Jane Austen - Orgullo y Prejuicio

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Orgullo y prejuicio es la historia del señor y la señora Bennet, sus cinco hijas, y varias aventuras románticas en su residencia Hertfordshire de Longbourn.
Los caracteres de los padres son contrastados enormemente: el señor Bennet es un caballero sabio e ingenioso, mientras que la señora Bennet está permanentemente preocupada por la cuestión del casamiento de sus hijas a cualquier coste. La razón de esta obsesión es porque su patrimonio pasará por ley después de la muerte de su esposo, a su pariente de sangre más cercano: su primo, Guillermo Collins, un hombre fatuo, indiscreto y pomposo.
La historia de Austen cobra emoción con la llegada del joven soltero y rico Charles Bingley y su amigo Fitzwilliam Darcy.
Esta es una historia de sentimientos, afectos, fingimientos, y la relación tempestuosa de Darcy con Elizabeth Bennet a la que Jane Austen reclamó como su favorita entre sus descendientes literarias.
La primera versión, en 1797, fue rechazada y recién se publicó en 1813.

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Elizabeth, sabiendo que esto iba dirigido a Darcy, sintió tanta vergüenza que apenas podía sostenerse en la silla. Sin embargo, hizo un supremo esfuerzo para hablar y preguntó a Bingley si pensaba permanecer mucho tiempo en el campo. El respondió que unas semanas.

– Cuando haya matado usted todos sus pájaros, señor Bingley -dijo la señora Bennet-, venga y mate todos los que quiera en la propiedad de mi esposo. Estoy segura que tendrá mucho gusto en ello y de que le reservará sus mejores nidadas.

El malestar de Elizabeth aumentó con tan innecesaria y oficiosa atención. No le cabía la menor duda de que todas aquellas ilusiones que renacían después de un año acabarían otra vez del mismo modo. Pensó que años enteros de felicidad no podrían compensarle a ella y a Jane de aquellos momentos de penosa confusión.

«No deseo más que una cosa -se dijo-, y es no volver a ver a ninguno de estos dos hombres. Todo el placer que pueda proporcionar su compañía no basta para compensar esta vergüenza. ¡Ojalá no tuviera que volver a encontrármelos nunca!»

Pero aquella desdicha que no podrían compensar años enteros de felicidad, se atenuó poco después al observar que la belleza de su hermana volvía a despertar la admiración de su antiguo enamorado. Al principio Bingley habló muy poco con Jane, pero a cada instante parecía más prendado de ella. La encontraba tan hermosa como el año anterior, tan sensible y tan afable, aunque no tan habladora. Jane deseaba que no se le notase ninguna variación y creía que hablaba como siempre, pero su mente estaba tan ocupada que a veces no se daba cuenta de su silencio.

Cuando los caballeros se levantaron para irse, la señora Bennet no olvidó su proyectada invitación. Los dos jóvenes aceptaron y se acordó que cenarían en Longbourn dentro de pocos días.

– Me debía una visita, señor Bingley añadió la señora Bennet-, pues cuando se fue usted a la capital el último invierno, me prometió comer en familia con nosotros en cuanto regresara. Ya ve que no lo he olvidado. Estaba muy disgustada porque no volvió usted para cumplir su compromiso.

Bingley pareció un poco desconcertado por esa reflexión, y dijo que lo sentía mucho, pero que sus asuntos le habían retenido. Darcy y él se marcharon.

La señora Bennet había estado a punto de invitarles a comer aquel mismo día, pero a pesar de que siempre se comía bien en su casa, no creía que dos platos fuesen de ningún modo suficientes para un hombre que le inspiraba tan ambiciosos proyectos, ni para satisfacer el apetito y el orgullo de otro que tenía diez mil libras al año de renta.

CAPÍTULO LIV

En cuanto se marcharon, Elizabeth salió a pasear para recobrar el ánimo o, mejor dicho, para meditar la causa que le había hecho perderlo. La conducta de Darcy la tenía asombrada y enojada. ¿Por qué vino -se decía- para estar en silencio, serio e indiferente?»

No podía explicárselo de modo satisfactorio.

«Si pudo estar amable y complaciente con mis tíos en Londres, ¿por qué no conmigo? Si me temía, ¿por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿por qué estuvo tan callado? ¡Qué hombre más irritante! No quiero pensar más en él.»

Involuntariamente mantuvo esta resolución durante un rato, porque se le acercó su hermana, cuyo alegre aspecto demostraba que estaba más satisfecha de la visita que ella.

– Ahora -le dijo-, pasado este primer encuentro, me siento completamente tranquila. Sé que soy fuerte y que ya no me azoraré delante de él. Me alegro de que venga a comer el martes, porque así se verá que nos tratamos simplemente como amigos indiferentes.

– Sí, muy indiferentes -contestó Elizabeth riéndose-. ¡Oh, Jane! ¡Ten cuidado!

– Lizzy, querida, no vas a creer que soy tan débil como para correr ningún peligro.

– Creo que estás en uno muy grande, porque él te ama como siempre.

No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y, entretanto, la señora Bennet se entregó a todos los venturosos planes que la alegría y la constante dulzura del caballero habían hecho revivir en media hora de visita. El martes se congregó en Longbourn un numeroso grupo de gente y los señores que con más ansias eran esperados llegaron con toda puntualidad. Cuando entraron en el comedor, Elizabeth observó atentamente a Bingley para ver si ocupaba el lugar que siempre le había tocado en anteriores comidas al lado de su hermana; su prudente madre, pensando lo mismo, se guardó mucho de invitarle a que tomase asiento a su lado. Bingley pareció dudar, pero Jane acertó a mirar sonriente a su alrededor y la cosa quedó decidida: Bingley se sentó al lado de Jane.

Elizabeth, con triunfal satisfacción, miró a Darcy. Éste sostuvo la mirada con noble indiferencia, Elizabeth habría imaginado que Bingley había obtenido ya permiso de su amigo para disfrutar de su felicidad si no hubiese sorprendido los ojos de éste vueltos también hacia Darcy, con una expresión risueña, pero de alarma.

La conducta de Bingley con Jane durante la comida reveló la admiración que sentía por ella, y aunque era más circunspecta que antes, Elizabeth se quedó convencida de que si sólo dependiese de él, su dicha y la de Jane quedaría pronto asegurada. A pesar de que no se atrevía a confiar en el resultado, Elizabeth se quedó muy satisfecha y se sintió todo lo animada que su mal humor le permitía. Darcy estaba al otro lado de la mesa, sentado al lado de la señora Bennet, y Elizabeth comprendía lo poco grata que les era a los dos semejante colocación, y lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No estaba lo bastante cerca para oír lo que decían, pero pudo observar que casi no se hablaban y lo fríos y ceremoniosos que eran sus modales cuando lo hacían. Esta antipatía de su madre por Darcy le hizo más penoso a Elizabeth el recuerdo de lo que todos le debían, y había momentos en que habría dado cualquier cosa por poder decir que su bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia.

Esperaba que la tarde le daría oportunidad de estar al lado de Darcy y que no acabaría la visita sin poder cambiar con él algo más que el sencillo saludo de la llegada. Estaba tan ansiosa y desasosegada que mientras esperaba en el salón la entrada de los caballeros, su desazón casi la puso de mal talante. De la presencia de Darcy dependía para ella toda esperanza de placer en aquella tarde.

«Si no se dirige hacia mí -se decía- me daré por vencida.»

Entraron los caballeros y pareció que Darcy iba a hacer lo que ella anhelaba; pero desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor de la mesa en donde la señora Bennet preparaba el té y Elizabeth servía el café, estaban todas tan apiñadas que no quedaba ningún sito libre a su lado ni lugar para otra silla. Al acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó a Elizabeth y le dijo al oído:

– Los hombres no vendrán a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos hacen ninguna falta, ¿no es cierto?

Darcy entonces se fue a otro lado de la estancia. Elizabeth le seguía con la vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta.

«¡Un hombre al que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su amor. No hay un solo hombre que no se rebelase contra la debilidad que supondría una segunda declaración a la misma mujer. No hay indignidad mayor para ellos.»

Se reanimó un poco al ver que Darcy venía a devolverle la taza de café, y ella aprovechó la oportunidad para preguntarle:

– ¿Sigue su hermana en Pemberley?

– Sí, estará allí hasta las Navidades.

– ¿Y está sola? ¿Se han ido ya todos sus amigos?

– Sólo la acompaña la señora Annesley; los demás se han ido a Scarborough a pasar estas tres semanas.

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