– Porque -dijo Sam-, yo me inclino a creer que Lizy iría por el camino de tierra, ya que va menos gente por él.
Haley, aunque era un pájaro viejo y desconfiaba por naturaleza de la broza, estaba bastante impresionado con esta visión del asunto.
– Si no fuerais tan embusteros los dos… -dijo, al deliberar contemplativo durante un momento.
El tono pensativo y reflexivo con el que pronunció estas palabras le hizo tanta gracia a Andy que se rezagó un poquito y temblaba de tal manera que parecía correr un gran riesgo de caerse del caballo, mientras que el rostro de Sam había adoptado una expresión de lastimosa gravedad de lo más inconmovible.
– Por supuesto -dijo Sam-, el amo puede hacer lo que prefiera; puede tomar el camino recto, si le parece mejor; a nosotros nos da lo mismo. La verdad es que, si lo pienso, creo que el camino recto es el mejor, sin duda.
– Es lógico que cogiera un camino poco transitado -dijo Haley, pensando en voz alta y haciendo caso omiso del comentarlo de Sam.
– No hay forma de saberlo -dijo Sam-; las chicas son raras; nunca hacen lo que se espera que hagan, sino generalmente todo lo contrario. Las chicas son contradictorias por naturaleza, de modo que si uno piensa que han ido por un camino, hay que ir por el otro y seguro que las encuentras. Ahora, personalmente creo que Lizy habrá ido por la carretera, así que deberemos ir por el camino recto.
Esta profunda visión genérica del sexo femenino no pareció predisponer a Haley a optar por el camino recto; y declaró tajantemente que tomaría el otro, preguntándole a Sam cuándo llegarían allí.
– Está un poco más adelante -dijo Sam, guiñando el ojo que estaba en el lado de su cabeza donde se hallaba Andy; y añadió muy serio--, pero he estudiado el asunto y estoy seguro de que no deberíamos ir por ahí. Nunca lo he recorrido. Es muy solitario y podríamos perdemos; Dios sabe dónde acabaríamos.
– No obstante -dijo Haley-, iré por ahí.
Ahora que lo pienso, creo que he oído decir que ese camino está todo vallado a la altura del arroyo, ¿no es así, Andy?
Andy no estaba seguro; sólo «había oído hablan» de ese camino, pero nunca lo había pisado. En resumen, su respuesta fue estrictamente evasiva.
Haley, acostumbrado a sopesar las probabilidades entre mentiras de mayor o menor magnitud, creyó que el balance caía a favor de la carretera de tierra ya nombrada. Le pareció percibir que Sam lo había mencionado involuntariamente en primer lugar, y achacó los intentos desesperados de éste de disuadirle de usarla a que había recapacitado posteriormente por no querer comprometer a Liza.
Entonces, cuando Sam señaló el camino, Haley se precipitó por él, seguido de Sam y Andy.
De hecho, era una vieja carretera, antiguamente el camino principal al río, aunque abandonada hacía muchos años tras el trazado de la nueva carretera. Quedaba abierta durante una hora de cabalgadura, más o menos, y después quedaba cortada por varias granjas y vallas. Sam conocía perfectamente este hecho, a decir verdad, llevaba tanto tiempo cerrada la carretera que Andy ni siquiera había oído hablar de ella. Por lo tanto iba montando con un aire de sumisión concienzuda, simplemente murmurando y quejándose de vez en cuando de que «era muy accidentado, y hacía daño a la pata de Jerry».
– Os advierto -dijo Haley-, que os conozco; no me haréis desviarme de este camino con ninguna de vuestras tretas, ¡así que callaos!
– El amo va por donde quiere -dijo Sam, con pesarosa sumisión, guiñándole prodigiosamente el ojo al mismo tiempo a Andy, cuyo goce estaba ya a punto de estallar.
Sam estaba de excelente humor; fingía buscar con gran diligencia, y tan pronto exclamaba que veía «un sombrero de mujer» en lo alto de alguna loma lejana, como gritaba a Andy «allí abajo está Lizy en la hondonada», cuidando de hacer estas exclamaciones siempre cuando se encontraban en un trecho muy rugoso o dificil del camino, donde apresurarse suponía una inconveniencia especial para todos y de esta forma manteniendo a Haley en un estado de conmoción permanente.
Después de cabalgar alrededor de una hora de esta manera, toda la cuadrilla desembocó precipitada y tumultuosamente en el corral de un gran rancho. No se veía ni un alma, pues todos los braceros estaban trabajando en el campo; pero era evidente que habían llegado al final del camino, puesto que el granero se extendía de manera notoria de parte a parte de la carretera.
– ¿No se lo decía yo al amo? -dijo Sam, con aire de inocencia ultrajada-. ¿Cómo va a saber más un caballero forastero del país que un nativo?
– ¡Sinvergüenza! -dijo Haley-; sabías esto todo el tiempo.
– ¿No le he dicho que lo sabía, y no ha querido creerme? Le he dicho al amo que estaba todo vallado y todo cerrado y que no creía que pudiésemos pasar; me ha oído Andy.
Era todo demasiado cierto para disputarlo, y el desgraciado comerciante no tuvo más remedio que aguantarse la ira con el mejor talante posible, y los tres hombres dieron la vuelta y se encaminaron a la carretera principal.
Gracias a las diferentes demoras, hacía unos tres cuartos de hora que Eliza había acostado a su hijo en la taberna de la aldea cuando llegó el grupo al lugar. Eliza se hallaba de pie mirando por la ventana en otra dirección, cuando el ojo rápido de Sam la captó. Haley y Andy estaban unas tres yardas atrás. Ante la crisis, Sam consiguió que el viento se le llevara el sombrero, por lo que soltó en voz alta una interjección característica que la alertó en el acto; se retiró rápidamente; la cuadrilla pasó delante de la ventana y se acercó a la puerta principal.
A Eliza le dio la impresión de que se concentraron mil vidas en ese instante. El cuarto que ocupaba tenía una puerta que daba al río. Cogió a su hijo y se lanzó escaleras abajo hacia la corriente. El comerciante la vio plenamente en el momento en que desaparecía por el barranco; y, saltando del caballo y gritando a Sam y a Andy, se abalanzó tras ella como un perro tras un ciervo. En ese momento vertiginoso, los pies de Eliza apenas parecían tocar el suelo, y en un momento se halló junto al agua. Ellos la seguían de cerca; ella, armada de esa fortaleza que Dios dispensa sólo a los desesperados, con un grito salvaje y un salto descomunal, pasó por encima de la corriente turbulenta para alcanzar la placa de hielo. Fue un salto desesperado, imposible sin padecer locura o desesperanza; Haley, Sam y Andy gritaron instintivamente, alzando las manos, al verlo.
La enorme mole verde de hielo sobre la que cayó arfó y crujió al recibir su peso, pero ella no se detuvo ni un momento. Gritando alocada, con una energía desesperada, saltó a otra placa y a otra; ¡tropezando, brincando, resbalando, levantándose de nuevo! Sus zapatos han desaparecido, las medias ya no están, huellas de sangre marcan cada paso; pero no vio ni sintió nada hasta que, borrosamente, como en un sueño, vio la orilla de Ohio y a un hombre que la ayudaba a subir por el barranco.
– ¡Eres una muchacha valiente, seas quien seas! -dijo el hombre, con un juramento.
Eliza reconoció la voz y el rostro de un granjero que vivía cerca de su antiguo hogar.
– ¡Oh, señor Symmes, sálveme, por favor, sálveme, escóndame! -dijo Eliza.
– ¿Qué ocurre? -dijo el hombre- ¡pero si es la muchacha de Shelby!
– ¡Mi hijo, este niño… lo ha vendido! Ahí está su amo -dijo, señalando la otra orilla-. Oh, señor Symmes, usted tiene un hijito.
– Lo tengo -dijo el hombre, al subirla, ruda aunque amablemente, por el empinado barranco-. Además, eres una muchacha muy valiente. Me gusta el coraje, venga de donde venga.
Cuando llegaron a lo alto del barranco, se detuvo el hombre.
– Estaría encantado de hacer algo para ayudarte -dijo-, pero no tengo a donde llevarte. Lo mejor que puedo hacer es decirte que te dirijas allí -dijo, señalando una gran casa blanca que se alzaba sola, junto a la calle principal de la aldea-. Vete allí; son personas amables. Te ayudarán en cualquier tipo de peligro, son de esa clase de gente.
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