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Alejo Carpentier: El Reino De Este Mundo

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Alejo Carpentier El Reino De Este Mundo

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El reino de este mundo (1949), que tiene como tema central la revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christopher El término `lo real maravilloso` inventado por Carpentier y divulgado en el prólogo a su novela El reino de este mundo ha servido para tipificar su propia novelística. Es un símil del llamado `realismo mítico` incorporado a la descripción de la realidad hispanoamericana. La realidad y el sueño, la razón y la imaginación, la historia y la fábula, la vida y la muerte, entretejen sus lazos narrativos hasta llegar a conformar una especie de tapiz suntuoso, mágico y alegórico, conceptual y, por momentos, culterano.

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nunca por edictos impresos en París ni por las blandas reconvenciones del Código Negro. Dormidos bajo los escabeles, los perros descansaban de las carlancas.

Llevadas ahora con gran pereza, con siestas y meriendas a la sombra de los árboles, las batidas contra Mackandal se espaciaban. Varios meses habían transcurrido sin que se supiera nada del manco. Algunos creían que

hubiera refugiado al centro del país, en las alturas nubladas de la Gran Meseta, allá donde los negros bailaban fandangos de castañuelas. Otros afirmaban que el houngán, llevado en una goleta, estaba operando en la región de Jacmel, donde muchos hombres que habían muerto trabajaban la tierra, mientras no tuvieran oportunidad de probar

la sal. Sin embargo, los esclavos se mostraban de un desafiante buen humor. Nunca habían golpeado sus tambores con más ímpetu los encargados de ritmar el apisonamiento del maíz o el corte de las cañas. De noche, en sus barracas y viviendas, los negros se comunicaban, con gran regocijo, las más raras noticias: una iguana verde se había calentado el lomo en el techo del secadero de tabaco; alguien había visto volar, a medio día, una mariposa nocturna; un perro grande, de erizada pelambre, había atravesado la casa, a todo correr, llevándose un pernil de venado; un alcatraz había largado los piojos -tan lejos del mar- al sacudir sus alas sobre el emparrado del traspatio.

Todos sabían que la iguana verde, la mariposa nocturna, el perro desconocido, el alcatraz inverosímil, no eran sino simples disfraces. Dotado del poder de transformarse en animal de pezuña, en ave, pez o insecto, Mackandal visitaba continuamente las haciendas de la Llanura para vigilar a sus fieles y saber si todavía confiaban en su regreso. De metamorfosis en metamorfosis, el manco estaba en todas partes, habiendo recobrado su integridad corpórea al vestir trajes de animales. Con alas un día, con agallas al otro, galopando o reptando, se había adueñado del curso de los ríos subterráneos, de las cavernas de la costa, de las copas de los árboles, y reinaba ya sobre la isla entera. Ahora, sus poderes eran ilimitados. Lo mismo podía cubrir una yegua que descansar en el frescor de un aljibe, posarse en las ramas ligeras de un aromo o colarse por el ojo de una cerradura. Los perros no le ladraban; mudaba de sombra según le conviniera. Por obra suya, una negra parió un niño con cara de jabalí. De noche solía aparecerse en los caminos bajo el pelo de un chivo negro con ascuas en los cuernos. Un día daría la señal del gran levantamiento, y los Señores de Allá, encabezados por Damballah, por el Amo de los Caminos y por Ogun de los Hierros, traerían el rayo y el trueno, para desencadenar el ciclón que completaría la obra de los hombres. En esa gran hora -decía Ti Noel- la sangre de los blancos correría hasta los arroyos, donde los Loas, ebrios de júbilo, la bebe

rían de bruces, hasta llenarse los pulmones.

Cuatro años duró la ansiosa espera, sin que los oídos bien abiertos desesperaran de escuchar, en cualquier momento, la voz de los grandes caracoles que debían de sonar en la montaña para anunciar a todos que Mackandal había cerrado el ciclo de sus metamorfosis, volviendo a asentarse, nervudo y duro, con testículos como piedras, sobre sus piernas de hombre.

VII EL TRAJE DE HOMBRE

Después de haber reinstalado en su habitación, por un cierto tiempo, a Marinette la lavandera, Monsieur Lenormand de Mezy, alcahueteado por el párroco de Limonada, se había vuelto a casar con una viuda rica, coja

y devota. Por ello, cuando soplaron los primeros nortes de aquel diciembre, los domésticos de la casa, dirigidos por el bastón del ama, comenzaron a disponer santones provenzales en torno a una gruta de estraza, aun oliente a cola tibia, destinada a iluminarse, en Navidad, bajo el alar de un soportal. Toussaint, el ebanista, había tallado unos reyes magos, en madera, demasiado grandes para el conjunto, que nunca acababan de colocarse, sobre todo a causa de las terribles córneas blancas de Baltasar -particularmente realzado a pincel-, que parecían emerger de la noche del ébano con tremebundas acusaciones de ahogado. Ti Noel y demás esclavos de la dotación asistían a los progresos del Nacimiento, recordando que se aproximaban los días de aguinaldos y misas de gallo, y que las visitas y los convites

de los amos hacían que se relajara un tanto la disciplina, hasta el punto de que no fuese dificil conseguir una oreja de cochino en las: cocinas, llevarse una bocanada de vino de la canilla de un tonel o colarse de noche en el barracón de las mujeres angolas, recién compradas que el amo iba a acoplar, bajo cristiano sacramento, después de las fiestas. Pero esta vez Ti Noel sabía que no estaría presente cuando se encendieran las velas y brillaran oros de la gruta. Pensaba estar lejos esa noche largándose a la calenda organizada los de la hacienda Dufrené, autorizados festejar con un tazón de aguardiente español por cabeza el nacimiento de un primer varón en la casa del amo.

Roulé, roulé, Congoa roulé!

Roulé, roulé, Congoa roulé!

A fort tifille ya dansé congo ya-ya-ró!

Hacía mas de dos horas que los parches tronaban a la luz de las antorchas y que las mujeres repetían en compás de hombros su continuo gesto de lava-lava, cuando un estremecimiento hizo temblar por un instante la

voz de los cantadores. Detrás del Tambor Madre se había erguido la humana persona de Mackandal. El mandinga Mackandal. Mackandal Hombre. El Manco. El Restituido. El Acontecido. Nadie lo saludó, pero su mirada se encontró con la de todos. Y los tazones de aguardiente comenzaron a correr, de mano en mano, hacia su única mano que debía traer larga sed. Ti Noel lo veía por vez primera al cabo de sus metamorfosis. Algo parecía quedarle de sus residencias en misteriosas moradas; algo de sus sucesivas vestiduras de escamas, de cerda o de vellón. Su barba se aguzaba con felino alargamiento, y sus ojos debían haber subido un poco hacia las sienes, como los de ciertas aves de cuya apariencia se hubiera vestido. Las mujeres pasaban y volvían a pasar delante de él, contorneando el cuerpo al ritmo del baile. Pero había tantas interrogaciones en el ambiente que, de pronto, sin previo acuerdo, todas las

voces se unieron en un yanvalú solemnemente aullado sobre la percusión. Al cabo de una espera de cuatro años, el canto se hacía cuadro de infinitas miserias:

Yenvalo moin Papa!

Moin pas mangé q'm bambó

Yenvalou, Papá, yanvalou moin!

Ou vlai moin lavé chaudier;

Yenvalo moin?

¿Tendré que seguir lavando las calderas? ¿Tendré que seguir comiendo bambúes? Como salidas de las entrañas, las interrogaciones se apretaban, cobrando, en coro, el desgarrado gemir de los pueblos llevados al exilio para construir mausoleos, torres o interminables murallas. ¡Oh, padre, mi padre, cuan largo es el camino! ¡Oh, padre, mi padre cuan largo es el penar! De tanto lamentarse, Ti Noel había olvidado que los blancos también tenían oídos. Por eso, en el patio de la vivienda Dufrené se procedía en ese mismo momento a guarnecer de fulminantes todos los mosquetes, trabucos y pistolas que habían sido descolgados de las panoplias del salón. Y, por lo que pudiera pasar, se hizo una reserva de cuchillos, estoques y cachiporras, que quedarían al cuidado de las mujeres, ya entregadas a sus rezos y rogativas por la captura del mandinga.

VIII EL GRAN VUELO

Un lunes de enero, poco antes del alba, las dotaciones de la Llanura del Norte comenzaron a entrar en la Ciudad del Cabo. Conducidos por sus amos y mayorales a caballo, escoltados por guardias con armamento de campaña, los esclavos iban ennegreciendo lentamente la Plaza Mayor, donde las cajas militares redoblaban con solemne compás. Varios soldados amontonaban laces de leña al pie de un poste de quebracho mientras otros atizaban la lumbre de un brasero. En el atrio de la Parroquial Mayor, junto al gobernador, a los jueces y funcionarios del rey, se hallaban las autoridades capitulares, instaladas en altos butacones encarnados, a la sombra de un toldo funeral tendido sobre pértigas y tornapuntas. Con alegre alboroto de flores en un alféizar, movíanse ligeras sombrillas en los balcones. Como de palco a palco de un vasto teatro conversaban a gritos las damas de abanicos y mitones, con las voces deliciosamente alteradas por la emoción. Aquellos cuyas ventanas daban sobre la plaza, habían hecho preparar refrescos de limón y de horchata para sus invitados. Abajo, cada vez más apretados y sudorosos, los negros esperaban

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