Julia Navarro - La Biblia De Barro

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En Roma, un hombre se confiesa: Padre, me acuso de que voy a matar a un hombre. Al mismo tiempo Clara Tannenberg, una joven arqueologa nieta de un poderoso hombre de oscuro pasado, anuncia en el transcurso de un congreso el descubrimiento de unas tablillas que, de ser autenticas, serian la prueba cientifica de la existencia del patriarca Abraham: se trata de la obra de un escriba que recogio el relato del profeta sobre la creacion del mundo, la confusion de las lenguas en Babel y el Diluvio Universal. Una autentica Biblia de Barro. Junto a un equipo de arqueologos, poco antes del inicio de la ultima guerra del Golfo, Clara pondra en marcha unas arriesgadas excavaciones que alientan a muchas personas a acabar con su vida y la de su abuelo: desde millonarios traficantes de arte hasta cuatro amigos que no desistiran hasta culminar una implacable venganza. Tras el espectacular exito de La Hermandad de la Sabana Santa, Julia Navarro se consagra con esta electrizante novela en la que el lector viajara hasta los tiempos biblicos pasando por la Europa de la Segunda Guerra Mundial, Egipto, Siria, Estados Unidos, Italia, Francia, España y el Irak de los ultimos tiempos de Sadam.

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Uno de los invitados dijo ser médico y se acercó a examinar a Clara, descubriendo un minúsculo pinchazo en la zona del corazón.

– ¡Rápido, una ambulancia! ¡Se está muriendo!

Dos guardias de seguridad, seguidos por un elegante invitado, se escabulleron del lugar dirigiéndose a la sala donde estaba custodiada la Biblia de Barro .

Ante fue con paso veloz a la pequeña sala donde los monitores enseñaban hasta el último rincón del museo. Entró sin llamar a la puerta y disparó dos veces al guardia que vigilaba los paneles. Apartó el cuerpo del hombre ocultándolo en un rincón y cerró la puerta dispuesto a no dejar pasar a nadie. Desconectó todas las alarmas del museo. Pudo ver con nitidez cómo sus compañeros entraron en la sala y cómo antes de que el guardia de seguridad pudiera reaccionar le dispararon con una pistola con silenciador. En menos de dos minutos habían guardado las tablillas en una bolsa y salieron de la estancia.

El croata sonrió para sus adentros. Estaba a punto de culminar la misión. Sin él como topo, la operación no habría podido hacerse en aquellas circunstancias.

Luego clavó los ojos en otro monitor, donde se veía a Clara en brazos de Picot al que Fabián y los guardias de seguridad auténticos abrían paso hacia la salida.

No supo por qué, acaso por su indiferencia, le llamó la atención la figura de una mujer entrada en años que aparecía en otro de los monitores. La mujer no parecía prestar atención a lo que estaba pasando, en realidad era la única que no mostraba ninguna preocupación mientras caminaba lentamente abriéndose paso hacia la salida.

Se preguntó qué llevaría la mujer en la mano, puesto que parecía guardar algo, pero no alcanzaba a verlo.

Mercedes Barreda salió del museo y respiró con agrado el aire cálido de la primavera de Madrid. Siempre le había gustado la armonía del barrio de Salamanca, donde estaba situado el Museo Arqueológico. Comenzó a caminar sin rumbo, tranquila e íntimamente satisfecha por el momento vivido. No se fijó en dos hombres elegantemente vestidos, que se metían en un coche que les estaba esperando. Lo único que le preocupaba era cómo deshacerse del punzón que había clavado en el corazón de Clara. No había dejado huellas porque llevaba unos finísimos guantes de piel, de manera que lo tiraría a cualquier alcantarilla, Pero no lo haría en aquel barrio, sino en cualquier otro lugar, lejos de allí.

Paseó sin rumbo durante una hora y después paró un taxi, al que pidió que la llevara al hotel Ritz, donde estaba alojada.

Pensó en regresar a Barcelona, pero cambió de idea; no tenía por qué huir, nadie la buscaba, nadie la relacionaba con la muerte de Clara Tannenberg. No obstante, se cambió de ropa y volvió a salir a la calle en dirección a la estación. Encontró una alcantarilla cerca del Museo del Prado y arrojó el punzón. Ya de regreso al hotel pensaba satisfecha en lo fácil que le había resultado acabar con la vida de Clara.

No había dudado en la manera en que debía matarla. Cuando era una adolescente y vivía en Barcelona su abuela le había relatado el asesinato de Isabel de Austria.

Un hombre se había acercado a la emperatriz y le había clavado un punzón; ésta había caído muerta al poco tiempo, con apenas unas gotas de sangre manchándole el vestido.

Cuando comenzó a soñar en matar a Clara había visualizado el momento en que le clavaría el punzón en el corazón. No había sido fácil encontrar el arma. Había buscado el objeto en las tiendas de los chamarileros, e incluso había rebuscado entre el material utilizado por los obreros de su empresa. Fue entre el material de desecho donde encontró el objeto deseado, que limpió y pulió como si de una obra de arte se tratara.

Ya en la habitación del hotel abrió la nevera, sacó una botella de champán y se obsequió con una copa. Por primera vez en sus muchos años se sentía pletórica y satisfecha.

* * *

Lion Doyle estaba furioso. Clara Tannenberg estaba muerta, pero no la había matado él y eso podía significar no cobrar lo que restaba de sus honorarios. Pensó que el asesino había sido un profesional; de lo contrario no imaginaba quién podía haber tenido el valor y la sangre fría de asesinar a Clara delante de cientos de personas. Le habían clavado algo en el corazón, un objeto fino y alargado que le había atravesado el órgano vital. Pero ¿quién había sido?

Él pensaba haberla matado aquella noche. Sabía que se alojaba en casa de Marta Gómez y que nadie sospecharía nada extraño si se presentaba allí. Le dejarían pasar y una vez dentro acabaría con la vida de la Tannenberg que le faltaba. Había pensado en que también tendría que matar a la profesora Gómez, pero ése habría sido sólo un inconveniente más. El problema es que ahora no podía decir a Tom Martin que había rematado el encargo. A Lion le irritaba ver llorar a Gian Maria, quien, desolado, salía del museo acompañado de Miranda camino del hospital, donde habían llevado el cadáver de Clara para que certificaran la muerte y le hicieran la autopsia.

George Wagner acababa de terminar una reunión cuando su secretaria le pasó la llamada urgente de Paul Dukais.

– Ya está, misión cumplida -le dijo.

– ¿Todo?

– Sí, tenemos lo que querías. Por cierto que… que la nieta de tu amigo ha sufrido un accidente. Alguien la ha asesinado.

– ¿Cuándo llegará el paquete?

– Está viajando, llegará mañana.

Wagner no hizo ningún comentario. Tampoco Enrique Gómez ni Frankie Dos Santos pusieron ninguna objeción por el asesinato de Clara. No les importaba y además no tenían nada que ver con ello.

Su única preocupación era comenzar a sacar al mercado los objetos de la rapiña perpetrada en los museos iraquíes. George había propuesto que excepcionalmente se reunieran para brindar por el éxito de la empresa y haberse hecho con la Biblia de Barro. Ansiaba tenerla en sus manos antes de entregársela al comprador.

Lion Doyle telefoneó a Tom Martin desde una cabina.

– Han matado a Clara Tannenberg -le dijo.

– ¿Y…?

– No sé quién ha sido -respondió compungido.

– Vente para aquí, tenemos que hablar.

– Llegaré mañana.

En el hospital, Yves paseaba de un lado a otro de la sala de espera, incapaz de decir palabra. Tampoco Miranda, Fabián y Marta tenían ganas de hablar y Gian Maria sólo era capaz de llorar.

Dos inspectores de policía aguardaban, como ellos, el resultado de la autopsia. El inspector García les había pedido que, una vez les hubieran informado, le gustaría que le acompañaran a la comisaría para tratar de esclarecer los hechos.

El forense salió de la sala donde acababa de practicar la autopsia a Clara.

– ¿Hay algún familiar de la señora Tannenberg?

Picot y Fabián se miraron, sin saber qué responder. Marta se hizo cargo de la situación.

– Nosotros somos sus amigos, no tiene a nadie más aquí. Hemos intentado ponernos en contacto con su marido, pero hasta el momento no le hemos localizado.

– Bien; a la señora Tannenberg la han asesinado con un objeto punzante, un estilete, un punzón… algo afilado y alargado que le ha llegado hasta el mismísimo corazón. Lo siento.

El médico les dio algunos detalles más sobre el resultado de la autopsia, y luego entregó el informe al inspector García.

– Inspector, estaré aquí un rato más; si necesita alguna aclaración, llámeme.

El inspector García, un hombre de mediana edad, asintió. Aquel caso parecía ser más complicado de lo que a simple vista parecía, y necesitaba resultados rápidos. La prensa estaba llamando al ministerio para recabar información. El suceso no podía ser más llamativo: una arqueóloga iraquí, asesinada en el Museo Arqueológico de Madrid cuando inauguraba una exposición a la que asistían autoridades políticas y académicas, y en la que se proponía desvelar un tesoro, que a su vez había sido robado ante los ojos de doscientos invitados, incluidos la vicepresidenta y dos miembros del Gobierno.

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