stevenson había escrito hacia el final de su vida en los Mares del Sur, en Apemama, con verdadera y extraña nostalgia por 'nuestra ciudad ceñuda': 'El viento vomitante del invierno, la arrojadiza lluvia, el infrecuente y bienvenido silencio de las nieves, la mañana tardía, el día macilento, la noche, el mugriento sortilegio de la ciudad nocturna, ¿os acordáis? Ah, si pudiera uno olvidarse', decía, echando sinceramente de menos tan desolador panorama. Y más adelante añadía: 'Cuando la luz de mis ojos expirantes disminuya y ceda, y la voz del amor llegue insignificante a mis oídos que estarán cerrándose, ¿qué sonido vendrá sino el viejo grito del viento de nuestra ciudad inclemente? ¿Qué volverá sino la imagen del vacío de la juventud, llenado por el ruido de pasos y aquella voz de descontento y embeleso y desesperanza?'. Y en otro poema aún le persistía el mismo espíritu, desdeñando los mares remotos y cálidos que con tanto ahínco había buscado, y añorando terriblemente 'nuestro borrascoso clima' de Edimburgo: 'Un mar que no está en los mapas envuelve y confina a una isla sin luces, en vano, al hijo errante. La voz de generaciones muertas me llama, sentado en la lejanía, a levantarme, con diligencia volver atrás sobre mis numerosos pasos, y, acabado todo cambio, tenderme cuan largo soy en aquella notable ciudad de los muertos'. Así que le leí estos versos, claro está que en su lengua, en la de Tupra y en la de los versos: 'The belching winter wind, the missile rain, the rare and welcome silence of the snows, the laggard morn, the haggard day, the night…'.

– ¿Tú crees que sucede así siempre, Bertram? -le pregunté, lo llevaba sentado enfrente, él en el sentido de la marcha, yo en el contrario-. Tú que sabes de muertes -añadí con algo de mala idea-, ¿crees que al final todos nos volvemos hacia el lugar primero, por humilde o deprimente o tenebroso que fuera, por mucho que nuestra vida haya cambiado y se hayan transformado nuestros afectos y hayamos alcanzado inimaginables fortunas y logros a lo largo del trayecto? ¿Crees que uno acaba por mirar siempre de nuevo hacia su pobreza, o su degradado barrio, o hacia la pequeña ciudad de provincias o el mortecino pueblo desde el que se asomó, al resto del mundo, y del que durante tantos años salir pareció imposible, y que entonces se echa todo eso en falta? Se cuenta que los muy viejos recuerdan sobre todo su infancia y casi se encierran en ella, mentalmente, y que tienen la sensación de que todo lo habido en medio, entre aquel periodo lejano y su presente declive, sus codicias y sus pasiones, sus combates y sus reveses, ha sido falso, una acumulación de distracciones y errores, y de inmensos afanes por cosas que en realidad no importaban; y se preguntan si no ha sido todo un interminable rodeo, una travesía inútil para regresar a lo esencial, al origen, a lo único que de verdad cuenta… cuando se llega a fin de cuentas. -Y pensé entonces: ¿Por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento-. Tú sabrás mucho de eso, habrás estado en la muerte de muchos. Y ya ves lo que le sucedía a Stevenson: recorrió medio mundo y al final sólo pensaba en su ciudad natal, desde la Polinesia. Mira cómo empieza este otro: 'Los trópicos se difuminan, y me parece como si yo, desde el Halkerside, o más alto, desde el AMerrnuir, o el escarpado Caerketton, en sueños volviera a mirar…'.

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