Krystal no le preguntó por qué no se había acercado a Foley Road para avisar ella misma a Terri. Por lo visto, las dos hermanas se habían peleado de nuevo. Era imposible mantenerse al día.
—¿Dónde está? —preguntó Krystal.
Cheryl la guió chancleteando por el pasillo.
—Oye —dijo mientras andaban—, me ha llamado una periodista preguntando por ti.
—¿Ah, sí?
—Me ha dejado un número.
Krystal le habría hecho más preguntas, pero acababan de entrar en una sala muy silenciosa y de pronto sintió miedo. No le gustaba cómo olía allí.
La abuelita Cath estaba casi irreconocible. Tenía la mitad de la cara completamente torcida, como si se la hubieran tensado tirando con un cable; la boca desplazada hacia un lado y el ojo medio caído. Tenía varios tubos conectados y sujetos con esparadrapo, y una vía en el brazo. Allí tumbada, la deformidad de su pecho resultaba aún más evidente. La sábana subía y bajaba en sitios insólitos, como si aquella cabeza grotesca, unida al cuerpo por un cuello escuálido, sobresaliera de un tonel.
Cuando Krystal se sentó a su lado, la anciana no se movió, se limitó a mirarla fijamente. Una de sus pequeñas manos tembló apenas.
—No habla, pero anoche dijo tu nombre dos veces —apuntó Cheryl, mirando con pesimismo por encima de la lata.
Krystal notó una opresión en el pecho. Temía hacerle daño si le cogía la mano. Acercó tímidamente los dedos hasta dejarlos a sólo unos centímetros de los de la anciana, pero no los levantó de la colcha.
—Ha venido Rhiannon —dijo Cheryl—. Y John y Sue. Sue está intentando hablar con Anne-Marie.
Krystal se animó.
—¿Dónde está?
—Donde los franchutes o por ahí. ¿Sabes que ha tenido un hijo?
—Sí, algo me dijeron. ¿Niño o niña?
—Ni idea —contestó Cheryl, y bebió otro sorbo.
Se lo había contado alguien en el instituto: «¡Eh, Krystal, tu hermana está preñada!» Esa noticia la había emocionado. Iba a ser tía, aunque nunca viera a aquel bebé. Toda su vida había idealizado a Anne-Marie, a la que se habían llevado antes de nacer ella; había desaparecido como por arte de magia y se había trasladado a otra dimensión, como un personaje de cuento de hadas, hermosa y misteriosa como aquel cadáver en el cuarto de baño de Terri.
La abuelita Cath movió los labios.
—¿Qué? —dijo Krystal, y se acercó más a la cama, entre asustada y eufórica.
—¿Quieres algo, abuelita Cath? —preguntó Cheryl en voz tan alta que los acompañantes que hablaban en susurros junto a otras camas les lanzaron miradas de desaprobación.
Krystal sólo oyó un resuello vibrante, pero daba la impresión de que la anciana intentaba articular una palabra. Cheryl estaba inclinada sobre la cama desde el otro lado, agarrada con una mano a la barandilla metálica.
—Eh… mmm… —murmuró la abuelita Cath.
—¿Qué? —preguntaron Krystal y Cheryl a la vez.
Había movido los ojos unos milímetros: unos ojos legañosos y empañados que escrutaban la cara tersa y joven y la boca entreabierta de Krystal, que, inclinada sobre el lecho de su bisabuela, la miraba confundida, ansiosa y asustada.
—…emar… —articuló con voz cascada.
—No sabe lo que dice —informó Cheryl, por encima del hombro y a voz en grito, a la tímida pareja que visitaba al paciente de la cama contigua—. Se ha pasado tres días tirada en el suelo. Normal, ¿no?
Pero a Krystal las lágrimas le nublaron la visión. La sala, con sus altas ventanas, se disolvió en una masa de sombras y luz blanca; le pareció ver el sol reflejado en la lámina verde oscuro del agua y cómo ésta se descomponía en fragmentos brillantes al atravesarla unos remos que subían y bajaban.
—Sí —le susurró—. Sí, voy a remar, abuelita.
Pero eso ya no era cierto, porque el señor Fairbrother había muerto.
—¿Qué coño te ha pasado en la cara? ¿Has vuelto a caerte de la bici? —preguntó Fats.
—No —contestó Andrew—. Simoncete me ha cascado. Intenté decirle a ese hijoputa que se había equivocado con lo de Fairbrother.
Estaba con su padre en la leñera, llenando los cestos que se dejaban a ambos lados de la estufa de leña de la sala. Simon le había arreado en la cabeza con un tronco, y el chico había caído sobre el montón de leña y se había rasguñado la mejilla cubierta de acné.
—¿Te crees que sabes más que yo, mocoso? Si me entero de que has dicho una sola palabra de lo que pasa en esta casa…
—Yo no he…
—… te despellejo vivo, ¿me oyes? ¿Y cómo sabes que Fairbrother no sacaba su tajada, eh? ¿Y que sólo pillaron a ese otro capullo porque era el más idiota de los dos?
Y entonces, ya fuera por orgullo o por rebeldía, o quizá porque sus fantasías de ganar dinero fácil se habían afianzado demasiado en su imaginación para que la realidad las sacara de allí, Simon había enviado sus formularios de candidatura. La humillación, por la que sin duda pagarían todos los miembros de la familia, era cosa segura.
«Sabotaje.» Andrew cavilaba sobre esa palabra. Quería hacer caer a su padre de las alturas hasta las que lo habían encumbrado sus sueños de dinero fácil; y quería hacerlo, a ser posible (porque no tenía ninguna prisa por morir), de forma que Simon nunca llegara a saber quién era el responsable de las maniobras que harían fracasar sus ambiciones.
No confiaba en nadie, ni siquiera en Fats. A éste se lo contaba casi todo, pero los pocos temas que omitía eran precisamente los más complicados, esos que ocupaban casi todo su espacio interior. Una cosa era pasarse la tarde en la habitación de Fats empalmados, viendo escenas de sexo lésbico por internet, y otra muy diferente confesar lo obsesivamente que sopesaba diferentes maneras de entablar conversación con Gaia Bawden. Asimismo, resultaba fácil sentarse en el Cubículo y llamar hijoputa a su padre, pero jamás habría reconocido que los ataques de furia de Simon le producían náuseas y sudor frío.
Pero entonces, un buen día, cambió todo. Empezó con poco más que un anhelo de nicotina y belleza. Por fin había parado de llover, y el débil sol primaveral iluminaba la escamosa capa de polvo de las ventanillas del autobús escolar, que avanzaba a sacudidas por las estrechas calles de Pagford. Andrew iba sentado en los asientos de atrás y no veía a Gaia, que estaba en la parte delantera del vehículo con Sukhvinder y las hermanas Fairbrother, que ya habían vuelto al colegio. Apenas había visto a Gaia en el instituto y lo esperaba una tarde desolada, con el único consuelo de unas fotos de Facebook que ya tenía muy vistas.
Al acercarse el autobús a Hope Street, a Andrew se le ocurrió que ni su padre ni su madre estaban en casa y que, por tanto, no advertirían su ausencia. Llevaba en el bolsillo los tres cigarrillos que le había dado Fats, y Gaia ya se había levantado, sujetándose a la barra del respaldo del asiento para hablar con Sukhvinder Jawanda mientras se preparaban para apearse.
¿Por qué no?
Así que se levantó también, se echó la mochila al hombro y, cuando el autobús se detuvo, recorrió con brío el pasillo detrás de las dos chicas.
—Nos vemos en casa —le dijo a su desconcertado hermano al pasar por su lado.
Bajó a la soleada acera y el autobús se alejó con gran estrépito. Encendió un cigarrillo y miró a Gaia y Sukhvinder por encima de las manos ahuecadas. Ellas no se dirigieron hacia la casa de Gaia en Hope Street, sino que fueron caminando despacio hacia la plaza. Fumando y frunciendo un poco el cejo, imitando inconscientemente a Fats, la persona menos cohibida que conocía, Andrew las siguió y se regaló la vista con el ondular de la melena cobriza de Gaia sobre sus omóplatos, y con el vaivén de su falda siguiendo el contoneo de sus caderas.
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