Le Mans me miró inexpresivamente y, tras unos instantes, asintió. Era probable que él estuviera limitándose a cumplir con un trabajo más o menos rutinario, pero yo había llegado a aborrecerle de tal modo que le consideraba, más que a cualquier otra persona en el mundo, mi principal enemigo.
– Ni la mujer ni el niño podrán estar delante. Sólo vos.
– Muy bien -repuse y, dándole la espalda, descendí ladera abajo, despreocupado ya de cuanto pudiera hacer falta para los trabajos de la noche. ¿No estaba el conde a cargo del tesoro? Pues que estuviera también a cargo de cuantas pesadas tareas ocasionara. No pensaba mover ni un dedo para sacarlo a la luz. En el fondo, él tenía razón: mi única obligación era encontrarlo; todo lo demás era de su competencia.
Jonás estaba impaciente por saber. Sara y él me esperaban en la puerta del albergue sentados junto a una hoguera con un grupo de peregrinos bretones. Al verme, el muchacho dio un res-pingo y quiso incorporarse para correr hacia mi. Sin embargo, un gesto disimulado de Sara, que le sujetó levemente con la mano, le contuvo. De nuevo me di cuenta de que aquella judía era una mujer admirable. No sabia nada de lo que yo estaba haciendo pero, en lugar de preguntar, indagar o sonsacar, aceptaba tranquilamente el misterio y vigilaba el apasionado temperamento del muchacho para que no despertara los recelos de nadie, como si intuyera que muchos ojos podían estar observándonos.
Sin decir nada, me senté junto a ellos y permanecimos de charla con los bretones hasta la hora de la cena, bebiendo un vino excelente que aquéllos portaban en un pellejo de cabrito que fue pasando de mano en mano. Los monjes nos sirvieron en las escudillas una espesa sopa de cebolla y calabaza, acompañada con pedazos de tocino seco y hogazas de pan de trigo.
Al cerrar la noche, una vez que todos se hubieron retirado a descansar, emprendí de nuevo la subida a Suso para encontrarme con el conde. La oscuridad hacia parecer siniestro el mismo bosquecillo que durante el día me había dado la sensación de ser plácido y agradable. Mis pasos crujían sobre la hojarasca y, a mi alrededor, en las ramas altas de los árboles, ululaban los búhos y silbaban las lechuzas. La tenue llama de mi lamparilla de sebo se estremecía y sofocaba con la brisa fría que corría a ráfagas por el boscaje. Íntimamente me sentí agradecido por llevar al cinto el puñal de Le Mans, pero si una banda de peligrosos salteadores me hubiera atacado en aquel momento, no me hubiera sentido peor de lo que me sentí cuando por fin alcancé el viejo monasterio y llegué a la tumba de santa Oria.
Unos tablones de madera apoyados sobre la roca cubrían la boca de la cripta ahora sin tapiar, pues el muro que la emparedaba había desaparecido. Cúmulos de escombros se amontonaban por los alrededores y ni un alma circulaba por allí, como si el mundo se hubiera quedado deshabitado por algún maleficio. Dentro de la celda, el suelo aparecía excavado y unas escaleras de madera permanecían apoyadas en el interior de un pozo de tamaño algo mayor que los demás. Al asomarme, alumbrando por encima de mi cabeza con la lamparilla de sebo, vi una pequeña cámara hueca, un sótano completamente vacío salvo por varios rollos abandonados de cuerdas de cáñamo. El maldito conde no había querido esperar para hacerse cargo del tesoro.
– ¡Joffrooooooi! -aullé en mitad del silencio de la noche con toda la fuerza que la rabia y la impotencia dieron a mis pulmones. Pero no obtuve contestación. Me ahogaba de indignación, me hervía la sangre de ira.
No di ningún tipo de explicaciones a Sara y al chico, aunque los dos se morían por saber qué había pasado y a qué obedecía mi malhumor. Ignorándoles, me encerré en un mutismo hermético y, en silencio, iniciamos al día siguiente la caminata del nuevo tranco. No paraba de darle vueltas a lo sucedido. ¿En tan poco valoraban el Papa y mi Orden lo que yo estaba haciendo? ¿Acaso habían dado instrucciones a ese necio de Le Mans para que actuara a mis espaldas, despreciándome y tratándome como a un sirviente? ¿Pensaban, quizá, que yo iba a robar el oro? En aquel momento me encontraba como al principio: con las manos vacías por culpa de la ceguera y la avaricia de aquellos que, cómodamente, esperaban en Aviñón el resultado de mi trabajo. Quizá entre las riquezas encontradas en la celda no había nada que me hubiera servido para reanudar las pesquisas, pero ¿y si no era así? ¿Y si el estúpido de Le Mans había estropeado algo importante? De nada valía mi enojo. En cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Pasamos por Santo Domingo de la Calzada y Jonás y yo rendimos devoción ante su sepulcro, tal como marca la tradición del Camino. El sosiego que inundaba el interior del templo me fue devolviendo poco a poco la calma. Aproveché aquella breve separación de Sara para poner al muchacho al tanto de lo sucedido, el cual, después de escucharme hasta el final, se quedó ensimismado mirando la gallera de madera en la que permanecían encerradas dos aves de corral de plumaje blanco (en conmemoración de un milagro realizado por santo Domingo, que resucitó a un inocente injustamente ahorcado). Luego, bajando la cabeza, dijo:
– Siento reconocerlo, sire , pero Le Mans sólo es un lacayo de Su Santidad. Por lo que sabemos de él, seria incapaz de hacer nada que no le hubiese ordenado su amo. Que Dios me perdone por pensar mal del Papa -¿por qué tenía la sensación, escuchándole, de que era un hombre y no un mozalbete quien hablaba? ¡Qué cambios de un día para otro! Deseaba con todo mi corazón que cuando se detuviera aquella rueda de transformaciones, el resultado final fuera tan admirable como el que ahora tema delante-, pero creo que el conde sólo ha hecho lo que le habían mandado hacer.
– Lo cual demuestra, una vez más -añadí, siguiendo su razonamiento-, que estamos siendo utilizados para una empresa que poco tiene de honorable y digna.
En ese momento, inesperadamente, el gallo cantó dentro de la jaula. Un rumor creció en el interior de la iglesia. Jonás y yo nos miramos extrañados y miramos a nuestro alrededor buscando una explicación a aquella algarabía. Un viejo lombardo ataviado con la vestimenta de peregrino nos sonrió.
– ¡El gallo ha cantado! -dijo en su lengua, dejando escapar el aire y la saliva entre los pocos dientes que le quedaban-. Todos los que lo hemos oído tendremos en adelante buena suerte para el Camino.
El día del equinoccio de otoño, el vigésimo primero de septiembre, salimos de Santo Domingo cruzando el puente sobre el río Oja, y seguimos la calzada que llevaba hasta Radicella [36].
Atravesamos Belfuratus [37] , Tlosantos, Villambista, Espinosa y San Felices pateando un camino encharcado y lleno de piedras que destrozó nuestras sandalias de cuero, y al anochecer, después de cruzar el río Oca, llegamos -cansados, hambrientos y sucios- a Villafranca, frontera occidental de Navarra con el reino de Castilla, que según nuestro guía Aymeric, «es una tierra llena de tesoros, de oro, plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel. Sin embargo, carece de arbolado y está llena de hombres malos y viciosos». Lo cierto es que las aguas estaban revueltas en Castilla y que el país no era un lugar muy seguro en aquellos momentos: tras la muerte del rey Fernando IV, su madre, la reina Maria de Molina, sostenía frecuentes disputas con los infantes del reino (sus propios hijos y cuñados) por la regencia del actual rey Alfonso XI, menor de edad. Estas disputas se traducían frecuentemente en cruentos enfrentamientos sociales que dejaban centenares de muertos por todos los rincones del reino. En aquel septiembre de 1317 las cosas estaban un poco más tranquilas por hallarse en vigor un pacto según el cual se habían convertido en tutores del rey tanto la reina Maria como los infantes Pedro, tío del niño, y Juan, tío-abuelo, por ser hijo de Alfonso X, apodado el Sabio.
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