Miguel de Unamuno - Niebla

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Miguel de Unamuno escribió Niebla, en 1907, y desde su primera publicación en 1914 no ha dejado de reeditarse y se ha traducido a multitud de idiomas, lo que prueba su interés y vigencia, pero ¿qué es Niebla? Su autor la calificó de `novela malhumorada`, de `nivola`, de `rechifla amarga`. La realidad supuesta de «Niebla» es la de un caso patológico en busca de su ser a través del diálogo, pero el autor ha organizado esta anécdota en un juego de espejos, un laberinto de apariencias y simulacros donde al final lo único real es el propio acto de lectura que estamos realizando, en el que Unamuno da a sus lectores importancia de re-creadores, de eslabón final de la cadena narrativa.

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Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.

Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. Lo primero que hizo esta al ver a aquel fue sacar la mano del bolsillo del delantal.

– Buenas tardes, Margarita.

– Buenas tardes, señorito.

– Augusto, buena mujer, Augusto.

– Don Augusto -añadió ella.

– No a todos los nombres les cae el don -observó él-. Así como de Juan a don Juan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero… sea! ¿Salió la señorita Eugenia?

– Sí, hace un momento.

– ¿En qué dirección?

– Por ahí.

Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvió. Se le había olvidado la carta.

– ¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias blancas manos de la señorita Eugenia?

– Con mucho gusto.

– Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus manos tan marfileñas como las teclas del piano a que acarician.

– Sí, ya, lo sé de otras veces.

– ¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces?

– Pero ¿es que cree el caballero que es esta la primera carta de este género…?

– ¿De este género? Pero ¿usted sabe el género de mi carta?

– Desde luego. Como las otras.

– ¿Como las otras? ¿Como qué otras?

– ¡Pues pocos pretendientes que ha tenido la señorita…!

– Ah, ¿pero ahora está vacante?

– ¿Ahora? No, no, señor, tiene algo así como un novio… aunque creo que no es sino aspirante a novio… Acaso le tenga en prueba… puede ser que sea interino…

– ¿Y cómo no me lo dijo?

– Como usted no me lo preguntó…

– Es cierto. Sin embargo, entréguele esta carta y en propias manos, ¿entiende? ¡Lucharemos! ¡Y vaya otro duro!

– Gracias, señor, gracias.

Con trabajo se separó de allí Augusto, pues la conversación nebulosa, cotidiana, de Margarita la portera empezaba a agradarle. ¿No era acaso un modo de matar el tiempo?

«¡Lucharemos! -iba diciéndose Augusto calle abajo-, ¡sí, lucharemos! ¿Conque tiene otro novio, otro aspirante a novio…? ¡Lucharemos! Militia est vita hominis super terram. Ya tiene mi vida una finalidad; ya tengo una conquista que llevar a cabo. ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo menos, mi Eugenia, esta que me he forjado sobre la visión fugitiva de aquellos ojos, de aquella yunta de estrellas en mi nebulosa, esta Eugenia sí que ha de ser mía, sea la otra, la de la portera, de quien fuere! ¡Lucharemos! Lucharemos y venceré. Tengo el secreto de la victoria. ¡Ah, Eugenia, mi Eugenia!»

Y se encontró a la puerta del Casino, donde ya Víctor le esperaba para echar la cotidiana partida de ajedrez.

III

– Hoy te retrasaste un poco, chico -dijo Víctor a Augusto-, ¡tú, tan puntual siempre!

– Qué quieres… quehaceres…

– ¿Quehaceres, tú?

– Pero ¿es que crees que solo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras.

– O yo más simple de lo que tú crees…

– Todo pudiera ser.

– ¡Bien, sal!

Augusto avanzó dos casillas el peon del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de opera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»

– Pero, hombre -le interrumpió Víctor-, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada!

– En eso quedamos, sí.

– Pues si haces eso te como gratis ese alfil.

– Es verdad, es verdad; me había distraído.

– Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada.

– ¡Vamos, sí, lo irreparable!

– Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.

«¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? -se decía Augusto-. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!»

– ¡Jaque! -volvió a interrumpirle Víctor.

– Es verdad, es verdad… veamos… Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto?

– Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores.

– Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?

– Es que el juego no es sino distracción.

– Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?

– Hombre, de jugar, jugar bien.

– ¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos?

– Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.

– Bueno, pues voy a darte una gran noticia.

– ¡Venga!

– Pero, asómbrate, chico.

– Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.

– Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?

– Que cada vez estás más distraído.

– Pues me pasa que me he enamorado.

– Bah, eso ya lo sabía yo.

– ¿Cómo que lo sabías…?

– Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato.

– Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.

– No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.

– Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?

– Eso no lo sabes tú más que yo.

Pues, calla, mira, acaso tengas razón…

– ¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?

– Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, pelicastaña.

– ¿Es alta o baja?

– Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi Eugenia!

– ¿Eugenia?

– Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la Ala meda, 58.

– ¿La profesora de piano?

– La misma. Pero…

– Sí, la conozco. Y ahora… ¡jaque otra vez!

– Pero…

– ¡Jaque he dicho!

– Bueno…

Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.

Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:

– Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.

«¡Pero esos diminutivos -pensó Augusto-, esos terribles diminutivos!» Y salió a la calle.

IV

«¿Por qué el diminutivo es señal de cariño? -iba diciéndose Augusto camino de su casa-. ¿Es acaso que el amor achica la cosa amada? ¡Enamorado yo! ¡Yo enamorado! ¡Quién había de decirlo…! Pero ¿tendrá razón Víctor? ¿Seré un enamorado ab initio? Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es este amor el que lo ha suscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la creación. Pero si yo adelanto aquella torre no me da el mate, no me lo da. ¿Y qué es amor? ¿Quién definió el amor? Amor definido deja de serlo… Pero, Dios mío, ¿por qué permitirá el alcalde que empleen para los rótulos de los comercios tipos de letra tan feos como ese? Aquel alfil estuvo mal jugado. ¿Y cómo me he enamorado si en rigor no puedo decir que la conozco? Bah, el conocimiento vendrá después. El amor precede al conocimiento, y este mata a aquel. Nihil volitum quin praecognitum, me enseñó el padre Zaramillo, pero yo he llegado a la conclusión contraria y es que nihil cognitum quin praevolitum. Conocer es perdonar, dicen. No, perdonar es conocer. Primero el amor, el conocimiento después. Pero ¿cómo no vi que me daba mate al descubierto? Y para amar algo, ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! El vislumbre; he aquí la intuición amorosa, el vislumbre en la niebla. Luego viene el precisarse, la visión perfecta, el resolverse la niebla en gotas de agua o en granizo, o en nieve, o en piedra. La ciencia es una pedrea. ¡No, no, niebla, niebla! ¡Quién fuera águila para pasearse por los senos de las nubes! Y ver al sol a través de ellas, como lumbre nebulosa también.

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