Estaba acordado con Franquie que yo pasaría los controles de inmigraciónmientras él terminaba de arreglar las cuentas de Hertz, de modo que pudiera escapar y dar la voz de alarma a la Corte Suprema de Justicia si me arrestaban a la salida. Pero a última hora resolví esperarlo en la sala casi desierta frente a la entrada de inmigración. Demoraba más de lo normal, y a medida que el tiempo pasaba me volvía más notorio con mi maletín de ejecutivo y dos de viaje, además de las bolsas de regalos. A través de los altavoces, una voz de mujer que me pareció más nerviosa que yo, hizo la última llamada a los pasajeros del vuelo para Montevideo. Presa del pánico, le di a un cargador el maletín de Franquie y un billete grande, y le dije:
– Lleve este maletín al mostrador de Hertz, y dígale al señor que está pagando que yo me fui en el avión, o que venga enseguida.
– Asómese usted mismo -me dijo él-, será más fácil.
Entonces me dirigí a una de las auxiliares de la compañía aérea que controlaba la entrada de los pasajeros.
– Por favor -le dije-, espéreme dos minutos mientras busco a mi amigo que está pagando el carro.
– Quedan sólo quince minutos -dijo ella.
Corrí hasta el mostrador sin preocuparme de mis modales. Pues la angustia me había hecho perder la parsimoniosa compostura de mi otro yo, y había vuelto a ser el cineasta impulsivo que fui siempre. Muchas horas de estudio, de previsiones milimétricas, de ensayos minuciosos, se habían ido al diablo en dos minutos. Encontré a Franquie muy calmado, discutiendo con el dependiente de Hertz un problema de cambio de moneda.
Dos colados en busca de autor
– ¡Qué carajo! -le dije- Págale lo que sea, y te espero en el avión. Nos quedan cinco minutos.
Hice un esfuerzo supremo por calmarme, y me enfrenté al control de inmigración. El agente revisó el pasaporte y me miró fijo a los ojos. Yo lo miré igual, luego miró la foto y me volvió a mirar, y yo le sostuve la mirada.
– ¿A Montevideo? -me preguntó
– A la comidita de mamá -dije.
Miró el reloj electrónico en el muro, y dijo: “Montevideo ya salió”. Le insistí que no, y él lo confirmó con la empleada de Lan-Chile que nos estaba esperando para cerrar el vuelo. Faltaban dos minutos.
El controlador selló el pasaporte, y me lo devolvió sonriendo.
– Buen viaje.
No acababa de pasar el control, cuando me llamaron por el altavoz, con mi nombre falso a todo volumen. Pensé que era el fin, y alcancé a imaginarlo como algo que hasta entonces sólo les podía suceder a otros, pero que ahora me había sucedido a mí sin remedio. Lo pensé inclusive con una rara sensación de alivio. Sin embargo, el que me llamaba era Franquie, porque me había llevado su tarjeta de embarque entre mis papeles. Tuve que correr otra vez a la salida, pedirle permiso al oficial que me había sellado el pasaporte, y volver a pasar los controles arrastrando a Franquie.
Fuimos los últimos en subir al avión, y lo hicimos con tanta prisa que no fui consciente de estar repitiendo uno por uno los mismos pasos que había dado doce años antes, cuando tuve que abordar el avión para México.
Ocupamos los últimos lugares, que eran los únicos disponibles. Entonces padecí la emoción más contradictoria de todo el viaje. Sentí una gran tristeza, sentí rabia, sentí otra vez el dolor intolerable del destierro, pero sentí también el alivio inmenso de que todos los que participaron en mi aventura estuvieran sanos y salvos. Un anuncio inesperado por los altavoces del avión me puso de nuevo en la realidad:
– Por favor, todos los pasajeros deben tener sus boletos en la mano. Hay una revisión.
Dos funcionarios de civil, que lo mismo podían ser de la empresa que del gobierno, estaban ya dentro del avión. He volado mucho, y sé que no es raro que pidan la contraseña de la tarjeta de embarque a última hora para alguna comprobación a bordo. Pero era la primera vez que pedían el boleto. Esto permitía pensar cualquier cosa. Angustiado, busqué un refugio en los maravillosos ojos verdes de la azafata que repartía los caramelos.
– Esto es absolutamente insólito, señorita -le dije.
– Ay, señor, qué quiere que le diga -me dijo ella-. Es algo que no está en nuestras manos.
Bromeando como lo hacía siempre en los momentos de apuro, Franquie le preguntó si pernoctaba en Montevideo, y ella le dijo en el mismo tono que se lo preguntara a su marido, el copiloto. Yo, por mi parte, no podía soportar ni un minuto más la ignominia de vivir escondido dentro de otro. Sentí el impulso de levantarme, y recibir a gritos a los revisores: “Váyanse todos al carajo, yo soy Miguel Littín, director de cine, hijo de Cristina y Hernán, y ni ustedes ni nadie tiene derecho a impedirme que viva en mi país con mi propio nombre y mi propia cara”. Pero a la hora de la verdad me limité a mostrar el boleto con la mayor solemnidad de que fui capaz, agazapado dentro de la coraza protectora de mi otro yo. El controlador lo miró apenas, y me lo devolvió sin mirarme.
Cinco minutos después, volando sobre la nieve rosada de los Andes al atardecer, tomé conciencia de que las seis semanas que dejaba detrás no eran las más heroicas de mi vida, como lo pretendía al llegar, sino algo más importante: las más dignas. Miré el reloj: eran las cinco y diez. A esa hora, Pinochet, había salido del despacho con su corte de áulicos, había recorrido a pasos lentos la larga galería desierta, y había descendido al primer piso por la suntuosa escalera alfombrada, arrastrando los treinta y dos mil doscientos metros de rabo de burro que le habíamos colgado. Pensé en Elena con una inmensa gratitud. La azafata de los ojos de esmeraldas nos sirvió un cóctel de bienvenida y nos informó sin que lo preguntáramos:
– Pensaban que se había colado un pasajero en el avión.
Franquie y yo levantamos la copa en su honor. -Se colaron dos -dije-. ¡Salud!
Fin