Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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En fin, un caos; pero nosotros debíamos colaborar al allanamiento de los pedregosos caminos que conducían a la unión de todos los cristianos resolviendo el asunto de los robos, ya que esto serviría de aceite y gasolina para el deteriorado motor del ecumenismo.

Durante las horas que llevábamos en aquel reservado, el profesor Boswell no había despegado los labios como no fuera para comer. Sin embargo, se notaba que estaba perfectamente atento a todo cuanto se iba diciendo pues, de vez en cuando, sin darse cuenta, hacía algún imperceptible gesto afirmativo o denegativo con la cabeza. Era el hombre más silencioso que había conocido en mi vida. Daba la sensación de que aquel entorno le venía grande, de que no estaba cómodo en absoluto.

– Bueno, bueno… profesor Boswell -dejó escapar en aquel momento Monseñor Tournier leyéndome el pensamiento-. Creo que ha llegado su turno. Por cierto, ¿habla mi idioma? ¿Entiende lo que le estoy diciendo? ¿Entiende algo de lo que se ha dicho aquí esta noche?

Observé que Glauser-Róist entrecerraba los ojos para mirar a Monseñor fijamente y que el profesor Boswell parpadeaba, aturdido, y carraspeaba, aclarándose la garganta en un desesperado intento por dominar la voz.

– Le entiendo perfectamente, Monseñor -balbució el profesor con un marcado acento árabe-. Mi madre era italiana.

– ¡Ah, magnifico, magnífico! -exclamó Tournier, exhibiendo una amplia sonrisa.

– El profesor Farag Boswell, Monseñor -aclaró Glauser-Róist con una entonación cortante que no dejaba lugar a dudas-, además del árabe y el copto, domina perfectamente el griego, el turco, el latín, el hebreo, el italiano, el francés y el inglés.

– No tiene ningún mérito -se apresuró a explicar tartamudeando, el profesor-. Mi abuelo paterno era judío, mi madre italiana y el resto de mi familia, incluido yo, por supuesto, somos coptos católicos.

– Pero su apellido es inglés, profesor -comenté extrañada, aunque enseguida recordé que Egipto había sido colonia inglesa durante mucho tiempo.

– Esto le gustará, doctora -apuntó Glauser-Róist con una de sus extrañas sonrisas-: el profesor Boswell es biznieto del doctor Kenneth Boswell, uno de los arqueólogos que descubrieron la ciudad bizantina de Oxirrinco.

¡Oxirrinco! Si aquel dato ya resultaba sumamente interesante, lo mejor de todo era ver a Glauser-Róist en aquel nuevo papel de amigo-paladín del egipcio.

– ¿Es eso cierto, profesor? -le pregunté.

– Así es, doctora -me confirmó Boswell con una tímida inclinación de cabeza-. Mi bisabuelo descubrió Oxirrinco.

Oxirrinco, una de las capitales más importantes del Egipto bizantino, perdida durante siglos y comida por las arenas del desierto, había vuelto a la vida en 1895, gracias a los arqueólogos ingleses Bernard Grenfell, Arthur Hunt y Kenneth Boswell, y, hasta la fecha, se había revelado como el yacimiento más importante de papiros bizantinos y como una auténtica biblioteca de obras perdidas de autores clásicos.

– Y naturalmente, usted también es arqueólogo -afirmó Monseñor Tournier.

– En efecto. Trabajo… -se detuvo un momento, frunció la frente y se corrigió-, trabajaba en el Museo Grecorromano de Alejandría.

– ¿Ya no trabaja usted allí? -quise saber, extrañada.

– Ha llegado el momento de contarle una nueva historia, doctora -anunció Glauser-Róist. Y volvió a inclinarse hacia su cartera de piel, que descansaba en el suelo, y a sacar el envoltorio de lienzo blanco lleno de arena del Sinaí. Pero esta vez no me lo entregó; lo apoyó cuidadosamente sobre la mesa y, sujetándolo con ambas manos, lo contempló con un intenso destello metálico en sus ojos grises-. Al día siguiente de abandonar su laboratorio, y después de entrevistarme con Monseñor Tournier, como ya sabe, cogí un avión con destino a El Cairo. En el aeropuerto estaba esperándome el profesor Boswell, aquí presente, comisionado por la Iglesia Copto -Católica para servirme de intérprete y guía.

– Su Beatitud Stephanos II Ghattas -le interrumpió Boswell, colocándose nerviosamente las gafas en su sitio-, Patriarca de nuestra Iglesia, me pidió personalmente el favor. Me dijo que hiciera todo cuanto estuviera en mis manos para ayudar al capitán.

– En realidad, la ayuda del profesor ha sido inestimable -añadió el capitán-. Hoy no tendríamos…, esto -y señaló el paquete con el mentón- si no fuera por él. Cuando me recogió en el aeropuerto, Boswell conocía aproximadamente la tarea que yo tenía que realizar y puso todos sus conocimientos, sus recursos y sus contactos a mi disposición.

– Me gustaría tomar otro café -interrumpió en aquel momento el cardenal Colli-. ¿Quieren ustedes también?

Monseñor Tournier miró rápidamente su reloj de pulsera e hizo un gesto afirmativo. Glauser-Róist volvió a ponerse en pie y a salir del reservado, pero, aunque tardó unos minutos más de lo que, para mí, resultaba soportable con aquella compañía, volvió con una enorme bandeja llena de tazas y una gran cafetera en el centro. Mientras nos servíamos, el capitán continuó hablando.

Entrar en Santa Catalina del Sinaí no había resultado una tarea sencilla, nos explicó Glauser-Róist. Para los turistas existe un horario limitado de visitas y un recorrido más limitado aún del recinto monástico. Dado que ellos no sabían qué era lo que debían buscar, ni cómo buscarlo, necesitaban amplia libertad de movimientos y de tiempo. El profesor, por tanto, había elaborado un arriesgado plan, que, sin embargo, funcionó a la perfección:

Aunque, en 1782, el monasterio ortodoxo de Santa Catalina del Sinaí se había independizado del Patriarcado de Jerusalén por remotas y confusas razones (convirtiéndose en Iglesia autocéfala, la llamada Iglesia Ortodoxa del Monte Sinaí), el Patriarcado seguía conservando cierto ascendiente sobre el monasterio y sobre su cabeza visible, el abad y arzobispo de dicha Iglesia. Pues bien, conociendo esta influencia, Su Beatitud Stephanos II Ghattas había pedido al Patriarca de Jerusalén, Diodoros I, que emitiese cartas de presentación para el capitán Glauser-Róist y el profesor Boswell, de manera que el recinto les abriese completamente sus puertas. ¿Por qué debía Santa Catalina acatar la petición del Patriarcado de Jerusalén? Muy sencillo, porque, de los dos visitantes, uno, el extranjero europeo, era un importante filántropo alemán interesado en donar varios millones de marcos al monasterio. De hecho, en 1997, desesperadamente necesitados de dinero, los monjes habían aceptado -por primera y única vez en su historia-, enseñar algunos de sus más valiosos tesoros en una magnífica exposición que tuvo lugar en el Museo Metropolitano de Nueva York. El propósito de aquella exposición había sido, no sólo conseguir el dinero que había pagado el propio museo por el evento, sino, además, captar inversores dispuestos a financiar la restauración de la antiquísima biblioteca y el extraordinario museo de iconos.

De modo que, con la intención de encontrar alguna pista que diese un nuevo impulso a la investigación, el capitán Glauser-Róist y el profesor Boswell se presentaron en las oficinas que la Iglesia Ortodoxa del Monte Sinaí tenía en El Cairo, y contaron sus mentiras con toda la sangre fría del mundo. Esa misma noche alquilaron un todoterreno preparado para cruzar el desierto y salieron hacia el monasterio. Les recibió el abad en persona, Su Beatitud el arzobispo Damianos, un hombre sumamente atento e inteligente, que les dio la bienvenida y les ofreció su hospitalidad durante todo el tiempo que quisieran. Esa misma tarde, comenzaron a inspeccionar la abadía.

– Vi las cruces, doctora -murmuró Glauser-Róist, claramente emocionado-. Las vi. Idénticas a las del cuerpo de nuestro etíope. Siete en total también, las mismas que reproducían las escarificaciones. Estaban allí, esperándome en el muro.

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