Stefan Zweig - Veinticuatro Horas En La Vida De Una Mujer

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Veinticuatro Horas En La Vida De Una Mujer: краткое содержание, описание и аннотация

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Una mujer que resuelve un día liberarse de las cadenas que la atan, es la base del profundo estudio psicológico que hizo Stefan Zweig en 24 horas en la vida de una mujer.
El autor se interna en el tortuoso laberinto de las pasiones humanas frente a un mundo social que tiende a privilegiar las apariencias y que se muestra sumamente cruel con aquellos que osan trastornar el equilibrio moral de la sociedad.
Curiosamente, el mismo autor da muestra inequívoca del efecto que los prejuicios sociales tienen sobre todos, ya que en el momento culminante de esta novela, cuando pudo haberse dirigido el tema hacia un final poco ortodoxo, el autor regresa sobre sus pasos y vierte una profunda carga moralina en la que la súbita aparición de lo bueno y lo malo se conforman en insoportables cadenas que cortan la respiración tanto de los personajes como del mismo lector.
Finalmente la novela conlleva su propia moraleja terriblemente conservadora.
La lectura de 24 horas en la vida de una mujer es recomendable puesto que en ella el lector podrá apreciar el efecto que el mundo de las apariencias tiene sobre todos por igual.

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Y con paso más rápido que el de costumbre, se dirigió hacia el hotel.

En efecto, antes de la cena, aquella noche, encontré en mi cuarto una carta suya escrita con enérgicos y claros trazos. Por desgracia, siempre he sido un hombre distraído en lo que se refiere a la conservación de las cartas recibidas en mis años mozos. No me es posible por lo tanto, reproducir textualmente el original. Me limitaré sólo a dejar aquí expresado el contenido más o menos aproximado de su pregunta respecto a si podría referirme algo de su vida. El episodio -decía en la carta- databa de tan antiguo que, ciertamente, casi no lo consideraba perteneciente a su vida actual; y, además, el hecho de que yo debiera irme dentro de dos días hacíale más fácil hablarme de un asunto que, desde hacía veinte años, la preocupaba y torturaba vivamente. En el caso de que yo no considerase oportuna semejante confidencia, me suplicaba que, al menos, le concediera una entrevista de una hora.

Semejante carta, de la cual no menciono aquí sino el contenido estricto, me interesó extraordinariamente: la redacción inglesa otorgábale un alto grado de claridad y de decisión fácil y, antes de encontrar una fórmula que me satisficiera, debí romper tres borradores.

Al fin quedó concebida en estos términos:

"Para mí constituye un gran honor que me otorgue usted semejante confianza. Le prometo corresponder caballerosamente, en el caso de que usted así me lo demande. Naturalmente, no debo pedirle que me relate más que lo que usted desea. Pero cuanto me diga, dígamelo con total y estricta sinceridad, no ya por mí, sino por usted misma. Le suplico crea que considero su confianza como un honor muy especial".

Mi carta llegó a su cuarto por la noche. A la mañana. siguiente hallé la respuesta: "Usted tiene perfecta razón; la verdad a medias carece de valor; sólo la tiene la que exponemos íntegramente. Me esforzaré lo que sea necesario para no ocultar nada ni a usted ni a mí misma. Venga después de cenar a mi habitación. A mis sesenta y, siete años me considero a cubierto de toda maledicencia. Hablar en el jardín o en la proximidad de otras personas no me sería posible. Puede usted creer de veras que el decidirme a esto no ha sido para mí nada fácil".

En todo el día nos encontramos aún en la mesa donde charlamos de cosas indiferentes. En el jardín, en cambio, visiblemente turbada, evitó cruzarse conmigo: hízome observar cómo aquella dama anciana, de cabellos blancos, huía de mí por una avenida de pinos, atemorizada cual una jovencita.

A la hora convenida llamé a la puerta de su cuarto la que fue abierta inmediatamente. La habitación aparecía alumbrada por una tenue luz; sólo la pequeña lámpara del velador proyectaba un cono de amarillenta luz entre la oscuridad crepuscular del aposento. La señora C. apareció sin demostrar el menor embarazo. Ofrecióme un sillón y se ubicó enfrente de m¡. Con-mucha facilidad pude advertir que no había uno solo de sus movimientos que no hubiese sido cuidadosamente preparado; pese a lo cual se produjo una pausa, visiblemente contra su voluntad, una pausa de difícil solución y que fue prolongándose por momentos, sin que me atreviera a cortarla con una sola palabra, consciente de que en aquellos instantes una voluntad poderosa sostenía una lucha violenta con una fuerte resistencia.

Del salón nos llegaban, de vez en cuando, apagados, los truncados acordes de un vais. Yo escuchaba con atención, como deseando despojar a aquel silencio de algo de su molesta opresión. Demostrando darse cuenta, ella, a su vez, de lo penoso de la pausa excesivamente prolongada, de súbito hizo un gesto decisivo, y comenzó:

– Unicamente la primera palabra es difícil. Desde hace dos días me preparo para ser clara y franca en absoluto. Espero que lo conseguiré. Por el momento, quizás no acierte usted a explicarse por qué yo le refiero a usted, a un extraño, todas esas cosas… ¡Pero es que no pasa un día y apenas unas horas sin que deje de pensar en aquel hecho! Puede usted creer a esta mujer de edad avanzada cuando le declara que no hay nada más insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo punto, de un solo día de existencia. Porque todo cuanto voy a narrarle abarca sólo un brevísimo espacio de veinticuatro horas en una vida de sesenta y siete años. Con frecuencia me he dicho a mí misma, hasta volverme loca, que escasa importancia tiene, dentro de una prolongada existencia, el haber obrado mal en una única ocasión. Pero no podemos librarnos de eso que, con expresión bastante vaga, llamamos "conciencia". Con todo, si hubiese llegado a sospechar que un día oiría hablar a usted de modo tan objetivo sobre el caso de madame Henriette, tal vez hubiera puesto fin al incesante cavilar, a la constante denigración de mí misma, y me hubiera decidido de una vez a hablar libremente con alguien sobre aquel único día de mi vida. Si en lugar de pertenecer a la religión anglicana yo hubiera estado afiliada a la religión católica, entonces se me hubiera presentado hace años la oportunidad de la confesión. Mas ese consuelo nos está vedado a nosotros, y yo hoy voy a hacer este ensayo singular: hablarme sinceramente a mí misma a la vez que le hablo a usted. Comprendo que todo esto resulta muy extraño; pero usted aceptó sin vacilar mi proposición y por ello le estoy sumamente agradecida.

Bien. Ya le he dicho que sólo deseaba referirme a un solo día de mi vida; el resto de ella me parece totalmente desprovisto de importancia, sin interés para nadie. Lo que he visto hasta los cuarenta y dos años no se aparta de lo común. Mis padres eran unos ricos terratenientes de Escocia; poseían grandes fábricas y granjas, y, según la costumbre de la nobleza, la mayor parte del año residíamos en nuestras haciendas, pasando la "season" en Londres. Cuando tenía dieciocho años conocí en un salón a mi marido; era el segundo hijo de la conocida familia de R., y había prestado servicio militar durante diez años en la India. Nos casamos inmediatamente, y llevamos la existencia exenta de preocupaciones propia de la gente de nuestra clase: tres meses en Londres, tres en nuestras propiedades, y el resto del tiempo viajando por Italia, España y Francia. Jamás enturbió la más leve sombra nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos ya son adultos. Al llegar a los cuarenta años, inesperadamente falleció mi esposo. En el ejército había contraído una enfermedad del hígado, y después de dos semanas de horrible angustia le perdí. El mayor de mis hijos estaba entonces en el ejército; el menor se hallaba aún en el colegio; así es que me encontré sola completamente, siendo esa soledad, para quien como yo se hallaba acostumbrada a la tierna y solícita compañía de mi esposo, algo así como un tormento insoportable. Permanecer un día más en la casa donde todo me recordaba la dolorosa pérdida del ser querido, resultábame imposible. Decidí, pues, viajar intensamente durante los años siguientes, y mientras mis hijos permanecieron solteros.

Mi vida, en realidad, desde aquel momento me pareció absolutamente insensata e inútil. El hombre con el cual durante veintitrés años compartiera todos los instantes y todos los pensamientos, había desaparecido; mis hijos casi no me necesitaban; y yo, además, temí amargar su juventud con mi pesimismo y melancolía. Para mí misma no ambicionaba ni deseaba cosa alguna.

Primero me fui a París. Allí, para disipar el tedio, me dediqué a visitar establecimientos y museos. Mas, la ciudad y las cosas me resultaban un tanto extrañas. Hui de la sociedad, pues no me era posible soportar las compasivas miradas que cortésmente todos me dirigían al verme tan enlutada. No llegaría a poder decirle cómo pasé aquellos días de vagabundeo. Sólo sé que no tenía más deseo que el de morir; pero me faltaron las fuerzas para precipitar este anhelo doloroso.

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