(23) «El origen de los mamíferos», National Geographic, abril de 2003. La Vanguardia Digital , edición del 4 de junio de 2002, sección «La Vanguardia de la Ciencia», artículo de la Agencia EFE, «Un yacimiento en Rumania aporta nuevas pruebas sobre la coexistencia de dinosaurios y mamíferos en Europa.»
(24) Hans-Joachim Zillmer, Darwin se equivocó, Timun Mas, Barcelona, 2000.
Todos escuchábamos con atención a Gertrude, pero, a hurtadillas, vi la cara de Marta con ese gesto terrible que amenazaba tormenta de rayos y truenos:
– ¡Se acabó! -atajó de forma brusca-. Puede haber muchas explicaciones para lo que nos contaron los Capacas. Cada uno es muy libre de quedarse con lo que quiera. Es absurdo discutir sobre esto. Me niego de todas todas a continuar. Lo que debemos hacer es estudiar a fondo la documentación de la Pirámide del Viajero y cumplir lo que prometimos: Efraín y yo iremos publicando nuestros descubrimientos y, luego, que los científicos, los creacionistas y los paganos investiguen por su cuenta lo que quieran.
– Pero es que hay algo más, Marta -musitó enigmáticamente Gertrude.
– ¿Algo más…? ¿A qué te refieres? -preguntó ella, distraída.
Gertrude sacó del bolsillo trasero de su pantalón la pequeña grabadora digital que nos había enseñado el día que llegamos a la ciudad en ruinas.
– No queda mucha batería, pero… -y, a continuación, pulsó un diminuto botón y se oyó muy lejanamente la voz de Arukutipa diciendo: «Las palabras tienen el poder.» No nos dejó escuchar más; apagó la diminuta máquina y volvió a guardarla antes de que los Toromonas pudieran verla.
Los demás nos quedamos mudos de asombro. ¡Gertrude tenía grabada la entrevista con los Capacas! Aquello abría un mundo de posibilidades infinitas.
– Necesitaré vuestra ayuda -nos dijo a Marc, a Lola y a mí-. No puedo pasar esta grabación a nadie para que la estudie, pero vosotros tenéis ordenadores para realizar un análisis de frecuencias de las voces de los Capacas.
Aquello estaba justo en la línea de mis nuevos proyectos.
– Cuenta conmigo -afirmé muy sonriente.
Conversaciones muy parecidas a ésta las sostuvimos noche tras noche durante las semanas que tardamos en llegar hasta Qhispita. De vez en cuando, saturados, cambiábamos de tema y entonces charlábamos sobre nosotros mismos y sobre nuestras vidas. Marc, Lola y yo les hablamos de nuestro «Serie 100», oculto en un andén olvidado bajo el suelo de Barcelona, y les explicamos el uso que hacíamos de él, de manera que, por primera vez, compartimos con otras personas nuestras actividades como hackers. Marta, Efraín y Gertrude nos escuchaban sin pestañear, con caras de asombro y de perplejidad por las cosas que ni remotamente imaginaban que pudieran hacerse con un simple ordenador. La diferencia de diez años, más o menos, entre ellos y nosotros suponía un abismo generacional en materia informática, abismo ampliado por el rechazo -incomprensible desde mi punto de vista- que los eruditos en humanidades gustan de exhibir como distintivo de clase. Marta y Efraín se defendían con el correo electrónico y con algunas aplicaciones básicas, pero eso era todo.
Lo cierto fue que llegamos a conocernos bastante bien los unos a los otros durante aquellas semanas. En otra ocasión se reveló, por fin, el secreto del matrimonio de Marta que tanto había intrigado a Lola. El famoso Joffre Viladomat, por cuestiones de trabajo, se había marchado al Sudeste Asiático cinco años atrás, dando al traste con lo poco que quedaba de su matrimonio con Marta Torrent. Los dos hijos de ambos, Alfons y Guillem, de diecinueve y veintidós años respectivamente, vivían en Barcelona durante el curso pero, en cuanto llegaban las vacaciones, salían corriendo hacia Filipinas para estar con su padre y con Jovita Pangasinan (la nueva compañera de su padre). Según Marta, Jovita era una mujer encantadora que se llevaba muy bien con Alfons y Guillem, de manera que las relaciones entre todos ellos eran cordiales. Lola dio un largo suspiro de alivio cuando escuchó el final de la historia y no intentó disimular su viejo interés por el asunto.
También durante una de aquellas noches, Marc, Lola y yo cerramos un acuerdo sobre el futuro de Ker-Central, que pasaría a convertirse en sociedad anónima. Yo me quedaría con la mitad de las acciones y ellos dos se repartirían el resto, financiando la compra con préstamos bancarios. A partir de ese momento, yo sería libre y ellos dirigirían de facto la empresa. El edificio seguiría siendo mío, Ker-Central me pagaría un alquiler por él, y, naturalmente, mi casa continuaría estando en la azotea.
Todos querían saber a qué pensaba dedicarme cuando me «jubilara», pero mantuve la boca cerrada y no lograron arrancarme ni una sola palabra. Como buen pirata informático, yo dominaba el arte de guardar muy bien mis secretos hasta el momento de entrar en acción (y aún más, después). Preguntaron con mucha insistencia y quizá, sólo quizá, hubiera dado alguna pista si no hubiera sido porque, aunque tenía claro lo que deseaba hacer, necesitaba una ayuda muy concreta para averiguar la mejor manera de llevarlo a cabo y porque, rizando el rizo, desde hacía algunas semanas estaba fraguando un plan para piratear, mientras conseguía esa ayuda, el lugar aparentemente inexpugnable y supuestamente muy bien protegido que la contenía.
Una tarde, a las dos semanas más o menos de haber iniciado el regreso, los Toromonas se detuvieron en un claro y nos indicaron que permaneciésemos allí mientras ellos se organizaban en grupos y desaparecían en la jungla siguiendo diferentes direcciones. Estuvimos solos durante un par de horas, un tanto sorprendidos por aquel extraño abandono. Daba la impresión de que los Toromonas tenían algo que hacer, algo importante, pero que volverían en cuanto hubieran acabado. Y así fue. Poco antes del anochecer, regresaron portando extraños objetos en las manos: pedazos de gruesos troncos huecos, unos pequeños frutos redondos que parecían calabazas, ramas, piedras, leña y un poco de caza para la cena. El chamán era el único que se había marchado solo y que reapareció igual que se había ido, llevando únicamente su bolsa de remedios colgada del hombro. Rápidamente, los hombres se repartieron las tareas y, mientras unos encendían los fuegos para preparar los alimentos, otros empezaron a vaciar los frutos, tirando al suelo la pulpa y las semillas, y limpiando y cortando las ramas en fragmentos del tamaño de un brazo. Algo estaban organizando pero no podíamos imaginar qué.
Por fin cayó la noche sobre la selva y los indígenas estaban muy animados mientras cenábamos. Por el contrario, el chamán se mantuvo al margen, un poco alejado de nuestros grupos, al borde de la vegetación y en la penumbra, de manera que apenas podíamos verle. No comió nada ni bebió nada y permaneció inmóvil en aquel rincón sin que nadie se dirigiera a él ni para ofrecerle un poco de agua.
En cuanto el último toromona acabó de cenar, un espeso silencio fue cayendo poco a poco sobre el campamento. Nosotros estábamos cada vez más desconcertados. El jefe dio de pronto unas cuantas órdenes y los hombres se pusieron en pie y las hogueras fueron apagadas. La oscuridad nos envolvió porque la luz de la luna apenas era un reflejo blanquecino en el cielo; sólo se mantuvieron encendidas algunas ramas que los indígenas sostenían en alto. Entonces, los hombres nos levantaron del suelo cogiéndonos por un brazo y nos obligaron a sentarnos de nuevo formando un círculo amplio en el centro del claro, quedándose todos ellos a nuestro alrededor. Sabíamos que no iban a hacernos daño y que aquello obedecía a alguna ceremonia o espectáculo, pero era imposible no sentir un cierto nerviosismo porque parecía que lo que fuera a pasar estaba directamente relacionado con nosotros. Yo temía que Marc soltara en cualquier momento alguna barbaridad de las suyas, pero no lo hizo; se le vio muy tranquilo todo el tiempo e incluso diría que estaba encantado con aquella nueva experiencia. Entonces apareció el chamán en el interior del círculo. Clavó una caña en el suelo y, con una afilada garra de oso hormiguero, le hizo dos cortes profundos en forma de cruz en la parte superior. Luego separó los cuatro lados de manera que sujetaran en el centro un cuenco en el que dejó caer un puñado de tallos y de hojas que extrajo de su bolsa de remedios. Con la garra lo fue cortando todo en tiras muy pequeñas, como si fuera a preparar una sopa juliana, y, cuando terminó, cogió un puñado y apretó con fuerza. Un líquido resbaló por su mano y cayó en el cuenco. Repitió la operación muchas veces, hasta que sólo quedó una pasta seca que lanzó con fuerza hacia la vegetación de la jungla. En ese mismo instante, un toromona empezó a golpear con un palo uno de los troncos huecos que habían traído de la selva produciendo un sonido grave y regular.
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