Alice Sebold - Desde Mi Cielo

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A Susie Salmon (sí, igual que el pez) la mataron. Fue violada, asesinada y luego descuartizada en un campo de trigo cuando volvía del colegio una helada tarde de invierno.
A sus 14 años, era una joven como tantas, que soñaba con ir a la universidad, conocer chicos, vestirse a la moda y ser actriz o fotógrafa. Pero ahora ya no está para contarnos sus planes, sus ansias de futuro… o tal vez sí.
Desde la atalaya de su cielo, en el que ahora habita eternamente, Susie observa la vida en la Tierra de aquellos a quienes dejó.
Desde ese cielo donde ahora puede concretar todos sus sueños de adolescente, Susie también relata de forma minuciosa la brutal preparación y ejecución de su asesinato, cometido por un conocido, un vecino del lugar, y descubrir que no es la única chica que ha hecho `desaparecer` dicho individuo.
Una narración fría y distante de un acto perverso, en las que Susie intercala sus ingenuas y curiosas experiencias en su cielo. La realidad más atroz y perturbadora, junto con la fantasía de un mundo donde el muerto puede al fin realizar todos sus deseos. Excepto uno: volver a la Tierra junto a los suyos.
A Susie sólo le queda dedicarse a observar, cuidar e intentar de alguna forma, intervenir en la vida de aquellos a quienes dejó atrás: su obstinado padre, que no descansará hasta saber lo que realmente le ocurrió, su madre, que termina aislada de todo y de todos, sus hermanos, que lucharán por sobrevivir al vacío dejado por ella y reconstruir sus vidas, sus amigos, inmersos en la lucha diaria por seguir sin su presencia, e incluso en el chico que estaba enamorado de ella y que no logra olvidarla. Desde su cielo, Susie debe aprender también a resignarse, dejar vivir a los vivos y continuar su derrotero.
Queramos verlo o no, el Mal forma parte de nuestra vida cotidiana, y esta novela desgarradora

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Me quedé delante de ella con el gorro en la mano.

– Ese gorro es ridículo -dijo.

Levanté el gorro de cascabeles y lo miré.

– Lo sé. Me lo hizo mi madre.

– Entonces, ¿lo has oído todo?

– ¿Puedo verlo?

Ruth desdobló la manoseada fotocopia y yo me quedé mirándola.

Con un bolígrafo azul, Brian Nelson había hecho un obsceno agujero donde se cruzaban las piernas. Retrocedí y ella me observó. Vi vacilación en sus ojos, luego se inclinó y sacó de su mochila un cuaderno de bocetos encuadernado en cuero negro.

Por dentro era precioso. Dibujos en su mayoría de mujeres, pero también de animales y hombres. Nunca había visto nada igual. Cada página estaba cubierta de dibujos suyos. De pronto me di cuenta de lo subversiva que era Ruth, no por sus dibujos de mujeres desnudas que eran utilizados indebidamente por sus compañeros, sino porque tenía más talento que sus profesores. Era el tipo de rebelde más silencioso. Impotente, en realidad.

– Eres realmente buena, Ruth -dije.

– Gracias -dijo ella.

Yo seguí mirando las páginas de su cuaderno y empapándome de él. Me asustó y excitó a la vez lo que había debajo de la línea negra del ombligo, lo que mi madre llamaba la «maquinaria para hacer bebés».

Yo le había dicho a Lindsey que nunca tendría uno, y cuando cumplí los diez años, me pasé los primeros seis meses haciendo saber a todo adulto que me escuchara mi intención de hacerme ligar las trompas. No sabía qué significaba eso exactamente, pero sabía que era algo drástico, requería una intervención quirúrgica y hacía reír con ganas a mi padre.

Ruth pasó de ser rara a querida para mí. Los dibujos eran tan buenos que en ese momento olvidé las normas del colegio, todas las campanas y silbatos a los que se supone que tenemos que responder los alumnos.

Después de que acordonaran el campo de trigo, lo rastrearan y finalmente lo abandonaran, Ruth empezó a pasear por él. Se envolvía en un gran chal de su abuela y encima se ponía el viejo y raído chaquetón marinero de su padre. No tardó en comprobar que, menos el de gimnasia, los profesores no informaban si hacía novillos. Se alegraban de no tenerla en clase; su inteligencia la convertía en un problema. Exigía atención y aceleraba el temario.

Y empezó a pedir a su padre que la llevara al colegio por la mañana para ahorrarse el autocar. Él salía muy temprano y se llevaba su fiambrera metálica roja de tapa inclinada que le había dejado utilizar como casita para sus Barbies cuando era pequeña, y en la que ahora llevaba bourbon. Antes de dejarla en el aparcamiento vacío, detenía el motor pero dejaba la calefacción encendida.

– ¿Vas a estar bien hoy? -le preguntaba siempre.

Ruth asentía.

– ¿Uno para el camino?

Y esta vez sin asentir, ella le pasaba la fiambrera. Él la abría, destapaba el bourbon, bebía un largo trago y luego se la ofrecía. Ella echaba la cabeza hacia atrás de manera teatral y, o ponía la lengua contra el vidrio para que sólo cayera un poco en su boca, o bien bebía un pequeño trago con una mueca si él la observaba.

Luego ella se bajaba de la alta cabina. Hacía frío, un frío glacial, antes de que saliera el sol. Entonces recordaba algo que nos habían enseñado en una de nuestras clases: las personas en movimiento tenían más calor que las personas en reposo. De modo que echaba a andar derecha hacia el campo de trigo, a buen paso. Hablaba consigo misma y a veces pensaba en mí. A menudo descansaba un momento apoyada contra la valla de tela metálica que separaba el campo de fútbol del camino, mientras observaba cómo el mundo cobraba vida a su alrededor.

De modo que esos primeros meses nos reunimos allí todas las mañanas. El sol salía sobre el campo de trigo, y Holiday, al que mi padre había soltado, venía a cazar conejos entre los tallos altos y secos de trigo muerto. A los conejos les encantaba el césped cortado de las pistas de atletismo, y Ruth veía, al acercarse, cómo sus formas oscuras se alineaban a lo largo de los más alejados límites señalados con tiza blanca, como una especie de equipo diminuto. Le atraía la idea, como a mí. Ella creía que los animales disecados se movían por las noches mientras los seres humanos dormían. Seguía creyendo que en la fiambrera de su padre podía haber vacas y ovejas diminutas que encontraban tiempo para pastar en el bourbon y las salchichas ahumadas.

Cuando Lindsey me dejó los guantes que le habían regalado en Navidad entre el borde más alejado del campo de fútbol y el campo de trigo, miré hacia abajo una mañana para ver a los conejos investigar, olisqueando los bordes de los guantes forrados de su propia piel. Luego vi a Ruth cogerlos antes de que los agarrara Holiday. Dio la vuelta a un guante, de modo que la piel quedara por fuera, y se lo llevó a la cara. Levantó la mirada hacia el cielo y dijo «Gracias». Me gustaba pensar que hablaba conmigo.

Llegué a querer a Ruth esas mañanas, sintiendo de una manera que nunca podríamos explicar, cada una a un lado del Intermedio, que habíamos nacido para hacernos compañía mutuamente. Niñas raras que nos habíamos encontrado de la manera más extraña, en el escalofrío que experimentó cuando yo había pasado por su lado.

A Ray le gustaba mucho andar, como a mí, y vivía en el otro extremo de nuestra urbanización, que rodeaba el colegio. Había visto a Ruth Connors pasear sola por los campos de fútbol. Desde Navidad había ido y vuelto del colegio lo más deprisa que había podido, sin entretenerse nunca. Deseaba que capturaran a mi asesino casi tanto como mis padres. Hasta que lo hicieran no podría desembarazarse del todo de la sospecha, a pesar de contar con una coartada.

Aprovechó una mañana que su padre no iba a dar clases a la universidad para llenar su termo con el té dulce de su madre. Salió temprano para esperar a Ruth y montó un pequeño campamento sobre la plataforma circular de cemento para lanzamiento de peso, sentándose en la curva metálica contra la que apoyaban los pies los lanzadores.

Al verla al otro lado de la valla de tela metálica que separaba el colegio del campo de deporte más reverenciado: el de fútbol americano, se frotó las manos y preparó lo que quería decirle. Esta vez el coraje no le vino de haberme besado -una meta que se había propuesto un año antes de alcanzarla-, sino de sentirse, a sus catorce años, profundamente solo.

Vi a Ruth acercarse al campo de fútbol, creyendo que estaba sola. En una vieja casa donde había ido a hurgar en busca de algo rescatable, su padre había encontrado un regalo para ella acorde con su nuevo pasatiempo: una antología de poemas. Ella lo tenía en las manos.

– ¡Hola, Ruth Connors! -llamó él, agitando los brazos.

Ruth lo miró y acudió a su mente el nombre de Ray Singh. Pero no sabía mucho más aparte de eso. Había oído los rumores de que la policía había estado en su casa, pero ella opinaba como su padre -«¡Eso no lo ha hecho ningún niño!»-, de modo que se acercó a él.

– He preparado té y lo tengo en este termo -dijo Ray.

Me puse colorada por él en el cielo. Era listo cuando se trataba de Otelo, pero se estaba comportando como un cretino.

– No, gracias -dijo Ruth.

Se quedó de pie cerca de él, pero entre ellos seguía habiendo unos pocos pero decisivos pasos más de los normales. Clavó las uñas en la gastada portada de su antología de poesía.

– Yo también estaba allí el día que tú y Susie hablasteis entre bastidores -dijo Ray. Le ofreció el termo. Ella no se acercó ni reaccionó-. Susie Salmón -aclaró él.

– Sé a quién te refieres -dijo ella.

– ¿Vas a ir al funeral?

– No sabía que iba a haber uno -respondió ella.

– Yo no creo que vaya.

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