Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– ¡Esto es demasiado! -exclamó Farag, al oir el último verso.

– La verdad es que sí -convine.

– ¿Cómo no lo vimos antes? ¿Cómo no lo sospechamos cuando leimos el Purgatorio completo en Roma?

– Cuando usted lo leyó, profesor, ¿hubiera podido imaginar ni por un momento en qué consistían las siete pruebas? -quiso saber la Roca -. Es absurdo hacerse ahora esa pregunta. ¿Y si hubiera sido la India en lugar de Etiopía? Dante contaba lo que podía, se arriesgaba porque sabía que tenía una buena historia y era ambicioso, pero no era un loco y no quería correr riesgos inútiles.

– De todas manera le mataron -repuse con sorna.

– Sí, pero él no deseaba llegar hasta ahí, por eso disimulaba los datos.

Al fondo, donde convergían las dos orillas del Atbara, empezaba a divisarse la aldea de Antioch y su embarcadero. Un tibio rayo de sol crepuscular me calentaba el hombro derecho y me dio un doloroso vuelco el estómago cuando vi las densas columnas de humo que, desde la aldea, se elevaban hasta el cielo. Hubiera deseado que el Neway diera la vuelta, pero ya era demasiado tarde.

Mientras el alma de aquel lujurioso (que luego resultaba ser el poeta Guido Guinizzelli, miembro, como el mismo Dante, de la sociedad secreta de los Fidei d’Amore), pregunta a nuestro héroe por qué interrumpe la luz del sol, otro grupo de espíritus se aproxima en dirección contraria caminando por el sendero ardiente. Escuchando lo que dicen ambos grupos, que se besan y se hacen muchas fiestas al encontrarse, Dante deduce que unos son los lujuriosos heterosexuales y otros los lujuriosos homosexuales. Contra su costumbre, les consuela muchísimo -quizá por sentirse benevolente hacia este pecado o porque resulta que la mayoría de los que allí se encuentran son literatos como él-, recordándoles que les falta muy poco para alcanzar la paz y el perdón de Dios, porque el cielo está lleno de amor.

Nada más empezar el Canto XXVII, con el día prácticamente acabado, los tres viajeros llegan a un punto en el que todo el sendero está ardiendo en llamas. Se les aparece, entonces, un ángel de Dios, muy alegre, que les anima a atravesarlas y Dante, horrorizado, se tapa la cara con los brazos y se siente « como aquel al que meten en la fosa ». Virgilio, sin embargo, viéndole tan asustado, le tranquiliza:

Hacia mí se volvieron mis buenos

escoltas y me dijo Virgilio: «Hijo,

puede aquí haber tormento, mas no muerte.

Cree ciertamente que si en lo profundo

de esta llama aun mil años estuvieras,

no te podría ni quitar un pelo.»

– Eso también servirá para nosotros, ¿verdad? -interrumpí, esperanzada.

– No adelantes acontecimientos, Basileia.

La Roca, sin inmutarse, siguió leyendo cómo Dante, despavorido, permanecía reacio frente a las llamas sin atreverse a dar un paso.

Delante de mí Virgilio entró en el fuego,

pidiendo a Estacio que tras de mí viniese,

que en el camino había ido siempre en medio.

Al estar dentro, en el vidrio hirviendo

me hubiera echado para refrescarme,

pues tan desmesurado era el ardor.

Y por reconfortarme el dulce padre,

me hablaba de Beatriz mientras andaba:

«Ya me parece ver sus ojos.»

Siguiendo el sonido de una voz que canta desde fuera «Bienaventurados los limpios de corazón», y que es la del último ángel guardián -el cual, apareciéndose en forma de luz cegadora entre las llamas, borra la última «P» de la frente de Dante-, consiguen salir del fuego y se encuentran justo frente a la subida al Paraíso Terrenal. Así que, contentos y felices, inician el ascenso. Sin embargo, mientras suben, cae definitivamente la noche y tienen que tenderse en los escalones porque, como les advirtieron al principio, la montaña del Purgatorio no permite el ascenso nocturno. Tumbado allí, en aquella grada, Dante ve un cielo lleno de estrellas, «mayores y más claras de lo acostumbrado» y, contemplándolas, se queda profundamente dormido.

El Neway había virado en dirección al muelle de Antioch, donde la gente del pueblo, unas cien personas vestidas de blanco de los pies a la cabeza -túnicas, velos, pañuelos y taparrabos-, lanzaban gritos de bienvenida y daban saltos o agitaban los brazos en el aire. Parecía que el regreso de Mulugeta Maríam y sus marineros era motivo de una gran alegría. La aldea estaba formada por treinta o cuarenta casas de adobe apiñadas alrededor del embarcadero, con los muros pintados de vivos colores y techumbres de caña. Es cierto que todas lucían tubos negros que, a modo de chimenea, atravesaban los carrizos, pero las grandes humaredas que yo había visto cuando aún estábamos a bastante distancia nacían en algún lugar situado detrás de la propia aldea, entre esta y el bosque, y ahora parecían realmente enormes, semejantes a brazos de titanes que pugnaran por tocar el cielo.

Estábamos a punto de atracar, pero Glauser-Róist no parecía dispuesto a dejar el libro.

– Capitán, ya hemos llegado -le avisé, aprovechando una de sus cortas inhalaciones de aire.

– ¿Sabe usted a qué va a tener que enfrentarse exactamente en este pueblo, doctora? -me preguntó desafiante.

Los gritos de los niños, las mujeres y los hombres de Antioch se oían justo al otro lado del casco de la nave.

– No, no exactamente.

– Muy bien, pues sigamos leyendo. No deberíamos salir de este barco sin tener todos los datos.

Pero ya no había más datos. Habíamos terminado de verdad. A modo de conclusión, Dante Alighieri cuenta, no sin cierta melancólica belleza en sus palabras, cómo se despierta al amanecer del día siguiente y ve a Virgilio y a Estacio ya levantados, esperándole para terminar de subir las escaleras que le conducirán al Paraíso Terrenal. Su maestro le dice:

El dulce fruto que por tantas ramas

buscando va el afán de los mortales,

hoy logrará saciar toda tu hambre.

Dante se precipita hacia arriba, impaciente, y, cuando, por fin, llega al último peldaño y contempla el sol, los arbustos y las flores del Paraíso Terrenal, su querido maestro se despide de él para siempre:

El fuego temporal, el fuego eterno

has visto, hijo; y has llegado a un sitio

en el que yo, por mí mismo, ya no veo.

Te he conducido con ingenio y arte;

tu voluntad es ahora tu guía: fuera estás

de los caminos escarpados y estrechos.

No esperes ya mis palabras, ni consejos;

libre, sano y recto es tu albedrío,

y sería una falta no obrar como él te dicte.

Así pues, ensalzándote, yo te corono y te mitro.

– Se acabó -anunció la Roca, cerrando el libro. Parecía un poco menos Roca de lo normal, como si acabara de despedirse para siempre de un viejo amigo. Durante los últimos meses, Dante, el mejor poeta italiano de todos los tiempos, había formado parte esencial de nuestras vidas y aquel verso último y huidizo nos dejaba, bruscamente, un poco más solos.

– Creo que aquí muere la vía de este tren… -musitó Farag-. Tengo la sensación de que Dante nos abandona y me siento como huérfano.

– Bueno, él llegó al Paraíso Terrenal. Logró su objetivo, alcanzó la gloria y la corona de laurel. Nosotros -dije olfateando el intenso olor a humo- todavía tenemos que pasar la última prueba.

– Tiene razón, doctora. ¡Vámonos! -ordenó Glauser-Róist, poniéndose en pie de un salto. Pero le vi acariciar a escondidas la cubierta de su manoseado ejemplar de la Divina Comedia antes de dejarlo caer en el interior de la mochila.

La aldea de Antioch nos recibió con una gran algarabía. Nada más vernos aparecer en cubierta, los gritos de alegría, las palmas y los vítores se volvieron ensordecedores.

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