Le preocupaba no haber logrado que le dijeran cuándo iban a trasladar al Museo Arqueológico la Biblia de Barro , ahora en la caja fuerte de un banco madrileño. Marta le contó que guardaban como un gran secreto la existencia de las tablillas y que hasta el día de la inauguración no harían público el descubrimiento ante la prensa de todo el mundo.
Clara ni siquiera había permitido que las tablillas fueran a Roma para ser analizadas por los científicos del Vaticano. Gian Maria había insistido en que el mejor aval de las tablillas sería que la Santa Sede las reconociera como auténticas, pero al parecer Clara Tannenberg había respondido que el Vaticano no tendría más remedio que rendirse ante la evidencia.
Faltaban dos días para la inauguración, y los responsables del museo habían habilitado una sala dotándola con medidas de seguridad extraordinarias que impedirían que las tablillas corrieran ningún peligro.
Clara y Picot, junto a Fabián y Marta, se habían encargado personalmente de organizar la sala, desde las luces a los paneles, pasando por la vitrina donde expondrían las tablillas, aunque éstas no serían depositadas en el lugar hasta una hora antes de que se abrieran las puertas del museo para la inauguración de la exposición.
– ¿Nerviosa? -preguntó Yves Picot a Clara.
– Sí, un poco, nos ha costado tanto llegar hasta aquí… ¿Sabes?, echo de menos a mi abuelo; no merecía morir así ni que le arrebataran este momento.
– ¿Aún no sabes nada sobre quién pudo asesinarle? Clara negó con la cabeza mientras procuraba contener las lágrimas.
– ¡Vamos! Hablemos de otra cosa -la consoló Picot pasándole la mano por el hombro.
– ¿Interrumpo algo?
Yves Picot soltó a Clara y se quedó mirando a Miranda sin saber qué hacer. La periodista se las había ingeniado para que la dejaran entrar en el museo aun cuando faltaban unas cuantas horas para la inauguración.
Clara se acercó a Miranda y le dio un beso en la mejilla, al tiempo que le aseguraba que se alegraba de verla. Luego salió de la sala, dejándola sola con Picot.
– Parece que no te alegras de verme… -le dijo la periodista al atónito profesor.
– Te he buscado sin éxito, supongo que te lo habrán dicho en tu empresa -respondió éste a modo de protesta.
– Lo sé, pero tuve que quedarme más tiempo del previsto en Irak, ya sabes cómo está la situación allí.
– ¿Cómo te has enterado de esto?
– ¡Vamos, profesor, que soy periodista y leo los periódicos! En Londres aseguran que vais a mostrar un descubrimiento extraordinario.
– Sí, la Biblia de Barro …
– Lo sé, Clara y yo tuvimos serias diferencias a cuenta de esas tablillas.
– ¿Por qué?
– Porque a mi juicio las ha robado, quiero decir que son de Irak y que no debió sacarlas sin permiso.
– Dime quién podía haberle dado ese permiso; te recuerdo que había comenzado la guerra.
– Su propio marido, Ahmed Huseini se llama, ¿no? Al fin y al cabo, era el jefe del departamento de Antigüedades.
– ¡Por favor, Miranda, no seas ingenua! En todo caso no nos vamos a quedar con las tablillas. Cuando la situación en Irak se aclare esas tablillas volverán allí. Mientras tanto se quedarán en depósito en el Louvre, que es el museo más importante de arte mesopotámico.
Fabián les interrumpió nervioso.
– Yves, acaban de llamar del banco; ha salido el camión blindado hacia aquí.
– Vamos a la puerta; acompáñanos, Miranda.
Una vez depositadas las tablillas Clara cerró con llave la vitrina y apretó emocionada el brazo de Gian Maria; luego se volvió hacia donde estaban Picot, Fabián y Marta, y les sonrió.
El jefe de seguridad del museo les volvió a explicar las medidas extraordinarias que habían adoptado para con aquella sala y Clara pareció satisfecha de lo que oía.
– Estás muy guapa -le piropeó Fabián.
Ella, agradecida, le dio un beso en la frente. El traje de chaqueta de color rojo fuego iluminaba su rostro bronceado, en el que destacaba su mirada azul acero.
Diez minutos más tarde se abrían las puertas del museo ante la llegada de los miembros del Gobierno español, la Vicepresidenta y dos ministros, además de autoridades académicas llegadas de todas partes del mundo para asistir a la inauguración de una exposición que prometía ser extraordinaria.
Arqueólogos y profesores europeos y norteamericanos alababan los objetos encontrados distribuidos por las vitrinas en distintas salas del museo. Mientras tanto, la profesora Gómez y Fabián Tudela explicaban a las autoridades españolas los pormenores de los objetos hallados.
Los camareros, cargados con bandejas repletas de bebidas y canapés, se paseaban entre los invitados a los que la visión de tanta belleza parecía haberles abierto el apetito.
Picot y Clara habían decidido que hasta una hora más tarde no mostrarían solemnemente a invitados y prensa la sala donde guardaban la Biblia de Barro .
Los invitados comentaban entre sí en qué consistiría la sorpresa que les habían prometido para esa tarde de sábado.
Ante Plaskic divisó al equipo de hombres de Planet Security dispersos por el museo: unos camuflados como camareros, otros como guardias de seguridad, incluso como invitados. Tampoco se le escapó que Lion Doyle, a pesar de llevar la sonrisa dibujada permanentemente en el rostro, tenía un rictus que delataba tensión.
Tal y como había organizado el robo, no tenían más remedio que intentar hacerse con las tablillas antes de que se abrieran las puertas de la sala donde estaban expuestas. Correrían un gran riesgo, pero no tendrían otra oportunidad de hacerse con la Biblia de Barro . Repasó mentalmente las estrictas medidas de seguridad a las que deberían enfrentarse, y se dirigió hacia la sala donde estaba la alarma. Tenía diez minutos para hacerse con las tablillas y salir del museo.
– Señoras y señores, un minuto de silencio, por favor-pidió Yves Picot-. Les ruego que terminen su visita por estas salas, porque en quince minutos les pediré que nos acompañen a una sala muy especial donde hemos depositado un tesoro arqueológico de valor incalculable, cuyo descubrimiento tendrá una repercusión trascendental, no sólo en la comunidad académica, sino también en la sociedad y en la Iglesia. Acompáñennos, por favor.
El profesor Yves Picot, Marta Gómez y Fabián Tudela explicaban a la Vicepresidenta del Gobierno español la importancia del descubrimiento de la Biblia de Barro ; más atrás les seguía Clara, junto a un ministro y el rector de la Universidad de Madrid.
Una mujer elegantemente vestida, con un traje de chaqueta de Chanel, y con un rostro tan bello como sereno a pesar de la edad se acercaba despreocupadamente hacia Clara. La mujer le sonrió y Clara respondió a la sonrisa amable de la desconocida. Alguien debió de empujar a la mujer porque ésta pareció tropezar, lo que la llevó a chocar con Clara. Al separarse de aquella mujer, una mueca de dolor cruzó por el rostro de Clara mientras la mujer se disculpaba y seguía andando con una sonrisa dibujada en los labios.
Clara estaba explicando al rector que lo que iba a ver eran unas tablillas con un contenido extraordinario cuando, de repente, se llevó la mano al pecho y cayó al suelo ante el estupor de cuantos la rodeaban.
Yves Picot y Fabián se arrodillaron de inmediato intentando hacer reaccionar el cuerpo desmadejado de Clara, que abría y cerraba los ojos como si estuviera conjurando una pesadilla.
Fabián gritó pidiendo un médico y una ambulancia, mientras Miranda intuía que algo extraordinario acababa de suceder. Ante Plaskic hizo una seña a los hombres de la compañía, y éstos entendieron que debían aprovechar la oportunidad que se les brindaba.
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