Alejo Carpentier - Ecue-Yamba-O
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«En ¡Écue-Yamba-O! los personajes tienen los mismos nombres que yo les conocí».
«…en mi primera novela, ¡Écue-Yamba-O! (1933)… quise escribir una novela sobre los negros de Cuba, presentar una nueva visión de un sector de la población cubana».
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Menegildo atravesó varias callejuelas animadas… Se sentía extraño entre tantos negros de otras costumbres y otros idiomas. ¡Los jamaiquinos eran unos “presumíos” y unos animales! ¡Los haitianos eran unos animales y unos salvajes! ¡Los hijos de Tranquilino Moya estaban sin trabajo desde que los braceros de Haití aceptaban jornales increíblemente bajos! Por esa misma razón, más de un niño moría tísico, a dos pasos del ingenio gigantesco. ¿De qué había servido la Guerra de Independencia, que tanto mentaban los oradores políticos, si continuamente era uno desalojado por estos hijos de la gran perra…? Una sonrisa de simpatía se dibujaba espontáneamente en el rostro de Menegildo cuando divisaba algún guajiro cubano, vestido de dril blanco, surcando la multitud en su caballito huesudo y nervioso. ¡Ese, por lo menos, hablaba como los cristianos!
Un ruido singular se produjo al fondo de una plazoleta, no lejos del parque, frente a una barraca de tablas ocupada por la modesta iglesia presbiteriana. Los transeúntes se habían agrupado para ver a una jamaiquina, que entonaba himnos religiosos, acompañada por dos negrazos que exhibían las gorras de la Salvation Army. Una caja pintada de rojo y un cornetín desafinado escoltaban el canto:
Dejad que os salvemos,
Como salvó Jesús a la pecadora.
Cantad con nosotros
El himno de los arrepentidos…
Era una inesperada versión de la escena a que se asiste, cada domingo, en las calles más sucias y neblinosas de las ciudades sajonas. La hermana invitaba los presentes a penetrar en el templo, con esos ademanes prometedores que hacen pensar en los gestos prodigados a la entrada de los burdeles… La letanía se hacía quejosa, o bien autoritaria y llena de amenazas. El Señor misericordioso sabía encolerizarse. Quien no montara en su ferrocarril bendito, corría el peligro de no conocer el Paraíso… Los perros del vecindario ladraron desesperadamente, y los graciosos soltaron trompetillas. Una vaca, en trance de parto, lanzó mugidos terroríficos detrás del santuario. Los cantantes, impasibles, se prosternaron, viendo tal vez al Todopoderoso y su gospeltrain bienaventurado a través de las nubes de humo bermejo que salían de las torres del ingenio. Y el cántico estalló nuevamente en los gaznates de papel de lija. Una mandíbula de lechón a medio roer produjo una ruidosa estrella de grasa en el tambor del trío espiritual.
Y toda la oleada de espectadores rodó bruscamente hacia una calleja cercana. El organillo eléctrico del Silco tocaba la obertura de Poeta y aldeano, bajo una parada de fenómenos retratados en cartelones multicolores.
– ¡Entren a ver al indio comecandela! ¡La mujel má fuelte del mundo! ¡El hombre ejqueleto…! ¡Hoy e el último día…!
Ante este imperativo de fechas, el ferrocarril del Señor tuvo que partir con cuatro jamaiquinas sudorosas por todo pasaje.
15 Fiesta (b)
En casa del administrador del Central, la fiesta de San Silvestre reunía a toda la élite azucarera de la comarca. La vieja vivienda colonial, con sus anchos soportales y sus pilares de cedro pintados de azul claro, estaba iluminada por cien faroles de papel. En la “ssala”, generosamente guarnecida de muebles de mimbre, bailaban varias parejas al ritmo de un disco de Jack Hylton. Las muchachas, rientes, esbeltas, de caderas firmes, se entregaban a la danza con paso gimnástico, mientras las madres, dotadas de los atributos de gordura caros al viejo ideal de belleza criollo, aguardaban en corro la hora de la cena. Como de costumbre, mucha gente había venido de las capitales para pasar las Pascuas y la semana de Año Nuevo en el ingenio, siguiendo una tradición originada en tiempo de bozales y caleseros negros.
En el hotel yanqui -bungalow con aparatos de radio y muchas ruedas rotarias-, los químicos y altos empleados se agitaban a los compases de un jazz traído de la capital cercana. En el bar se alternaban todos los postulados del buen sentido alcohólico. La caoba, húmeda de Bacardí, olía a selva virgen. Las coktaileras automáticas giraban sin tregua, bajo las miradas propiciadoras de un caballito de marmolina blanca regalado por una casa importadora de whisky. En un cartel de hojalata, un guapo mozo de tipo estandarizado blandía un paquete de cigarrillos: It’s toasted…! En una pérgola, algunas girls con cabellos de estopa se hacían palpar discretamente por sus compañeros. Con las faldas a media pierna y todo un falso pudor anglosajón disuelto en unos cuantos high-ball de Johnny Walker, celebraban intrépidamente el advenimiento de un nuevo año de desgracia azucarera.
Menegildo abría los ojos ante las piernas rosadas de las hembras del Norte. También admiraba las campanas de papel rojo que se mecían en el techo del bar.
– ¡Qué gente, caballero…!
De pronto el ingenio se estremeció. Escupió vapor, vomitó agua hirviente y todas sus sirenas -carillón de cataclismo- se desgañitaron en coro. Las locomotoras, que arrastraban colas de vagones cargados de caña, atravesaban el batey volteando campanas, abriendo válvulas y chirriando por todas las piezas. El silbido de la “cucaracha” cundió también en el tumulto. Entonces la multitud pareció amotinarse. Se golpearon cazuelas, se hicieron rodar cubos. Se gritaba, se chiflaba con todos los dedos metidos en la boca. Un chico huyó por una calle, haciendo saltar una lata llena de guijarros. En el hotel americano se oyeron coros de borrachos evangélicos. Y el relevo de media noche se hizo en medio del desorden más completo… Vestidos de over-all, chorreando sebo, varios negros salieron corriendo del ingenio y fueron directamente al bar más cercano clamando por un trago. Algunos yanquis, con la corbata en la mano, abandonaron el hotel sudando alcohol… Un violento rumor de voces partía de la casa de calderas. A causa de la fiesta, el personal de relevo no estaba completo. Quiso impedirse la salida a los jamaiquinos. Estos amenazaron con emborracharse en las mismas plataformas del Central.
Atontado por la baraúnda, cegado por las luces, Menegildo entró en la bodega de Canuto. Aquí también se bebía, junto a una “vidriera” que encerraba cajetillas de Competidora Gaditana, ruedas de Romeo y Julieta, boniatillos, alegrías de coco, jabones de olor, carretes de hilo y moscas ahogadas en almíbar… Varios cantadores guajiros improvisaban décimas, sentados en los troncos de quiebrahacha colocados en el portal a modo de bancos. Los caballos asomaban sus cabezotas en las puertas, atraídos por el resplandor de quinqués de carburo en forma de macetas… Las flores poéticas nacían sobre monótono balanceo de salmodias quejosas. Las coplas hablaban de trigueñas adoradas a la orilla del mar, del zapateado cubano y de gallos malayos, de cafetales y camisas de listado; todo iluminado con tintes ingenuos, como las litografías de cajas de puros. Mientras tanto, un escuadrón de judíos polacos se infiltraba entre los borrachos, vendiendo corbatas pasadas y hebillas de cinturón con las insignias de yacht-clubs imaginarios.
¡Ese caballo fue mío,
Valiente caminador!
Era de un gobernador
De la provincia del Río.
Menegildo pidió una gastosa por encima de diez cabezas. Se hizo magullar y vio cómo Pata Gamba, uno de los guapos del caserío, apuraba su refresco sin hacerle el menor caso. Intimidado, triste, solo, emprendió nuevamente el camino para alejarse del ingenio.
A la salida del pueblo varios faroles de vía avanzaban a paso de carga.
– ¡Viva Españaaaaaa…!
Menegildo vio surgir de la sombra a los siete únicos gallegos que habían quedado en el Central, anulados por la miseria, después del éxodo de emigrantes blancos de los años anteriores. Ahora estaban unidos en un gran concertante de gaitas y chillidos. Blandían botellas vacías y pomos de aceitunas que, pagados en vales a la bodega del ingenio, debían haberles costado varias semanas de durísimo trabajo… ¿Pero quién pensaba ya en el mañana…? ¡Era tan sabido que, al fin y al cabo, sólo los yanquis, amos del Central, lograban beneficiarse con las magras ganancias de aquellas zafras ruinosas…!
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