Los Bennet no tardaron en ser proclamados la familia más afortunada del mundo, a pesar de que pocas semanas antes, con ocasión de la fuga de Lydia, se les había considerado como la gente más desgraciada de la tierra.
Una mañana, aproximadamente una semana después de la declaración de Bingley, mientras éste se hallaba reunido en el saloncillo con las señoras de Longbourn, fueron atraídos por el ruido de un carruaje y miraron a la ventana, divisando un landó de cuatro caballos que cruzaba la explanada de césped de delante de la casa. Era demasiado temprano para visitas y además el equipo del coche no correspondía a ninguno de los vecinos; los caballos eran de posta y ni el carruaje ni la librea de los lacayos les eran conocidos. Pero era evidente que alguien venía a la casa. Bingley le propuso a Jane irse a pasear al plantío de arbustos para evitar que el intruso les separase. Se fueron los dos, y las tres que se quedaron en el comedor continuaron sus conjeturas, aunque con poca satisfacción, hasta que se abrió la puerta y entró la visita. Era lady Catherine de Bourgh.
Verdad es que todas esperaban alguna sorpresa, pero ésta fue superior a todas las previsiones. Aunque la señora Bennet y Catherine no conocían a aquella señora, no se quedaron menos atónitas que Elizabeth.
Entró en la estancia con aire todavía más antipático que de costumbre; contestó al saludo de Elizabeth con una simple inclinación de cabeza, y se sentó sin decir palabra. Elizabeth le había dicho su nombre a la señora Bennet, cuando entró Su Señoría, aunque ésta no había solicitado ninguna presentación.
La señora Bennet, pasmadísima aunque muy ufana al ver en su casa a persona de tanto rango, la recibió con la mayor cortesía. Estuvieron sentadas todas en silencio durante un rato, hasta que al fin lady Catherine dijo con empaque a Elizabeth:
– Supongo que estará usted bien, y calculo que esa señora es su madre.
Elizabeth contestó que sí concisamente.
– Y esa otra imagino que será una de sus hermanas.
– Sí, señora -respondió la señora Bennet muy oronda de poder hablar con lady Catherine-. Es la penúltima; la más joven de todas se ha casado hace poco, y la mayor está en el jardín paseando con un caballero que creo no tardará en formar parte de nuestra familia.
– Tienen ustedes una finca muy pequeña -dijo Su Señoría después de un corto silencio.
– No es nada en comparación con Rosings, señora; hay que reconocerlo; pero le aseguro que es mucho mejor que la de sir William Lucas.
– Ésta ha de ser una habitación muy molesta en las tardes de verano; las ventanas dan por completo a poniente.
La señora Bennet le aseguró que nunca estaban allí después de comer, y añadió:
– ¿Puedo tomarme la libertad de preguntar a Su Señoría qué tal ha dejado a los señores Collins?
– Muy bien; les vi anteayer por la noche. Elizabeth esperaba que ahora le daría alguna carta de Charlotte, pues éste parecía el único motivo probable de su visita; pero lady Catherine no sacó ninguna carta, y Elizabeth siguió con su perplejidad.
La señora Bennet suplicó finísimamente a Su Señoría que tomase algo, pero lady Catherine rehusó el obsequio con gran firmeza y sin excesiva educación. Luego levantándose, le dijo a Elizabeth:
– Señorita Bennet, me parece que ahí, a un lado de la pradera, hay un sitio precioso y retirado. Me gustaría dar una vuelta por él si me hiciese el honor de acompañarme.
– Anda, querida -exclamó la madre-, enséñale a Su Señoría todos los paseos. Creo que la ermita le va a gustar [L47].
Elizabeth obedeció, corrió a su cuarto a buscar su sombrilla y esperó abajo a su noble visitante. Al pasar por el vestíbulo, lady Catherine abrió las puertas del comedor y del salón y después de una corta inspección declaró que eran piezas decentes, después de lo cual siguió andando.
El carruaje seguía en la puerta y Elizabeth vio que la doncella de Su Señoría estaba en él. Caminaron en silencio por el sendero de gravilla que conducía a los corrales. Elizabeth estaba decidida a no dar conversación a quella señora que parecía más insolente y desagradable aún que de costumbre.
¿Cómo pude decir alguna vez que se parecía a su sobrino?, se dijo al mirarla a la cara.
Cuando entraron en un breñal, lady Catherine le dijo lo siguiente:
– Seguramente sabrá usted, señorita Bennet, la razón de mi viaje hasta aquí. Su propio corazón y su conciencia tienen que decirle el motivo de mi visita. Elizabeth la contempló con el natural asombro:
– Está usted equivocada, señora. De ningún modo puedo explicarme el honor de su presencia.
– Señorita Bennet -repuso Su Señoría con tono enfadado-, debe usted saber que no me gustan las bromas; por muy poco sincera que usted quiera ser, yo no soy así. Mi carácter ha sido siempre celebrado por su lealtad y franqueza y en un asunto de tanta importancia como el que aquí me trae me apartaré mucho menos de mi modo de ser. Ha llegado a mis oídos que no sólo su hermana está a punto de casarse muy ventajosamente, sino que usted, señorita Bennet, es posible que se una después con mi sobrino Darcy. Aun sabiendo que esto es una espantosa falsedad y aunque no quiero injuriar a mi sobrino, admitiendo que haya algún asomo de verdad en ello, decidí en el acto venir a comunicarle a usted mis sentimientos.
– Si creyó usted de veras que eso era imposible -replicó Elizabeth roja de asombro y de desdén-, me admira que se haya molestado en venir tan lejos. ¿Qué es lo que se propone?
– Ante todo, intentar que esa noticia sea rectificada en todas sus partes.
– Su venida a Longbourn para visitarme a mí y a mi familia -observó Elizabeth fríamente-, la confirmará con más visos de verdad, si es que tal noticia ha circulado.
– ¿Que si ha circulado? ¿Pretende ignorarlo? ¿No han sido ustedes mismos los que se han tomado el trabajo de difundirla?
– Jamás he oído nada que se le parezca.
– ¿Y va usted a decirme también que no hay ningún fundamento de lo que le digo?
– No presumo de tanta franqueza como Su Señoría. Usted puede hacerme preguntas que yo puedo no querer contestar.
– ¡Es inaguantable! Señorita Bennet, insisto en que me responda. ¿Le ha hecho mi sobrino proposiciones de matrimonio?
– Su Señoría ha declarado ya que eso era imposible.
– Debe serlo, tiene que serlo mientras Darcy conserve el uso de la razón. Pero sus artes y sus seducciones pueden haberle hecho olvidar en un momento de ceguera lo que debe a toda su familia y a sí mismo. A lo mejor le ha arrastrado usted a hacerlo.
– Si lo hubiese hecho, no sería yo quien lo confesara.
– Señorita Bennet, ¿sabe usted quién soy? No estoy acostumbrada a ese lenguaje. Soy casi el familiar más cercano que tiene mi sobrino en el mundo, y tengo motivos para saber cuáles son sus más caros intereses.
– Pero no los tiene usted para saber cuáles son los míos, ni el proceder de usted es el más indicado para inducirme a ser más explícita.
– Entiéndame bien: ese matrimonio al que tiene usted la presunción de aspirar nunca podrá realizarse, nunca. El señor Darcy está comprometido con mi hija. ¿Qué tiene usted que decir ahora?
– Sólo esto: que si es así, no tiene usted razón para suponer que me hará proposición alguna.
Lady Catherine vaciló un momento y luego dijo:
– El compromiso entre ellos es peculiar. Desde su infancia han sido destinados el uno para el otro. Era el mayor deseo de la madre de él y de la de ella. Desde que nacieron proyectamos su unión; y ahora, en el momento en que los anhelos de las dos hermanas iban a realizarse, ¿lo va a impedir la intrusión de una muchacha de cuna inferior, sin ninguna categoría y ajena por completo a la familia? ¿No valen nada para usted los deseos de los amigos de Darcy, relativos a su tácito compromiso con la señorita de Bourgh? ¿Ha perdido usted toda noción de decencia y de delicadeza? ¿No me ha oído usted decir que desde su edad más temprana fue destinado a su prima?
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