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Alejo Carpentier: El Reino De Este Mundo

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Alejo Carpentier El Reino De Este Mundo

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El reino de este mundo (1949), que tiene como tema central la revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christopher El término `lo real maravilloso` inventado por Carpentier y divulgado en el prólogo a su novela El reino de este mundo ha servido para tipificar su propia novelística. Es un símil del llamado `realismo mítico` incorporado a la descripción de la realidad hispanoamericana. La realidad y el sueño, la razón y la imaginación, la historia y la fábula, la vida y la muerte, entretejen sus lazos narrativos hasta llegar a conformar una especie de tapiz suntuoso, mágico y alegórico, conceptual y, por momentos, culterano.

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un espectáculo que había sido organizado para ellos; una función de gala para negros, a cuya pompa se habían sacrificado todos los créditos necesarios. Porque esta vez la letra entraría con fuego y no con sangre, y ciertas

luminarias, encendidas para ser recordadas, resultaban sumamente dispendiosas.

De pronto, todos los abanicos se cerraron a un tiempo. Hubo un gran silencio detrás de las cajas militares. Con la cintura ceñida por un calzón rayado, cubierto de cuerdas y de nudos, lustroso de lastimaduras frescas, Mackandal avanzaba hacia el centro de la plaza. Los amos interrogaron las caras de sus esclavos con la mirada. Pero los negros mostraban una despechante indiferencia. ¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis, Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de la falta de un brazo humano con la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca, ciempié, falena, comején, tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes. En el momento decisivo, las ataduras del mandinga, privadas de un cuerpo que atar, dibujarían por un segundo el contorno de un hombre de aire, antes de resbalar a lo largo del poste. Y Mackandal, transformado en mosquito zumbón, iría a posarse en el mismo tricornio del jefe de las tropas, para gozar del desconcierto de los blancos. Eso era lo que ignoraban los amos; por ello habían despilfarrado tanto dinero en organizar aquel espectáculo inútil, que revelaba su total impotencia para luchar contra el hombre ungido por los grandes Loas.

Mackandal estaba ya adosado al poste de torturas. El verdugo había agarrado un rescoldo con las tenazas. Repitiendo un gesto estudiado la víspera frente al espejo, el gobernador desenvainó su espada de corte y dio orden de que se cumpliera la sentencia. El fuego comenzó a subir hacia el manco, sollamándole las piernas. En ese momento

Mackandal agitó su muñón que no habían podido atar, en un gesto combinatorio que no por menguado era menos terrible, aullando conjuros desconocidos y echando violentamente el torso hacia adelante. Sus ataduras cayeron, y el cuerpo del negro se espigó en el aire, volando por sobre las cabezas, antes de hundirse en las ondas negras de la

masa de esclavos. Un solo grito llenó la plaza.

Mackandal sauvé!

Y fue la confusión y el estruendo. Los guardias se lanzaron, a culatazos, sobre la negrada aullante, que ya no parecía caber entre las casas y trepaba hacia los balcones. Y a tanto llegó el estrépito y la grita y la turbamulta, que muy pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en el fuego, y que una llama

crecida por el pelo encendido ahogaba su último grito. Cuando las dotaciones se aplacaron, la hoguera ardía normalmente, como cualquiera hoguera de buena leña, y la brisa venida del mar levantaba un buen humo

hacia los balcones donde más de una señora desmayada volvía en sí. Ya no había nada que ver.

Aquella tarde los esclavos regresaron a sus haciendas riendo por todo el camino. Mackandal había cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo. Una vez más eran birlados los blancos por los Altos Poderes de la Otra Orilla. Y mientras Monsieur Lenormand de Mezy, de gorro de dormir, comentaba con su beata esposa la

insensibilidad de los negros ante el suplicio de un semejante -sacando de ello ciertas consideraciones filosóficas sobre la desigualdad de las razas humanas, que se proponía desarrollar en un discurso colmado de citas latinas- Ti Noel embarazó de jimaguas a una de las fámulas de cocina, trabándola, por tres veces, dentro de uno de los pesebres

de la caballeriza.

II

"…je lui dis qu'elle serait reine la-bas;

qu'elle irait en palanquín; q'une esclave se-

rait attentive au moíndre de sus mouvements

pour executer sa volunté; qu'elle se prome-

nerait sous les orangers en fleur; que les

serpents ne devraient luí faire aucune peur,

attendu, qu'il n'y en avait pas dans les An-

tilles; que les sauvages n'etaient plus a

craindre; que ce n’etait pas la que la bro-

che etait mise pour rotir les gens: enfin

j’achevais mon discours en lui disant qu'elle

serait bien folie mise en creóle,"

Madame d'abrantes.

I LA HIJA DE MINOS Y DE PASIFAE

Poco después de la muerte de la segunda esposa de Monsieur Lenormand de Mezy, Ti Noel tuvo oportunidad de ir al Cabo para recibir unos arreos de ceremonia encargados a París. En aquellos años la ciudad había progresado asombrosamente. Casi todas las casas eran de dos pisos, con balcones de anchos alares en vuelta de esquina y altas puertas de medio punto, ornadas de finos alamudes o pernios trebolados. Había más sastres, sombrereros, plumajeros, peluqueros, en una tienda se ofrecían violas y flautas traverseras, así como papeles de contradanzas y de sonatas. El librero exhibía el último número de la Gazettede Saint Domingue, impresa en papel ligero, con páginas encuadradas por viñetas y medias cañas. Y, para más lujo, un teatro de drama y ópera había sido inaugurado en la calle Vandreuil. Esta prosperidad favorecía muy particularmente la calle de los Españoles, llevando los más acomodados forasteros al albergue de La Corona, que Henri Christophe, el maestro cocinero, acababa de comprar a Mademoiselle Monjeon, su antigua patrona. Los guisos del negro eran alabados por el justo punto del aderezo -cuando tenia que vérselas con un cliente venido de París-,o por la abundancia de viandas en olla podrida, cuando quería satisfacer el apetito de un español sentado, de los que llegaban de la otra vertiente de la isla con trajes tan fuera de moda que más parecían vestimentas de bucaneros antiguos. También era cierto que Henri Christophe, metido de alto gorro blanco en el humo de su cocina, tenía un tacto privilegiado para hornear el volován de tortuga o adobar en caliente la paloma torcaz. Y cuando ponía la mano en la artesa, lograba masas reales cuyo perfume volaba hasta más allá de la calle de los Tres Rostros.

Nuevamente solo, Monsieur Lenormand de Mezy no guardaba la menor consideración a la memoria de su finada, haciéndose llevar cada vez más a menudo al teatro del Cabo, donde verdaderas actrices de París cantaban arias de Juan Jacobo Rousseau o escandían noblemente los alejandrinos trágicos, secándose el sudor al marcar un hemistiquio. Un anónimo libelo en versos, flagelando la inconstancia de ciertos viudos, reveló a todo el mundo, en aquellos, días que un rico propietario de la Llanura solía solazar sus noches con la abundosa belleza flamenca de una Mademoiselle Floridor, mala intérprete de confidentes, siempre relegada a las colas de reparto, pero hábil como pocas en artes falatorias. Decidido por ella, al final de una temporada, el amo había partido a París, inesperadamente, dejando la administración de la hacienda en manos de un pariente. Pero entonces le había ocurrido algo muy sorprendente: al cabo de pocos meses, una creciente nostalgia de sol, de espació, de abundancia, de señorío, de negras tumbadas a la orilla de una cañada, le había revelado que ese "regreso a Francia", para el cual había estado trabajando durante largos años, no era ya, para él, la clave de la felicidad. Y después de tanto maldecir de la colonia, de tanto renegar de su clima, tanto criticar la rudeza de los colonos de cepa aventurera, había regresado a la hacienda, trayendo consigo a la actriz, rechazada por los teatros de París a causa de su escasa inteligencia dramática. Por eso, los domingos, dos magníficos coches habían vuelto a adornar la Llanura, camino de la Parroquial Mayor, con sus postillones de gran librea. Dominando la berlina de Mademoiselle Floridor -la cómica insistía en hacerse llamar por su nombre de teatro-, nunca quietas en el asiento trasero, diez mulatas de enaguas azules piaban a todo trapo, en gran tremolina de hembras al viento.

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