«¡Lo odio!» , se dijo Legree aquella noche, incorporado en la cama. «¡Lo odio! ¿Y no es mío? ¿No puedo hacer con él lo que quiera? Me pregunto quién va a impedirlo.» Y Legree apretó el puño y lo sacudió como si tuviera algo en las manos que podía romper en pedazos.
Pero, por otra parte, Tom era un sirviente fiel y valioso; y, aunque este hecho hacía que Legree lo odiase aun más, sin embargo, lo refrenaba un poco.
A la mañana siguiente, resolvió no decir nada de momento, sino formar un grupo con hombres de las plantaciones vecinas, con perros y armas de fuego, rodear el pantano y empezar la caza de manera sistemática. Si tenían éxito, tanto mejor; si no, llamaría a Tom a su presencia y -tenía apretados los dientes y le hervía la sangre- entonces rompería la resistencia del hombre o… hubo un horrendo susurro interior, al que consintió su alma.
Decís que el interés del amo es garantía suficiente de la seguridad del esclavo. Con la furia de la loca voluntad del hombre, éste es capaz, voluntariamente y con los ojos abiertos, de vender su alma al diablo para conseguir sus fines. ¿Va a salvaguardar mejor el cuerpo de su prójimo?
– Bien -dijo Cassy, al día siguiente en la buhardilla, haciendo un reconocimiento a través del agujero-, ¡va a empezar la caza de nuevo hoy!
Había tres o cuatro hombres cuyos caballos brincaban en el espacio abierto delante de la casa; y una traílla o dos de perros extraños forcejeaban con los negros que los sujetaban, aullando y ladrando unos a otros.
Dos de los hombres son capataces de plantaciones de los alrededores; otros, compañeros de Legree de una taberna de una ciudad cercana, que habían acudido por afición a la caza. Sería difícil imaginar a un grupo más implacable. Legree repartía generosamente brandy entre ellos, y también entre los negros, que habían sido destacados desde diferentes plantaciones para la operación, pues hacían lo posible por convertir todos los acontecimientos de este tipo en una fiesta para los negros.
Cassy acercó el oído al agujero y, como la brisa matutina soplaba en dirección a la casa, pudo oír gran parte de la conversación. Una mueca despectiva ensombreció aun más la gravedad de su rostro mientras escuchaba y se enteraba de cómo dividían el terreno, debatían los méritos rivales de los perros, daban órdenes de disparar y de cómo habían de tratar a cada una en caso de captura.
Cassy se retiró, y, juntando las manos, miró hacia lo alto y dijo:
– ¡Ay, gran Dios Todopoderoso! Todos somos pecadores. ¿Qué hemos hecho nosotros peor que el resto del mundo para que nos traten de esta manera?
Había una terrible intensidad en su cara y su voz mientras hablaba.
– Si no fuera por ti, niña -dijo, mirando a Emmeline-, saldría y le daría las gracias al que me hiciera el favor de matarme de un tiro; porque, ¿para qué quiero yo la libertad? ¿Me puede devolver a mis hijos o hacerme lo que fui?
Con su sencillez de niña, Emmeline casi tenía miedo de los tenebrosos arrebatos de Cassy. Parecía estar perpleja, pero no respondió. Sólo le cogió de la mano con una suave caricia.
– ¡No! -dijo Cassy, intentando apartar la mano-. Harás que te quiera, ¡y no pienso querer a nadie nunca más!
– ¡Pobre Cassy! -dijo Emmeline-. No seas así. Si el Señor nos da la libertad, quizás te devuelva a tu hija; en cualquier caso, yo seré una hija para ti. Sé que no volveré a ver a mi pobre madre. ¡Yo te querré, Cassy, aunque tú no me quieras!
Ganó el espíritu tierno e inocente. Cassy se sentó junto a ella, le rodeó el cuello con su brazo y le acarició el suave cabello castaño; y Emmeline admiró la belleza de aquellos espléndidos ojos, dulcificados por las lágrimas.
– ¡Ay, Em -dijo Cassy-, he tenido hambre y sed de mis hijos y me fallan los ojos de añorarlos! ¡Aquí, aquí! -dijo, golpeándose el pecho-. ¡Todo es desolación y vacío! Si Dios me devolviese a mis hijos, podría rezar.
– Debes tener fe en Él, Cassy -dijo Emmeline-. ¡Es nuestro Padre!
– Está enfadado con nosotros -dijo Cassy-; nos ha vuelto la espalda.
– ¡No, Cassy! Será bueno con nosotros. ¡Tengamos fe en Él! -dijo Emmeline-. Yo siempre he tenido esperanza.
La caza fue larga, animada y concienzuda, pero sin éxito; Cassy miraba con exultación grave e irónica a Legree mientras desmontaba, cansado y desalentado.
– Bien, Quimbo -dijo Legree, acomodándose en el salón- ve a traerme a Tom ahora mismo. ¡Ese maldito está detrás de todo este asunto, y le daré en su negro pellejo hasta que lo confiese, lo juro!
Tanto Sambo como Quimbo, aunque se odiaban entre sí, estaban unidos en su odio también cordial hacia Tom. Al principio Legree les contó que lo había comprado para hacer de supervisor general en su ausencia, lo cual había dado pie a una inquina por parte de ellos, que había aumentado, debido a sus naturalezas degradadas y serviles, al ver cómo se granjeaba Tom el desagrado de su amo. Por lo tanto, Quimbo se marchó muy a gusto a cumplir la orden.
Tom escuchó el recado con una premonición en el corazón, pues conocía los planes de huida de las fugitivas y dónde se ocultaban actualmente; conocía el carácter mortífero y el poder despótico del hombre al que tenía que enfrentarse. Pero se sintió fuerte en el Señor para ir a la muerte antes que traicionar a los desvalidos.
Dejó su cesta junto al surco y, mirando hacia arriba, dijo: -En Tus manos encomiendo mi espíritu. ¡Tú me has redimido, oh Señor Dios de la verdad! -y se entregó tranquilamente a las rudas y brutales manos con las que lo agarró Quimbo.
– ¡Ay, ay! -dijo el gigante, arrastrándolo-. ¡Te vas a enterar! ¡Seguro que el amo está furioso de verdad! ¡No te vas a escabullir ahora! ¡Te digo que te vas a enterar, ya lo verás! ¡A ver qué efecto hace ayudar a escapar a los negros del amo! ¡Ya verás la que te va a caer!
Ninguna de estas palabras salvajes llegó a sus oídos; una voz más elevada decía: «No temas a los que matan el cuerpo, pues después no hay nada más que puedan hacer.» Los nervios y los huesos del cuerpo del pobre hombre vibraron ante esas palabras, como si los hubiera tocado la mano de Dios; y sintió la fuerza de mil almas en la suya. A su paso, los árboles y los arbustos, los barracones de su servidumbre, todo el escenario de su degradación parecía desenvolverse ante sus ojos como el paisaje desde un coche veloz. Su alma se estremeció… su hogar estaba a la vista… la hora de su liberación parecía aproximarse.
– Bien, Tom -dijo Legree, acercándose a él, cogiéndole furioso por el cuello de la chaqueta y hablando entre dientes en un paroxismo de cólera-, ¿sabes que estoy decidido a MATARTE?
– Es muy probable, amo -dijo Tom con serenidad.
– Estoy -dijo Legree, con un sosiego tétrico y horribledecidido… a… eso… mismo, Tom, si no me cuentas lo que sabes de estas muchachas.
Tom permaneció en silencio.
– ¿Me oyes? -dijo Legree, dando una patada al suelo y rugiendo como un león exasperado-. ¡Habla!
– No tengo nada que decirle al amo -dijo Tom, con un acento lento, firme y deliberado.
– ¿Te atreves a decirme, viejo cristiano negro, que no lo sabes? -preguntó Legree.
Tom no habló.
– ¡Habla! -dijo Legree, pegándole con furia-. ¿Qué no sabes nada?
– Lo sé, amo, pero no puedo contar nada. ¡Estoy dispuesto a morir!
Legree aspiró largamente y, casi juntando su rostro con la de él, dijo con voz terrible:
– ¡Escucha, Tom! Tú crees que porque te he dejado escabullirte antes, no hablo en serio; pero esta vez estoy decidido, he calculado el precio. Siempre te has enfrentado a mí; ahora, una de dos, o te someto o te mato. Contaré cada gota de sangre que tienes en las venas y te las sacaré una a una, hasta que te rindas.
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