Aquella noche, cuando entré, pasé de largo frente a dos mesas atestadas de jugadores hasta llegar a una tercera. Preparaba ya unas piezas de oro cuando escuché, en medio de esa pausa tan tensa en que parece vibrar el silencio, esa pausa que se produce cada vez que la bola, mortalmente fatigada, vacila entre los números, escuché, digo, frente a mí, un extraño ruido, cual el crujido de unas articulaciones que se rompen. Quedé estupefacta. En aquel instante vi dos manos (hasta me sobresalté), la derecha y la izquierda, como jamás había visto; dos manos convulsas que, cual animales furiosos, se acometían una a otra, dándose zarpazos y luchando entre sí de manera tal que crujían las articulaciones de los dedos con el ruido seco de una nuez cascada. Eran aquéllas unas manos dé singular belleza, extraordinariamente alargadas y estrechas, aunque, al mismo tiempo, provistas de una sólida musculatura; muy blancas, con las uñas pálidas y las puntas de los dedos finamente redondeadas. Yo las hubiera contemplado toda la noche. Me sentía maravillada de aquellas manos extraordinarias y únicas. Pero lo que en particular me impresionó fue el frenesí, la expresión locamente apasionada y la manera de luchar una con otra. Adiviné al punto que estaba ante un hombre abrumado, el cual contenía todo su sufrimiento con la punta de los dedos para no dejarse aniquilar por él. Y en aquel instante, en aquel instante preciso en que la bolita fue a caer con un ruido seco en la casilla y el "croupier" cantaba el número, en aquel segundo, las dos manos se separaron, cayendo desplomadas, como dos bestias alcanzadas por un mismo tiro. Se abatieron realmente desfallecidas, inertes, con plástica expresión de extenuación y de desengaño, cual heridas por el rayo, como una existencia que se apagara, y en forma tal que no encuentro palabras para expresarlo. J amás había visto y nunca más veré manos tan elocuentes, en las que cada músculo semejaba estar dotado de palabras y en las que el sufrimiento se exhalaba de cada poro.
Durante unos instantes permanecieron ambas sobre la mesa, como aplastadas y muertas, igual que dos medusas arrojadas al borde de la ribera. Después la derecha empezó a levantarse penosamente sobre la punta de los dedos; temblaba, retrocedía, describía un movimiento de rotación en torno de sí misma, vacilaba y se retorcía; por último, cogió nerviosa una fi-cha que, indecisa, hizo rodar, como si fuera una ruedecita, entre el índice y el pulgar. De súbito, arqueándose en un gesto felino, de pantera, lanzó., mejor dicho, escupió la ficha de cien francos en el centro de la casilla negra. Luego, como obedeciendo a una señal, la excitación apoderóse también de la inactiva mano izquierda, que hasta entonces permaneciera adormecida; ésta se levantó, se desesperó, se arrastró lentamente hacia la otra mano que yacía trémula y fatigada aún de la jugada que acababa de arriesgar; y ambas permanecieron juntas y horrorizadas, en tanto daban sobre la mesa suaves golpecitos con los nudillos, cual dientes que la fiebre hiciera castañetear… ¡No, nunca jamás había visto yo manos que hablaran con tan viva expresión y estuviesen poseídas de una excitación, de una tensión tan espasmódica! Todo lo demás de aquel enorme local: el murmullo de las salas, los gritos de los "croupiers", el ir y venir de unos y otros, e inclusive aquella bolita que ahora, arrojada de su escondrijo, saltaba como una endemoniada dentro de la jaula redonda y bruñida como un parquet…
toda aquella multitud vertiginosa llena de impresiones relampagueantes y fugaces que influían crudamente sobre los nervios. me parecieron muertas y petrificadas comparadas con aquellas dos manos trémulas, jadeantes, impacientes, anhelantes y heladas, al lado de aquellas dos soberbias manos frente a las cuales me sentía como hipnotizada.
Al fin no pude más: necesitaba ver el rostro de la persona a quien pertenecían las manos aquellas y, angustiosamente, porque sentía miedo de ellas, mi mirada lentamente ascendió desde la manga hacia los estrechos hombros. Y otra vez me estremecí, pues aquel rostro se expresaba con el mismo lenguaje desenfrenado y fantásticamente sobreexcitado que las manos, reflejaba igual cólera horrorizada en su expresión y la misma delicada y casi femenina belleza. Jamás había visto un rostro semejante tan fuera de sí mismo, y ofreciéndome la oportunidad de contemplarlo a mi antojo, cual una máscara, cual una estatua que estuviera desprovista de ojos. Porque aquellas pupilas de poseso no se movían un solo instante ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Inmóviles, negras, bajo los párpados abiertos, eran como inanimadas bolas de vidrio en las cuales se reflejaba el brillo de aquella otra, de color caoba, que, enloquecida, rodaba y saltaba entre las casillas de la ruleta. Una vez más, lo repito, nunca había visto un rostro tan interesante y de tal modo fascinador. Pertenecía a un joven de unos veinticuatro años; delgado, fino, bastante alto y, por consiguiente, muy expresivo. Exactamente como las manos, aquel rostro ofrecía un aspecto no tan viril, sino más bien el de un muchacho apasionado… Todo esto no lo observé sino más tarde, pues en aquel momento su rostro se esfumaba por completo bajo una expresión descompuesta por la avidez y la locura. La boca estrecha; anhelosa, entreabierta, dejaba medio al descubierto la dentadura: a la distancia de diez pasos podía vérsele rechinar febrilmente, mientras los labios permanecían entreabiertos e inmóviles. Un rubio y húmedo mechón pegábasele sobre la frente, colgando cual si fuera a caerse, y las aletas de su nariz vibraban con temblor ininterrumpido, como en un movimiento invisible de pequeñas ondas bajo la piel. Y la cabeza toda, echada hacia adelante, inclinábase más y más, sin darse cuenta, en igual dirección, cual si fuera a dar contra el remolino de la bolita y a hacerse añicos. Entonces me expliqué la rígida presión de las manos: únicamente por obra de aquella presión podía mantenerse en pie, en perfecto equilibrio, aquel cuerpo próximo a desplomarse.
Nunca, repito, nunca había visto un rostro en el cual se reflejase en forma tan abierta y tan impúdica, la pasión y el instinto. Yo permanecía inmóvil, atraída por la alocada expresión tan intensamente como él podía estarlo por los movimientos y los saltos de la bolita. A partir de ese instarte no vi nada más en el salón. Todo me pareció vago, sordo, borroso, oscuro, comparado con el fuego que brotaba de aquel rostro. Habiéndome olvidado de la gente que me rodeaba, observé durante una hora únicamente a aquel hombre así como cada uno de sus menores gestos. En determinado momento, el "croupier" hizo avanzar veinte piezas de oro hacia aquellas anhelosas garras. Sus ojos despidieron vivo resplandor, el crispado ovillo de sus manos se deshizo como bajo una explosión, y los dedos, trémulos, se separaron saltando. En lo que duró aquel segundo, el rostro pareció al punto iluminado y rejuvenecido, las arrugas desaparecieron, los ojos comenzaron a brillar, el cuerpo, rígidamente inclinado, se irguió, ágil, esbelto… Por primera vez se sentó blandamente, al igual del jinete en la silla, movido por la alegría del triunfo; los dedos, pueriles y vanidosos, jugaron con las redondas monedas, haciéndolas bailar y tintinear unas contra otras. Luego, inquieto otra vez, volvió la cabeza y recorrió con la mirada todo el tapete verde, así como el hocico olfateador del sabueso en busca de una pista, para arrojar, de súbito y con un movimiento brusco, todo el montón de monedas en uno de los cuadros. De inmediato volvió aquel acecho y aquel estado de sobreexcitación. De nuevo vi en sus labios aquel temblor brusco, eléctrico; de nuevo se le encogieron las manos, y su rostro de adolescente se transformó bajo la angustiosa espera, hasta que, de pronto, explosivamente la tensión se deshizo en desencanto: la faz febrilmente excitada púsose marchita, lívida y envejecida, los ojos se apagaron cual consumidos por el fuego, y todo en el espacio de un segundo, en cuanto la bolita fue a caer dentro de un número que no era el aguardado. Había perdido. Unos segundos permaneció inmóvil, con una mirada de estupidez, como si no hubiese comprendido; mas en seguida, al oír el primer grito del "croupier", que sonó como un chasquido, sus dedos se adelantaron otra vez con unas monedas. Pero ya había perdido la seguridad; primero colocó las monedas en un cuadro; luego, pensándolo mejor, en otro, y, casi cuando la bolita había empezado a rodar, obedeciendo a una repentina inspiración, arrojó rápidamente y con trémula mano dos billetes más en el cuadro.
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