Alice Sebold - Desde Mi Cielo

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A Susie Salmon (sí, igual que el pez) la mataron. Fue violada, asesinada y luego descuartizada en un campo de trigo cuando volvía del colegio una helada tarde de invierno.
A sus 14 años, era una joven como tantas, que soñaba con ir a la universidad, conocer chicos, vestirse a la moda y ser actriz o fotógrafa. Pero ahora ya no está para contarnos sus planes, sus ansias de futuro… o tal vez sí.
Desde la atalaya de su cielo, en el que ahora habita eternamente, Susie observa la vida en la Tierra de aquellos a quienes dejó.
Desde ese cielo donde ahora puede concretar todos sus sueños de adolescente, Susie también relata de forma minuciosa la brutal preparación y ejecución de su asesinato, cometido por un conocido, un vecino del lugar, y descubrir que no es la única chica que ha hecho `desaparecer` dicho individuo.
Una narración fría y distante de un acto perverso, en las que Susie intercala sus ingenuas y curiosas experiencias en su cielo. La realidad más atroz y perturbadora, junto con la fantasía de un mundo donde el muerto puede al fin realizar todos sus deseos. Excepto uno: volver a la Tierra junto a los suyos.
A Susie sólo le queda dedicarse a observar, cuidar e intentar de alguna forma, intervenir en la vida de aquellos a quienes dejó atrás: su obstinado padre, que no descansará hasta saber lo que realmente le ocurrió, su madre, que termina aislada de todo y de todos, sus hermanos, que lucharán por sobrevivir al vacío dejado por ella y reconstruir sus vidas, sus amigos, inmersos en la lucha diaria por seguir sin su presencia, e incluso en el chico que estaba enamorado de ella y que no logra olvidarla. Desde su cielo, Susie debe aprender también a resignarse, dejar vivir a los vivos y continuar su derrotero.
Queramos verlo o no, el Mal forma parte de nuestra vida cotidiana, y esta novela desgarradora

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De modo que salí corriendo a la parte trasera de la casa, y me encontré la puerta del porche abierta de par en par.

Cuando vi a mi madre, me olvidé por completo de Grace Tarking. Ojalá pudiera explicarlo mejor, pero nunca la había visto tan quieta, en cierto modo tan ausente. Estaba al otro lado del porche cubierto de tela metálica, sentada en una silla plegable de aluminio que miraba al patio trasero. En la mano tenía un platito y en el platito su consabida taza de café. Esa mañana no había marcas de pintalabios en ella porque no había pintalabios hasta que se los pintaba para… ¿quién? Nunca me había hecho esa pregunta. ¿Mi padre? ¿Quién?

Holiday estaba sentado cerca de la pila para pájaros, jadeando alegremente, pero no se fijó en mí. Observaba a mi madre, cuya mirada se prolongaba hasta el infinito. En ese momento no era mi madre, sino algo diferenciado de mi. Miré a esa persona a la que nunca había visto como nada más que mi madre, y vi la piel suave y como empolvada de su cara: empolvada sin maquillaje, suave sin ayuda de cosméticos. Juntos, sus cejas y ojos componían un cuadro. «Ojos de Océano», la llamaba mi padre cuando quería una de sus cerezas cubiertas de chocolate que ella tenía escondidas en el mueble bar como su capricho privado. Y de pronto entendí el nombre. Había creído que se debía a que eran azules, pero ahora me di cuenta de que eran insondables de una manera que me asustaba. Entonces tuve una reacción que no llegó a ser pensamiento desarrollado: que antes de que Holiday me viera y oliera, antes de que se evaporara la bruma del rocío que flotaba sobre la hierba y se despertara la madre que había dentro de ella, como hacía todas las mañanas, le haría una foto con mi nueva cámara.

Cuando la casa Kodak me devolvió el carrete revelado en un pesado sobre especial, vi inmediatamente la diferencia. Sólo había una foto en la que mi madre era Abigail. Era la primera, la que le había hecho sin que se diera cuenta, antes de que el clic la sobresaltara y se convirtiera en la madre de la niña del cumpleaños, dueña del perro feliz, esposa del marido cariñoso y madre de nuevo de otra niña y un niño querido. Ama de casa. Jardinera. Vecina risueña. Los ojos de mi madre eran océanos y dentro de ellos había sensación de vacío. Pensé que tenía toda la vida para comprenderlos, pero ése fue el único día que tuve. Una sola vez la vi como Abigail en la Tierra, y dejé que regresara sin esfuerzo; mi fascinación se había visto contenida por mi deseo de que fuera esa madre y me arropara como esa madre.

Estaba en el cenador, pensando en la foto, pensando en mi madre, cuando Lindsey se levantó en mitad de la noche y recorrió con sigilo el pasillo. La observé como a un ladrón dando vueltas por una casa en una película. Cuando hizo girar el pomo de mi habitación, supe que éste iba a ceder y que ella iba a entrar, pero ¿qué se proponía hacer allí? Mi territorio privado ya se había convertido en tierra de nadie en el centro de nuestra casa. Mi madre lo había dejado tal cual. Mi cama seguía deshecha, tal como yo la había dejado con las prisas de la mañana de mi muerte. Entre las sábanas y almohadas estaba mi hipopótamo floreado, junto con la ropa que había rechazado antes de decidirme por los pantalones amarillos de pernera ancha.

Lindsey cruzó la suave alfombra, y acarició la falda azul marino y el chaleco de ganchillo rojo y azul enmarañados que habían sido rechazados con pasión. Cogió el chaleco y, extendiéndolo sobre la cama, lo estiró. Era feo y querido al mismo tiempo, me daba cuenta. Ella lo acarició.

Lindsey recorrió el contorno de la bandeja dorada de encima de mi cómoda, llena de chapas de las elecciones y del colegio. Mi favorita era una chapa roja en la que se leía «Hippy-Dippy Says Love» que había encontrado en el aparcamiento, pero le había prometido a mi madre que no me la pondría. En esa bandeja yo guardaba un montón de chapas prendidas a una gigantesca bandera de fieltro de la Universidad de Indiana, donde había estudiado mi padre. Pensé que iba a robármelas o a llevarse un par para ponérselas, pero no lo hizo. Ni siquiera las cogió. Sólo recorrió con un dedo todo lo que había en la bandeja. Luego vio una esquina blanca que asomaba por debajo de la ropa interior. Tiró de ella.

Era la foto.

Respiró hondo y se sentó en el suelo, boquiabierta y con la foto todavía en la mano. Se sentía como una tienda de campaña cuyas cuerdas se han soltado de sus palos y se agitan y golpetean a su alrededor. Como yo antes de la mañana en que tomé la foto, ella tampoco había visto nunca a la madre desconocida. Sólo había visto las fotos siguientes. Mi madre con aire cansino pero sonriente. Mi madre con Holiday delante del cornejo, con el sol traspasándole la bata y el camisón. Pero yo había querido ser la única persona de la casa que supiera que mi madre era también alguien más, alguien misterioso y desconocido para nosotros.

La primera vez que rompí la barrera fue sin querer. Era el 23 de diciembre de 1973.

Buckley dormía, y mi madre había llevado a Lindsey al dentista. Esa semana habían acordado que todos los días, como familia, dedicarían tiempo a tratar de avanzar. Mi padre se había asignado la tarea de limpiar la habitación de huéspedes del piso de arriba, que hacía tiempo que se había convertido en su guarida.

Su padre le había enseñado a construir barcos dentro de botellas. Era algo que a mi madre y a mis hermanos no podía importarles menos, y algo que a mí me entusiasmaba. El estudio estaba atestado de ellos.

Todo el día en la oficina hacía números -con la debida diligencia para la compañía de seguros Chadds Ford- y por la noche construía los barcos o leía libros sobre la guerra civil para relajarse. Cuando estaba preparado para izar la vela, me llamaba. Para entonces el barco ya estaba pegado al fondo de la botella. Yo entraba y mi padre me pedía que cerrara la puerta. A menudo, o eso parecía, el timbre del comedor sonaba inmediatamente, como si mi madre tuviera un sexto sentido para las cosas que la excluían. Pero cuando fallaba ese sentido, mi cometido era sostenerle la botella.

– No te muevas -diría-. Eres mi segundo de a bordo.

Con delicadeza, él tiraba de la única cuerda que todavía salía del cuello de la botella y, voilà, se izaban todas las velas, desde un simple mástil hasta un clíper. Teníamos nuestro barco. Yo no podía aplaudir porque tenía la botella en las manos, pero siempre me quedaba con ganas. Mi padre entonces se apresuraba a quemar el extremo del cabo dentro de la botella con una mecha que había calentado previamente sobre la llama de una vela. Si lo hacía mal, el barco se estropearía o, peor aún, las diminutas velas de papel prenderían y de repente, con un enorme rugido, yo tendría en las manos una botella en llamas.

Con el tiempo mi padre construyó un soporte de madera de balsa para sustituirme. Lindsey y Buckley no compartían mi fascinación. Después de tratar de despertar suficiente entusiasmo en los tres, mi padre se rindió y se retiró a su estudio. Los barcos que había dentro de las botellas eran todos iguales, por lo que se refería al resto de la familia.

Pero ese día, mientras ponía orden, me habló.

– Susie, hija mía, mi pequeña marinera -dijo-, a ti siempre te gustaron estas cosas.

Lo vi trasladar las botellas con barcos en miniatura de la estantería a su escritorio, colocándolas en hilera. Utilizó una falda vieja de mi madre que había rasgado en varios trozos para quitar el polvo de los estantes. Debajo de su escritorio había botellas vacías, hileras de ellas, que había recogido para construir nuestros barcos futuros. En el armario había más barcos, los barcos que había construido con su padre, los que había construido él solo y los que habíamos hecho los dos juntos. Algunos eran perfectos, pero las velas se habían vuelto marrones; otros se habían combado o inclinado con los años. Luego estaba el que había estallado en llamas la semana anterior a mi muerte.

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