Julia Navarro - La Biblia De Barro

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En Roma, un hombre se confiesa: Padre, me acuso de que voy a matar a un hombre. Al mismo tiempo Clara Tannenberg, una joven arqueologa nieta de un poderoso hombre de oscuro pasado, anuncia en el transcurso de un congreso el descubrimiento de unas tablillas que, de ser autenticas, serian la prueba cientifica de la existencia del patriarca Abraham: se trata de la obra de un escriba que recogio el relato del profeta sobre la creacion del mundo, la confusion de las lenguas en Babel y el Diluvio Universal. Una autentica Biblia de Barro. Junto a un equipo de arqueologos, poco antes del inicio de la ultima guerra del Golfo, Clara pondra en marcha unas arriesgadas excavaciones que alientan a muchas personas a acabar con su vida y la de su abuelo: desde millonarios traficantes de arte hasta cuatro amigos que no desistiran hasta culminar una implacable venganza. Tras el espectacular exito de La Hermandad de la Sabana Santa, Julia Navarro se consagra con esta electrizante novela en la que el lector viajara hasta los tiempos biblicos pasando por la Europa de la Segunda Guerra Mundial, Egipto, Siria, Estados Unidos, Italia, Francia, España y el Irak de los ultimos tiempos de Sadam.

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– ¿Te encuentras mal?

– No, no, es que estoy cansada.

El cámara de la televisión francesa se encogió de hombros ante la respuesta de Miranda. Era evidente que la mujer no había prestado atención a la conversación durante la cena y que su entrecejo fruncido era un signo evidente de que algo le preocupaba.

– Bueno, te diré lo que Lauren Bacall a Humphey Bogart: si me necesitas, silba…

– Gracias, Jean, pero estoy bien. Esto es agotador, llevamos demasiado tiempo aquí esperando a que los norteamericanos decidan comenzar la guerra; ya estoy harta.

– Pues más vale que te armes de paciencia, a no ser que quieras marcharte -respondió el francés.

– No, no quiero marcharme, pero casi quiero que pase algo de una vez, aunque sea la guerra.

– Como siempre, eres políticamente incorrecta -dijo una periodista inglesa con la que había coincidido en otros conflictos bélicos.

– Lo sé, Margaret, lo sé, pero estáis todos tan hartos como yo, y me apuesto lo que queráis a que estáis deseando que pase algo.

La discusión duró hasta la medianoche, de manera que enlazaron la cena con unas copas servidas generosamente en un local discreto situado cerca de la calle Baladiya.

Cuando regresó al hotel Miranda rechazó tomar una última copa y se dirigió a su habitación, ansiosa por saber si Clara aún se encontraba allí.

Abrió la puerta con cuidado y encontró a las dos mujeres en el suelo acurrucadas junto a la pared, cubriéndose con la colcha. Tanto Clara como Fátima dormían profundamente, y vio reflejado en sus rostros una mezcla de cansancio y desesperanza.

Se desvistió con cuidado y dudó si decirles que compartieran la cama con ella. Luego pensó que de nada serviría despertarlas, puesto que la cama era pequeña y no cabrían las tres.

– ¿Dónde está Clara?

Gian Maria esperaba que Ante Plaskic le hiciera la pregunta y estaba preparado para mentir.

– No lo sé, ojalá supiera dónde poder encontrarla. Temo por ella.

– Ella no se habría ido sin despedirse de usted -insistió el croata.

– ¿Cree que si supiera dónde está no se lo diría? Se lo habría dicho a esos hombres que nos han pegado… yo… yo no estoy acostumbrado a la violencia, y si lo hubiese sabido…

– No lo habría dicho, estoy seguro -le cortó Ante Plaskic.

– ¡Vaya, sabe usted mucho!

– Sí, sé de lo que es capaz un hombre.

– Soy un sacerdote.

– También sé de lo que es capaz un sacerdote. En la guerra, el sacerdote de mi pueblo ayudaba a la gente. Un día llegó una patrulla de paramilitares buscando a un hombre, a un jefe de nuestras milicias. Le había escondido en la iglesia, pero no lo dijo; le torturaron delante de todo el pueblo arrancándole la piel a tiras, pero no lo dijo. Su sacrificio no sirvió de nada: encontraron al hombre y lo mataron después de arrasar el pueblo.

Gian Maria no pudo ocultar la impresión que le había provocado el relato del croata y haciendo un esfuerzo se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

– No busco compasión -le respondió Ante Plaskic.

– Todos necesitamos piedad y compasión -respondió el sacerdote.

– Yo no.

Ya había caído la noche y ambos parecían haberse recuperado lo suficiente como para intentar abandonar la Casa Amarilla. Las dos criadas les habían ayudado a ordenar el exiguo equipaje que llevaban. Una de ellas les dijo que tenía un primo que vivía cerca y que, si le pagaban bien, podría llevarles con el coche hasta el hotel Palestina. Aceptaron y en esos momentos aguardaban a que la mujer regresara con su primo.

– ¿Por qué no confía en mí? -preguntó el croata.

– ¿Qué le hace pensar que no confío en usted?

– Nadie confía en mí. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que en Safran yo estaba de más; procuraban esquivarme cuanto podían.

– Si hubiese sido así, el profesor Picot no le habría aceptado en el equipo y Clara no habría consentido que se quedara.

– Pero yo soy tan insignificante que a pesar del malestar que les provocaba no me tenían en cuenta. Si desaparecía de su vista dejaban de pensar en mí; en realidad me pasaba los días encerrado en el almacén.

– Veo que se autocompadece.

– Se equivoca, describo la realidad. Ni yo le gustaba a ellos, ni ellos me importaban a mí.

– ¿Y entonces por qué aceptó el trabajo?

– Porque era eso, trabajo, y todos necesitamos trabajar.

Por fin llegó la criada con su primo, que les ayudó a meterse en el coche. No tardaron más de un cuarto de hora en llegar al hotel Palestina. Aún había gente rezagada entre el vestíbulo y el bar. El recepcionista les juró que no tenía ninguna habitación libre; sólo después de mucho insistir, y aceptar unos cuantos billetes de dólar que le entregaron discretamente, accedió a enseñarles dos habitaciones, que les anunció estaban en malas condiciones porque debían ser restauradas, pero las circunstancias lo habían impedido.

Tenía razón el hombre de la recepción. Las habitaciones a las que les llevó necesitaban no sólo una mano de pintura; también la moqueta había conocido tiempos mejores y los cuartos de baño no estaban muy limpios.

– Tendrán que arreglarse con esto. Ahora les traeré unas mantas.

Gian Maria quiso saber si Miranda y el resto de los periodistas que habían estado en Safran seguían en el hotel. El recepcionista les aseguró que sí.

– Bueno, a lo mejor mañana a alguno de ellos no les importa compartir sus habitaciones con nosotros… -dijo el sacerdote con un deje de esperanza.

Miranda dormía profundamente cuando la insistencia de unos golpes secos en la puerta la devolvieron a la realidad.

Se levantó de un salto y al ir hacia la puerta tropezó con Clara, que dormía profundamente al igual que Fátima.

– ¿Quién es? -preguntó en voz baja y la respuesta la sor-prendió.

– Gian Maria; por favor, ábrame, deprisa.

El sacerdote entró en la habitación mirando hacia atrás; preocupado por si alguien le seguía.

– ¿Están aquí? ¡Gracias a Dios! -dijo al comprobar los dos bultos acurrucados en el suelo.

– Espero que usted sea capaz de darme una explicación sobre lo que está pasando -le requirió la periodista.

– Si la encuentran pueden matarla -fue la respuesta de Gian Maria señalando a Clara, que en ese momento parecía salir del sueño profundo en que había estado sumida.

– ¿Por qué? -insistió Miranda.

– Porque ha encontrado la Biblia de Barro y se la quieren quitar -respondió Gian Maria.

– Esas tablillas no son suyas, pertenecen a los iraquíes, de manera que en esto no les sigo -replicó Miranda.

– ¿No nos va a ayudar? -preguntó Clara, ya totalmente despierta.

– Usted quiere llevarse algo que no le pertenece, de manera que eso es un robo. No puedo justificar que nadie robe, aunque estemos en vísperas de una guerra.

– ¡La Biblia es mía! -respondió Clara con la voz cargada de angustia.

– La Biblia de Barro es de Irak por más que la haya encontrado usted. Pero además, no me está diciendo la verdad. Su abuelo y usted son dos personas de confianza del régimen de Sadam, tanto es así que a su marido no le costó nada conseguir los permisos y todas las bendiciones del régimen para que el profesor Picot pudiera sacar de Irak buena parte de las piezas que encontraron en Safran; entonces, ¿por qué no le van a dar permiso para sacar estas tablillas? Ya, ya sé que son un descubrimiento extraordinario, pero eso no significa que no pueda conseguir la autorización para presentarlas al mundo entero en esa exposición que prepara Picot. Tampoco entiendo por qué la persiguen y mucho menos por qué una chica del régimen dice que su vida corre peligro. Salvo, claro está, que usted se quiera quedar con lo que no es suyo, y eso la convierte en una ladrona, aquí y en cualquier parte del mundo. De manera que me gustaría que mañana encuentre otro lugar donde esconderse. No quiero tener nada que ver con un robo, y dudo que el profesor Picot apruebe su actitud.

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