Tom Loker, que, como hemos dado a entender, era un hombre lento de pensamientos y de movimientos, interrumpió a Marks en este punto dejando caer pesadamente el puño sobre la mesa, haciendo tintinear las copas. -¡Ya basta! -dijo.
– ¡Dios te proteja, Tom! ¡No hace falta que rompas todos los vasos! -dijo Marks-. Guarda los puños para un momento de necesidad.
– Pero, caballeros, ¿no me va a corresponder una parte de las ganancias? -preguntó Haley.
– ¿No le basta que le cojamos al niño? -dijo Loker-. ¿Qué más quiere?
– Pero -dijo Haley- si les proporciono el trabajo, debe valer algo, quizás un diez por ciento de los beneficios, una vez pagados los gastos.
– Vaya -dijo Loker, con un grandísimo juramento, golpeando la mesa con su pesado puño-, si no le conozco bien a usted, Dan Haley. ¡A mí no me va a engañar! ¿Se cree que Marks y yo nos dedicamos al negocio de atrapar negros sólo para hacer favores a señores como usted, sin sacar nada para nosotros? ¡Por nada del mundo! Nos quedaremos con la muchacha sin discusión, y usted se callará o nos quedaremos con los dos… ¿qué nos lo impide? ¿No nos ha mostrado usted el camino? Nosotros somos tan libres como usted para hacer lo que nos dé la gana. Si usted o Shelby nos quieren perseguir, busque donde estaban las perdices el año pasado; si las encuentra, ¡mejor para usted!
– Bueno, bueno, olvidémoslo -dijo Haley, alarmado-. Ustedes cojan al niño a cambio del trabajo; siempre me ha tratado con justicia, Tom, y ha cumplido su palabra.
– Ya lo sabe -dijo Tom-; no asumo ninguna de sus mojigaterías, pero llevo honradamente mis cuentas hasta con el mismísimo diablo. Lo que digo que haré, lo hago, y usted lo sabe, Dan Haley.
– Así es, así es, ya lo he dicho, Tom -dijo Haley-; y si promete tener al niño dentro de una semana en cualquier lugar que usted diga, eso es lo único que quiero.
– Pero no es todo lo que yo quiero, ni muchísimo menos -dijo Tom-. No por nada tuve tratos con usted en Natchez, Haley; he aprendido a aguantar a una anguila cuando la cojo. Tiene que soltar cincuenta dólares al contado, o puede olvidarse de ese niño. Yo lo conozco a usted.
– Pero, cuando tiene un trabajo que le puede proporcionar un beneficio limpio de mil o mil seiscientos dólares, Tom, eso es poco razonable -dijo Haley.
– Sí, pero tenemos trabajo contratado para las próximas seis semanas, más de lo que podemos hacer. Si lo dejamos todo para ir tras los muchachos suyos y no cogemos a la muchacha al final – y siempre es dificilísimo coger a las muchachas -, ¿entonces, qué? ¿Nos iba a pagar un centavo usted? Creo que lo imagino pagando, sí. No, no; al contado los cincuenta. Si conseguimos el trabajo y es rentable, se los devolveré; si no, esto es por las molestias. Eso es justo, ¿verdad, Marks?
– Desde luego, desde luego -dijo Marks con tono conciliatorio-; sólo es una provisión de fondos, ¿verdad? ¡ji, ji, ji! pues somos abogados, ¿eh? Bueno, tenemos que mantener el buen humor, estar tranquilos, ya sabe. Tom le tendrá al niño donde usted diga, ¿verdad, Tom?
– Si encontramos al pequeño, se lo llevaré a Cincinnati y lo dejaré en casa de la abuela Belcher, cerca del desembarcadero -dijo Loker.
Marks había extraído del bolsillo una libreta grasienta y, sacando un papel alargado, se sentó y, fijando la vista en él, empezó a murmurar sobre su contenido: -Barnes… Condado de Shelby… muchacho, Jim, trescientos dólares, vivo o muerto. Edwards, Dick y Lucy, marido y mujer… seiscientos dólares; Polly con dos hijos, seiscientos dólares por ella o su cabeza. Sólo repaso nuestros asuntos, para ver si podemos hacer este encargo sin problemas. Loker -dijo, tras una pausa-, debemos poner a Adams y Springer sobre la pista de éstos; hace tiempo que nos contrataron.
– Cobrarán demasiado -dijo Tom.
– Yo me encargaré de eso; son nuevos en el negocio, y deben esperar cobrar poco -dijo Marks, mientras continuó leyendo-. Estos tres son casos fáciles, pues lo único que hay que hacer es matarlos de un tiro o jurar que los has matado; claro que no pueden cobrar mucho por eso. Los otros casos -dijo, doblando el papel- pueden retrasarse un tiempo. Así que ahora vayamos con los detalles. Bien, señor Haley, ¿usted vio a esta muchacha cuando llegó a la orilla?
– Desde luego, tan claro como lo veo a usted.
– ¿Y a un hombre que la ayudó a subir por el barranco? -preguntó Loker.
– Desde luego que sí.
– Lo más probable -dijo Marks- es que la hayan acogido en algún lugar; pero la cuestión es ¿dónde? ¿Qué opinas, Tom?
– Debemos cruzar el río esta noche, sin duda -dijo Tom.
– Pero no hay ninguna barca -dijo Marks-. El hielo se mueve mucho, Tom, ¿no es peligroso?
– No sé nada de eso, sólo que hay que hacerlo -dijo Tom con decisión.
– Vaya por Dios -dijo Marks, inquieto-, pues, yo creo -dijo, acercándose a la ventana- que está tan oscuro como boca de lobo y, Tom…
– Resumiendo, que tienes miedo, Marks, pero no puedo remediar eso; tienes que ir. Supongo que quieres esperar un día o dos antes de emprender el camino, hasta que a la muchacha la hayan llevado clandestinamente a Sandusky.
– Yo no tengo nada de miedo -dijo Marks-, es sólo…
– ¿Sólo qué? -preguntó Tom.
– Pues la cuestión de la barca. Ya ves que no hay ninguna barca.
– He oído decir a la mujer que venía una esta noche y que iba a cruzar un hombre en ella. Por peligroso que sea, debemos ir con él.
– Supongo que tienen buenos perros -dijo Haley.
– De primera -dijo Marks-. ¿Pero de qué sirven? No tiene usted nada de ella para darles a oler.
– Sí, tengo -dijo Haley, ufano--. Aquí está el chal que dejó en la cama por las prisas; también dejó el sombrero. -¡Qué suerte! -dijo Loker-; tráigalos aquí.
– Pero los perros podrían dañar a la muchacha, si la encuentran de sopetón -dijo Haley.
– Es una posibilidad -dijo Marks-. Nuestros perros medio destrozaron a un tipo una vez, allá en Mobile, antes de que pudiéramos apartarlos.
– Pues en el caso de éstos que se venden por su aspecto, no es solución, ¿no creen? -dijo Haley.
– Sí, creo -dijo Marks-. Además, si la han acogido, tampoco es solución. Los perros no sirven en los estados donde protegen a esas criaturas, porque no puedes encontrar la pista. Sólo sirven en las plantaciones, donde los negros, cuando corren, corren por sí solos, sin que nadie les ayude.
– Bien -dijo Loker, que había salido al bar para hacer indagaciones-, dicen que ha venido el hombre con la barca; así, pues, Marks…
Este gran personaje echó una mirada desconsolada al confortable aposento que tenía que abandonar, pero se levantó despacio para obedecer. Después de intercambiar unas palabras más sobre los planes, Haley, de muy mala gana, dio a Tom los cincuenta dólares y se despidieron los tres prohombres.
Si alguno de nuestros lectores refinados y cristianos se molestan por la sociedad en la que esta escena les introduce, les rogamos que hagan un esfuerzo por vencer sus prejuicios. El negocio de cazar negros, nos atrevemos a recordarles, está en vías de convertirse en una profesión legal y patriótica. Si toda la tierra que va de Misisipí al Pacífico deviene un gran mercado de cuerpos y almas y la propiedad humana refrena las tendencias progresistas del siglo xix, puede que el tratante y el cazador aún se conviertan en parte de nuestra aristocracia.
Mientras transcurría esta escena en la taberna, Sam y Andy iban camino de su casa en un estado de felicidad extrema.
Sam estaba de muy buen humor y expresaba su júbilo mediante toda suerte de aullidos y exclamaciones sobrenaturales, y varios extraños movimientos y contorsiones del cuerpo entero. A veces se sentaba al revés, con la cara vuelta hacia la cola del caballo y, con un hurra y una voltereta, se volvía a colocar del derecho y, poniendo una cara muy seria, se ponía a sermonear a Andy con un tono altisonante por reírse y hacer el tonto. Luego, golpeándose los costados con los brazos, rompía a reír con unas carcajadas que resonaban en los bosques a su paso. Con todas estas maniobras, consiguió mantener los caballos a la máxima velocidad hasta que, entre las diez y las once, chacolotearon sus pasos en la gravilla del extremo del balcón. La señora Shelby acudió veloz a la barandilla.
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