Francois Mauriac - El Desierto Del Amor
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– Por una vez resultará agradable caminar.
Entonces ella se atrevió a fijar los ojos en ese rostro: jamás lo había visto tan de cerca.
Dieron algunos pasos en silencio. Ella miraba a hurtadillas esas mejillas encendidas, esa carne demasiado joven: al afeitarse, Raymond la había hecho sangrar. Con gesto pueril, sostenía sobre su cintura una cartera usada, llena de libros; y al pensar súbitamente que era casi un niño, experimentó una emoción confusa, hecha de escrúpulo, vergüenza y placer. Sentíase como baldado por la timidez, paralizado como jamás lo había estado, cuando le parecía tarea de titanes franquear el umbral de una tienda; sintió estupefacción al comprobar que era más alto que ella; la paja color malva del sombrero le escondía casi todo el rostro, pero alcanzaba a ver el cuello desnudo, el hombro algo descubierto. Sintió terror al no encontrar una sola palabra para romper el silencio: temía estropear esos pocos minutos.
– Es cierto que usted no vive lejos…
– Sí: la iglesia de Talence está a diez minutos de los bulevares.
Raymond sacó del bolsillo un pañuelo manchado de tinta, enjugóse la frente: vio la tinta, y escondió el pañuelo.
– Pero tal vez su recorrido es más largo que el mío…
– ¡ Oh!, no: me bajo cerca de la iglesia. Y agregó rápido:
– Soy hijo del doctor Courréges.
– ¿Hijo del doctor? Dijo con calor:
– ¿Es conocido, no es cierto?
Raymond vio que había palidecido, al levantar la cabeza para mirarlo. Sin embargo, dijo:
– Decididamente: qué pequeño es el mundo…, sobre todo, no le hable de mí.
– Nunca converso con él, y por otra parte, no sé quién es usted.
– Más vale así.
Lo devoró, otra vez, con una larga mirada: ¡el hijo del doctor! Sin duda era un colegial muy ingenuo, muy piadoso. Huiría horrorizado cuando supiera su nombre. ¿Cómo había podido ignorarlo? El pequeño Bertrand Larousselle se había educado, hasta el año anterior, en el mismo colegio… el nombre de María Cross debía de ser famoso allí…
Insistió, menos por curiosidad que por temor al silencio.
– Sí, sí, dígame su nombre… Yo le dije el mío…
En el umbral de una frutería, la luz horizontal abrazaba las naranjas colocadas en cestas. Los jardines estaban como empapados por el polvo; un puente atravesaba el camino que, no hace mucho, emocionaba a Raymond, pues los trenes rodaban por allí hacia España. María Cross pensaba: "Si le digo mi nombre, no lo veré más…, pero, ¿no es mi deber alejarme?" Sufría y gozaba al mismo tiempo ante esa disyuntiva. Sufría, en verdad, pero experimentaba una oscura satisfacción al murmurar: "Resulta trágico…"
– Cuando usted sepa quién soy… (no pudo dejar de pensar en el mito de Psiquis, en Lohengrin ).
Estalló en una risa muy ruidosa, pero ya sin timidez dijo:
– De todos modos nos encontraríamos en el tranvía… ¿ Usted se habrá dado cuenta de que tomo expresamente el de las seis de la tarde?… ¿no? ¡Qué gracioso! Porque, sabe, algunas veces llego demasiado temprano y alcanzo a tomar el de las seis menos cuarto… pero intencionadamente lo dejo pasar por causa suya. Ayer mismo, me fui antes que lidiaran el cuarto toro para alcanzar a verla, y usted no estaba; parece que Fuentes estuvo prodigioso en el último toro. Ahora que nos hemos hablado, ¿qué puede importar su nombre? Antes, me reía de todo… pero desde que sé que usted me mira…
Ese lenguaje que María hubiera juzgado bajo y vulgar en otro, le parecía de una deliciosa frescura, y más tarde, cada vez que atravesaba el camino por ese punto, recordaba lo que habían desencadenado en ella esas miserables palabras del escolar: una ternura, una dicha…
– De todos modos tendrá que decirme su nombre… por lo demás, podría preguntárselo a papá. Es fácil; una señora que baja siempre frente a la iglesia de Talence.
– Se lo diré; pero tendrá que jurarme que nunca le hablará de mí al doctor.
Sospechaba ahora que su nombre no lo alejaría de ella; pero fingió sentirse aún amenazada. "Entreguémonos al destino" – decíase – porque en el fondo se sentía segura de ganar. Un poco antes de llegar a la iglesia, quiso que él se fuera solo "a causa de los proveedores que la reconocerían y chismorrearían".
– Sí, pero no sin saber… Dijo rápidamente, sin mirarlo:
– María Cross.
– ¿María Cross?
Con su sombrilla hizo algunos hoyos en la tierra y agregó rápidamente:
– Espere a conocerme…
La miraba deslumbrado:
– ¡ María Cross!
Esa era la mujer cuyo nombre había escuchado un día de verano, en las avenidas de Tourny, a la hora del regreso de las corridas… Pasaba en su calesa de dos caballos… alguien cerca de él, repetía: "¡Hay que ver estas mujeres!" Y de súbito recordó la época en que un tratamiento de ducha lo obligaba a salir del colegio antes de las cuatro de la tarde: en el camino dejaba atrás al joven Bertrand Larousselle lleno ya de orgullo, sus largas piernas calzadas con polainas de cuero color amarillo; a veces lo escoltaba un sirviente, a veces un sacerdote de guantes negros y cuello alto; el piadoso y puro Bertrand devoraba con sus ojos cuando pasaba junto a él "el sucio individuo", sin sospechar que ante los ojos del sucio individuo era él mismo un chico misterioso. La señora de Víctor Larousselle vivía todavía en esa época y en la ciudad, y en el colegio corrían rumores absurdos: Maria Cross, decían, quería casarse y exigía de su amante que despachara a todos los suyos; otros aseguraban que esperaban que la señora Larousselle muriera de cáncer para poder casarse por la Iglesia. Muchas veces, tras los vidrios de una berlina, había divisado, al lado de Bertrand, esa madre exangüe de la cual las señoras Courréges y Basque decían: "¡ Esta sí que ha sufrido!" ¡Cuánta dignidad dentro de su martirio! De ella se puede decir que ha hecho su purgatorio en vida…
A un hombre como ése yo le escupiría mi desprecio a la cara y lo dejaría plantado…" Un día, Bertrand Larousselle salió solo; escuchaba tras él silbar al sucio individuo, y apresuró el paso; pero Raymond se acercó a él, y no despegaba la vista del abrigo corto y de la gorra de un género inglés tan bonito. ¡ Cuan hermoso le parecía todo lo de ese muchacho! El pequeño Bertrand echóse a correr, y un cuaderno se deslizó de su cartera. Cuando se dio cuenta de ello, Raymond ya lo había recogido; el niño volvió sobre sus pasos, pálido de miedo y de cólera: "¡ Devuélvemelo!"; pero Raymond se burlaba, y leía, a media voz, sobre la tapa: "Mi diario."
– Debe ser muy interesante el diario del pequeño Larousselle…
– Devuélvemelo.
Raymond franqueó corriendo el umbral del Parc Bordelais, tomó una avenida desierta; tras él oía una pobre voz jadeante: "¡Devuélvemelo! Te acusaré." Pero el sucio individuo, al abrigo de un macizo, se mofaba del pequeño Larousselle, el cual sin aliento y tendido sobre la hierba lloraba con grandes sollozos.
– Toma: aquí tienes tu cuaderno… tu diario… ¡Idiota!
Levantó al niño, secó sus ojos, sacudió su abrigo inglés. ¡Qué inesperada dulzura en ese bruto! El pequeño Larousselle fue sensible a ella, y sonreía ya a Raymond cuando, de súbito, éste no pudo resistir a una grosera fantasía.
– Dime, ¿has visto alguna vez a Maria Cross? Bertrand, rojo, recogió su cartera, y se largó sin que Raymond pensara en seguirlo.
Y ahora Maria Cross… La devoraba con los ojos… La creía más grande, más misteriosa. Esa pequeña mujer, vestida de morado, era Maria Cross. Viendo la turbación de Raymond, balbuceaba:
– No crea… No vaya a creer…
Temblaba ante ese juez que le parecía angelical; no percibía en él el ángel de la impureza. No sabía que la primavera era muchas veces la estación del barro, y que este adolescente podía ser sólo una mancha. No tuvo fuerzas para soportar el desprecio que ella imaginaba en el muchacho; y con un adiós dicho casi en voz baja, emprendía ya la fuga, pero él la alcanzó:
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