– No te enfurruñes -dijo mi padre.
– Lo siento -dijo mi hermana bajando la vista-. Sólo quería un poco de intimidad, eso es todo.
Mi padre levantó a Buckley por encima de su cabeza.
– En la encimera, en la encimera, hijo -dijo, y Buckley se emocionó al verse de pie en la prohibida encimera del cuarto de baño, manchando la baldosa con sus pies cubiertos de barro-. Ahora baja de un salto. -Y él así lo hizo. Holiday le hizo frente-. Eres demasiado pequeña para afeitarte las piernas, cariño -dijo mi padre.
– La abuela Lynn empezó a los once.
– Buckley, ¿puedes irte a tu habitación y llevarte al perro? Enseguida voy.
– Sí, papá.
Buckley todavía era un niño pequeño a quien mi padre, con paciencia y unas cuantas maniobras, podía llevar a hombros para que fueran un padre y un hijo típicos. Pero ahora vio en Lindsey algo que le produjo doble dolor. Yo era una niña pequeña en la bañera, una niña a la que él levantaba en brazos hasta el lavabo, una niña que no había llegado por muy poco a sentarse como lo hacía ahora mi hermana.
En cuanto Buckley salió, dirigió su atención a mi hermana. Cuidaría a sus dos hijas cuidando a una.
– ¿Tienes cuidado? -preguntó.
– Acabo de empezar -dijo Lindsey-. Me gustaría estar sola, papá.
– ¿Es la misma cuchilla que estaba puesta cuando la has cogido de mi estuche de afeitar?
– Sí.
– Debe de estar sucia de mi barba. Iré a buscarte una nueva.
– Gracias, papá -dijo mi hermana, y de nuevo era la dulce Lindsey que él había llevado a hombros.
El salió y recorrió el pasillo hacia el otro lado de la casa, hasta el cuarto de baño que él y mi madre todavía compartían, aunque ya no dormían juntos en la misma habitación. Al introducir una mano en el armario en busca de un paquete de cuchillas nuevas, sintió una punzada en el pecho. No hizo caso y se concentró en lo que hacía. Fue un pensamiento fugaz: «Es Abigail la que debería estar haciendo esto».
Le llevó las cuchillas a Lindsey, le enseñó a cambiarlas y le dio algunos consejos sobre cómo afeitarse mejor.
– Cuidado con el tobillo y la rodilla -dijo-. Tu madre siempre los llamaba las zonas peligrosas.
– Puedes quedarte si quieres -dijo ella, preparada ahora para dejarlo entrar-. Pero podría acabar toda ensangrentada. -Ella quiso darse de bofetadas-. Perdona, papá. Ya me muevo… Siéntate tú aquí.
Se levantó y fue a sentarse en el borde de la bañera. Abrió el grifo mientras mi padre se sentaba en la tapa del inodoro.
– Gracias, cariño -dijo-. Hace tiempo que no hablamos de tu hermana.
– ¿A quién le hace falta? -dijo mi hermana-. Está en todas partes.
– Tu hermano parece estar bien.
– Está pegado a ti.
– Sí -dijo él, y se dio cuenta de que eso le gustaba, ese esfuerzo que estaba haciendo su hijo por ganarse a su padre.
– Ay -dijo Lindsey, y un hilillo de sangre empezó a correr entre la espuma blanca-. Es un verdadero fastidio.
– Apriétalo un momento con el dedo. Ayuda a detener la hemorragia. Podrías hacerlo sólo hasta la rodilla -sugirió él-. Así es como lo hace tu madre, a menos que vayamos a la playa.
Lindsey hizo una pausa.
– Vosotros nunca vais a la playa.
– Antes íbamos.
Mi padre había conocido a mi madre cuando los dos trabajaban en Wanamaker, durante las vacaciones de verano de la universidad. Él acababa de comentar con tono desagradable que la sala de los empleados apestaba a tabaco cuando ella sonrió y sacó un paquete de Pall Mall que entonces siempre llevaba encima.
«Touché», dijo él, y no se apartó de ella a pesar de que el apestoso olor de sus cigarrillos lo envolvió de la cabeza a los pies.
– He estado tratando de decidir a quién me parezco -dijo Lindsey-, si a la abuela Lynn o a mamá.
– Siempre he pensado que tú y tu hermana os parecéis a mi madre -dijo él.
– ¿Papá?
– ¿Sí?
– ¿Sigues convencido de que el señor Harvey tuvo algo que ver?
Fue como dos palos que por fin echan chispas al frotarlos: prendieron fuego.
– No tengo ninguna duda, cariño. Ninguna.
– Entonces, ¿por qué Len no lo arresta?
Ella deslizó la cuchilla descuidadamente hacia arriba y terminó con su primera pierna. Titubeó, esperando.
– Ojalá fuera fácil de explicar -respondió él, y las palabras le salían como en espirales. Nunca había hablado largamente de su sospecha con nadie-. Cuando lo encontré ese día en su patio trasero y construimos esa tienda, la que dijo que había construido para su esposa, cuyo nombre entendí que era Sophie mientras que Len tenía anotado Leah, algo en sus movimientos me hizo estar seguro.
– Todo el mundo cree que es un poco raro.
– Es cierto, y lo entiendo -dijo él-. Pero nadie lo ha tratado mucho tampoco. No saben si su rareza es benigna o no.
– ¿Benigna?
– Inofensiva.
– A Holiday no le gusta -dijo Lindsey.
– Exacto. Nunca he visto al perro ladrar tan fuerte. Ese día hasta se le erizó el pelo.
– Pero los polis creen que tú estás chiflado.
– No hay pruebas, es todo lo que dicen. Sin pruebas y sin… perdona, cariño, sin cuerpo, no tienen nada para seguir investigando ni bases para arrestar a nadie.
– ¿Qué quieres decir con bases?
– Supongo que algo que lo relacionara con Susie. Que alguien lo hubiera visto en el campo de trigo o merodeando por el colegio, o algo así.
– ¿O si tuviera algo suyo?
Tanto mi padre como Lindsey hablaban con apasionamiento, la segunda pierna cubierta de espuma pero sin afeitar, porque al prender fuego los dos palos de su interés habían iluminado la idea de que yo estaba en alguna parte de esa casa. En el sótano, en la planta baja, en el piso superior o en la buhardilla. Para no tener que admitir un pensamiento tan atroz -pero, ay, si fuera verdad sería una prueba tan clara, tan perfecta y concluyente…-, recordaron cómo iba vestida yo ese día, lo que llevaba, la goma de borrar de Frito Bandito que yo atesoraba, la chapa de David Cassidy prendida dentro de mi bolsa, la de David Bowie fuera. Enumeraron todos los accesorios de lo que sería la mejor y más espantosa evidencia que podrían encontrar: mi cuerpo troceado, mis ojos en blanco y pudriéndose.
Mis ojos: el maquillaje que le había regalado la abuela Lynn ayudaba, pero no resolvía el problema de que todos vieran mis ojos en los de Lindsey. Cuando aparecían en la polvera que utilizaba la niña del pupitre de al lado o en un inesperado reflejo en el escaparate de una tienda, desviaba la mirada. Sobre todo era doloroso para mi padre. Y al hablar con él se dio cuenta de que, mientras tocaban ese tema -el señor Harvey, mi ropa, mi cartera con mis libros, mi cuerpo, yo-, mi padre estaba tan atento a mi recuerdo que la veía de nuevo como a Lindsey y no como una trágica combinación de sus dos hijas.
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