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Lu Xun: La verídica historia de A Q

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Lu Xun La verídica historia de A Q

La verídica historia de A Q: краткое содержание, описание и аннотация

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La verdadera historia de A Q narra las andanzas, aventuras y desventuras de un pícaro sin recursos en la China de comienzos del siglo XX, hasta que es ejecutado por un crimen que ni siquiera ha cometido. Así descrito podría pensarse que el argumento de la obra es banal y desprovisto de fuerza… y se estaría en lo cierto. De eso se trata precisamente. La ambigüedad, la falta de concreción, que rodea como una neblina espesa toda la obra, permite al autor un mayor margen de movimiento. Quizá esto sea precisamente lo más moderno de la narración: su capacidad de hablar al lector presente. Su vigencia tras el paso del tiempo. Eso es lo que distingue a los grandes clásicos. Lu Xun ya lo es.

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La joven nuera conducía a Ama Wu fuera el recinto de los sirvientes y le decía:

– Ven fuera… No te quedes ahí encerrada, pensando en eso…

– Todos saben que eres una buena mujer -dijo la Séptima Cuñada Zou-, no debes pensar en suicidarte.

Ama Wu sólo atinaba a reiterar sus lamentos, sin que fuera posible entender por completo lo que decía.

– ¡Je! esto está interesante -pensó A Q-. ¿Qué estará tramando la viudita?

Con el deseo de informarse, se dirigió a Chao Si-chen, pero de pronto vio al hijo del señor Chao que venía hacia él con el maldito palo de bambú en la mano. A la vista del palo recordó súbitamente que había sido golpeado con él y vio que, según todas las apariencias, su persona estaba relacionada con la excitación reinante. Dio media vuelta y echó a correr, con la esperanza de escapar hacia el patio, pero sin prever que el gran garrote de bambú podía cortarle la retirada; por lo tanto, volvió a girar y corrió en dirección opuesta, escapando sin mayores consecuencias por la puerta trasera. Y en muy corto tiempo estuvo de regreso en el Templo de los Dioses Tutelares.

Tras permanecer un rato sentado, su piel comenzó a ponerse como la de las gallinas y sintió frío, porque aunque era primavera, las noches estaban todavía bastante frescas y no eran apropiadas para espaldas desnudas. Entonces recordó que había dejado su chaqueta en casa de la familia Chao, pero temía que, si regresaba a buscarla, le hicieran probar otra dosis del gran palo de bambú del bachiller.

Entonces entró el alcalde.

– ¡A Q, hijo de perra! -dijo. Así es que llegas a injuriar hasta a la sirvienta de la familia Chao. Tú eres simplemente un rebelde. Me has echado a perder el descanso de esta noche. ¡Hijo de perra!…

Luego le cayó un torrente de lecciones y naturalmente A Q nada tuvo que decir. Finalmente, pues ya era tarde, A Q tuvo que doblar el soborno y dar al alcalde cuatrocientas sapecas; pero como en aquel momento no tenía dinero contante, dio su sombrero de fieltro como garantía y suscribió los siguientes cinco puntos:

1. A la mañana siguiente debía llevar un par de velas de color rojo, de una libra, y un atado de varillas de incienso a la familia Chao, para pedir perdón por su falta.

2. A Q debía pagar a los monjes taoístas que la familia Chao había llamado para exorcizar a los espíritus infernales ahorcados.

3. A Q no debía jamás volver a poner los pies en el umbral de la casa de Chao.

4. Si cualquier desgracia le ocurría a Ama Wu en el futuro, A Q sería considerado responsable.

5. A Q no debía ir a reclamar ni su salario ni su chaqueta.

Desde luego, A Q se mostró de acuerdo en todo, sólo que desgraciadamente no tenía dinero en ese momento. Por fortuna, ya había llegado la primavera, de manera que bien podía pasárselas sin la manta guateada; de modo que la empeñó por dos mil sapecas para ajustarse a las estipulaciones del convenio. Después de arrodillarse y tocar el suelo con la frente, desnudo el busto, aún le quedaban algunas sapecas y, en lugar de ir a recuperar su sombrero de manos del alcalde, las gastó todas en vino.

Pero la familia Chao no quemó incienso ni encendió las velas, porque todo ello podía usarse cuando la señora rindiera adoración a Buda; de modo que los apartaron con ese propósito. La chaqueta fue casi enteramente convertida en pañales para el bebé que tuvo la joven nuera en agosto, en tanto los jirones restantes los empleaba Ama Wu como suela para sus zapatos.

V. El problema de la subsistencia

Una vez A Q hubo terminado aquella ceremonia, regresó como siempre al Templo de los Dioses Tutelares. El sol se había ocultado y A Q fue cayendo en pensar que algo raro ocurría en el mundo. Reflexionó meticulosamente y llegó a la conclusión de que probablemente ello fuese así porque tenía la espalda desnuda. Recordó que tenía aún la vieja chaqueta forrada, se la puso y se acostó, y cuando abrió los ojos el sol brillaba de nuevo en lo alto de la muralla occidental. Se incorporó murmurando: -Hijo de perra…

Se levantó y fue a vagar por las calles como de costumbre y de nuevo le vino el pensamiento de que algo raro ocurría en el mundo, aunque algo diferente del frío que le hería el pellejo, ya que iba con la espalda desnuda. Al parecer, desde aquel día todas las mujeres de Weichuang se avergonzaban ante él, al punto que, cuando veían a A Q, todas se refugiaban dentro de las casas. Y hasta la propia Séptima Cuñada Zou, que tenía casi cincuenta años, se retiraba precipitadamente con las demás, llamando a su hija de once años. Esto le pareció sumamente extraño a A Q y pensó: «Estas criaturas se han puesto tímidas como señoritas. ¡Putas!»

Varios días después, sin embargo, volvió a sentir, aún con mayor fuerza, que el mundo funcionaba de un modo raro. En primer lugar, le negaron el crédito en la taberna; en segundo lugar, el viejo encargado del Templo de los Dioses Tutelares hizo algunas observaciones impertinentes como para significar que A Q debía irse; en tercer lugar, aunque no podía recordar el número exacto de días, transcurrieron muchos sin que nadie viniera a contratarlo para trabajo alguno. Sin el crédito de la taberna podía pasarse; si el viejo seguía urgiéndole a que se marchara, podía hacer caso omiso de su verbosidad; pero como nadie vino a darle trabajo, tuvo que pasar hambre. Y esto sí que era una situación de «hijo de perra».

Cuando A Q no pudo aguantar más, se fue a casa de sus antiguos patrones para averiguar qué pasaba -sólo le estaba prohibido cruzar el umbral de la casa del señor Chao-, pero se encontró con algo muy extraño: sólo apareció un hombre de pésimo humor que agitaba el puño como tratando de alejar a un mendigo, diciendo:

– ¡No hay nada, nada! ¡Vete!

Aquello le resultaba a A Q cada vez más raro. Pensó: «Esta gente nunca pudo arreglárselas sin ayuda y no puede ser que ahora, de repente, no haya nada que hacer. Debe de haber gato encerrado en alguna parte». Pero después de cuidadosas averiguaciones descubrió que los trabajos ocasionales se los daban a Pequeño Don. Este pequeño D era un mozo pobre, flaco y débil, aún inferior a Bigotes Wang ante los ojos de A Q. ¿Quién iba a pensar, pues, que aquel tipo miserable podía robarle sus medios de subsistencia? De modo que la indignación de A Q fue aún mayor que en ocasiones ordinarias y, mientras caminaba echando chispas, alzó de repente el brazo y comenzó a cantar un verso de ópera popular: -Te aplastaré con mi maza de acero…

Días más tarde se encontró con el propio Pequeño D ante el muro frente a la casa del señor Chian. «Cuando dos enemigos se encuentran, sus ojos arrojan fuego.» A Q se fue derecho hacia él y Pequeño D permaneció inmóvil.

– ¡Maldita bestia! -dijo A Q, fulminándolo con la mirada y echando espuma por la boca.

– Soy un animal; ¿basta con eso?… -respondió Pequeño D.

Esta modestia enfureció a A Q más que nada, pero como no tenía una maza de acero en sus manos, todo lo que hizo fue echarse encima del Pequeño D y estirar el brazo para cogerle la coleta. Pequeño D trataba de proteger su trenza con una mano y de coger con la otra la coleta de A Q, por lo cual A Q también empleaba una mano para proteger su propia trenza. En el pasado, A Q jamás había considerado a Pequeño D digno de ser tomado en serio, pero como últimamente había pasado hambre, estaba tan flaco y débil como su enemigo, de modo que parecían dos antagonistas absolutamente equilibrados. Cuatro manos agarraban dos cabezas; ambos luchadores, doblados por la cintura, arrojaron una sombra azul en forma de arco iris sobre la blanca muralla de la familia Chian durante cerca de media hora.

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