Julia Navarro - La Biblia De Barro

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En Roma, un hombre se confiesa: Padre, me acuso de que voy a matar a un hombre. Al mismo tiempo Clara Tannenberg, una joven arqueologa nieta de un poderoso hombre de oscuro pasado, anuncia en el transcurso de un congreso el descubrimiento de unas tablillas que, de ser autenticas, serian la prueba cientifica de la existencia del patriarca Abraham: se trata de la obra de un escriba que recogio el relato del profeta sobre la creacion del mundo, la confusion de las lenguas en Babel y el Diluvio Universal. Una autentica Biblia de Barro. Junto a un equipo de arqueologos, poco antes del inicio de la ultima guerra del Golfo, Clara pondra en marcha unas arriesgadas excavaciones que alientan a muchas personas a acabar con su vida y la de su abuelo: desde millonarios traficantes de arte hasta cuatro amigos que no desistiran hasta culminar una implacable venganza. Tras el espectacular exito de La Hermandad de la Sabana Santa, Julia Navarro se consagra con esta electrizante novela en la que el lector viajara hasta los tiempos biblicos pasando por la Europa de la Segunda Guerra Mundial, Egipto, Siria, Estados Unidos, Italia, Francia, España y el Irak de los ultimos tiempos de Sadam.

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Abrieron la puerta de la cocina que daba al jardín trasero y salieron con paso decidido y tranquilo hacia la cancela que daba a la puerta exterior. Nadie pareció reparar en ellas. Cuando salieron a la calle, Clara murmuró a Fátima que no apresurara el paso y que continuara tranquila, sin más prisa que la habitual. Caminaron en silencio, dejando atrás la Casa Amarilla.

Ayed Sahadi estaba encendiendo otro cigarrillo cuando Ahmed Huseini apareció al pie de la escalera preguntándole nervioso por Clara.

– No me he movido de aquí, de manera que estará en su cuarto -respondió Sahadi aspirando el humo del tabaco.

Ahmed Huseini subió la escalera con paso rápido, se acercó a la puerta del cuarto que también había sido suyo y llamó con los nudillos haciéndose anunciar. No hubo respuesta.

– ¡Clara, ábreme!

Se volvió hacia donde estaba apoyado Ayed Sahadi y de nuevo le preguntó por Clara.

– Ya le he dicho que no me he movido de aquí desde que el Coronel me envió. Desde luego no la he visto salir, de manera que tiene que estar ahí.

Ahmed Huseini abrió la puerta y entró en la habitación. Fátima había puesto flores en un jarrón colocado sobre la cómoda; el olor de las flores junto con el del perfume de Clara impregnaban la estancia, provocándole una oleada de nostalgia.

– Clara… -susurró esperando que apareciera su mujer de entre las sombras que empezaban a apagar la tarde, aunque era evidente que no estaba allí.

Salió del cuarto y con gesto contrito volvió a preguntar a Ayed Sahadi.

– Pero ¿dónde está mi mujer?

– ¿No está en la habitación? -Ayed Sahadi procuró imprimir un tono de alarma a su voz.

– No, no está, ha tenido que verla salir…

– No, no, no ha salido, se lo aseguro, aquí no se ha movido ni el aire desde que el Coronel me envió a vigilar. Tiene que estar ahí…

– ¡No! ¡No está! -gritó Ahmed.

Ayed Sahadi se dirigió a la habitación y abrió la puerta. Entró como si realmente creyera que iba a encontrar a Clara.

– ¡Tenemos que avisar al Coronel! -dijo Ahmed Huseini.

– Espere…, puede estar en algún otro lugar de la casa-respondió Ayed Sahadi.

Cada uno buscó por una parte de la casa, sin dar con ella ni con Fátima. Dos de las criadas dijeron que creían haber visto salir a Fátima con alguien, pensaron que con alguna de sus primas, puesto que iba vestida con la misma vestimenta que llevan las shiíes.

Cuando entraron en la sala de estar el Coronel hablaba por el teléfono móvil y por el tono no era difícil saber que discutía con alguien.

Al ver a los dos hombres solos, al Coronel no le costó imaginar que Clara había desaparecido.

– ¿Dónde está? -les preguntó con un tono de voz frío como el hielo.

– No está en su cuarto -respondió Ahmed.

El Coronel preguntó directamente a Ayed Sahadi, y esta vez en su tono afloraba la desconfianza.

– ¿Dónde está?

– No lo sé. Me situé en el descansillo de la escalera, y allí he estado hasta que ha venido Ahmed. Por tanto, se ha tenido que ir antes de que usted me enviara. Yo no me he movido de allí.

– La hemos buscado por toda la casa -dijo Ahmed, temiendo la reacción del Coronel.

– ¡Hemos sido unos estúpidos! -gritó el Coronel-. ¡Es igual de astuta que su abuelo y nos ha burlado!

Salió de la sala gritando órdenes a los soldados que custodiaban la casa. Un minuto después las dos criadas eran interrogadas. Uno de los hombres del Coronel sacó de su cuarto a Gian Maria y casi a empujones le llevó hasta la sala, donde ya estaba Ante Plaskic respondiendo a las preguntas del Coronel.

– ¡Usted la ha ayudado a huir! -bramó el militar.

– Le aseguro que no lo he hecho -aseguró sin demostrar miedo el croata.

– ¡Sí, sí lo ha hecho y confesará! Y usted lo mismo -gritó el Coronel dirigiéndose a Gian Maria.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Gian Maria pidiendo a Dios que le perdonara por mentir.

– ¿Dónde está Clara Tannenberg? ¡Usted lo sabe! ¡Ella no daba un paso sin usted! ¡Dígame dónde está!

– Pero… pero… yo… yo no sé… Clara… Clara… -Gian Maria se sentía sobrecogido por la situación.

Uno de los soldados se acercó al Coronel y le susurró algo en voz baja. Las dos criadas no sabían nada. Habían visto salir a Fátima con otra mujer. Creyeron que se trataba de una de sus parientes. Llevaban el carro de la compra y no sospecharon nada.

– De manera que se ha vestido como las mujeres shiíes… Hay que buscar en las casas de los parientes de Fátima -ordenó el Coronel.

Gian Maria recibió unos cuantos golpes de uno de los hombres del militar. El sacerdote pensó que no soportaría el interrogatorio y una vez más se encomendó a Dios, pidiéndole que le diera fuerzas para no traicionar a Clara. No lo hizo, aunque perdió dos dientes y el oído le sangraba cuando el soldado terminó con él.

Ante Plaskic tampoco estaba en mejor estado después de pasar por las manos de su interrogador. La suerte, pensó el croata, estaba con él, porque lo normal hubiese sido que el hombre le hubiera destrozado, y se había conformado sólo con golpearle.

– No saben nada -afirmó Ayed Sahadi.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -le preguntó el Coronel.

– Porque si ha huido como parece, no se lo habrá dicho a nadie. Ella nos conoce, sabe que tenemos métodos para hacer hablar a cualquier hombre, por tanto no podía correr el riesgo de confiarse a nadie.

El Coronel pensó en las palabras de Ayed Sahadi y las hizo suyas. Su hombre de confianza tenía razón. Clara sabía que él interrogaría a todos los de la casa y que de ser preciso les mandaría matar, de manera que no podía permitirse el lujo de confiar sus planes a nadie.

– Tienes razón, Ayed, tienes razón… Bien, dejad a esos dos. Quiero que los hombres vigilen la casa -ordenó-; nos vamos al cuartel general, a comenzar la caza. La pequeña Tannenberg pagará caro el haberme desafiado.

– Coronel, faltan sólo dos días, ¿no deberíamos olvidarnos por ahora de Clara? -dijo Ahmed Huseini, haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo ante el militar.

– ¿Quieres salvarla? Pues quítatelo de la cabeza. ¡No voy a dejar que nadie se burle de mí!

– Dentro de dos días los norteamericanos y los ingleses comenzarán a bombardear Irak; se supone que tenemos un trabajo que hacer. Mike Fernández me ha llamado esta mañana. Está preocupado, y mucho; teme que la desaparición de Tannenberg dificulte la operación -añadió Ahmed Huseini.

– Ese boina verde siempre está preocupado. Nosotros haremos nuestro trabajo, que él haga el suyo -respondió el Coronel.

– Señor, insisto en que Clara no debería de ser una prioridad. Lo importante es la operación. Lo que tenemos que hacer es difícil, nuestros hombres tienen que empezar a actuar en el momento en que empiecen a bombardearnos; no deberíamos distraernos con Clara. No puede ir muy lejos…

– Escucha, Ahmed, yo puedo ocuparme de Clara y de la operación, eres tú quien parece no ser capaz de controlar a una mujer. Nuestros amigos de Washington quieren la Biblia de Barro , es la parte más importante del negocio, de manera que la tendrán. Quiero verte en media hora en mi despacho; llama a mi sobrino para que venga también.

Cuando el Coronel se marchó, Ahmed Huseini intentó ayudar a Gian Maria a sentarse en un sillón. Luego pidió a una de las criadas que fuera al botiquín y buscara con qué curar las heridas del sacerdote.

Ante Plaskic estaba aún en el suelo, sin moverse, de manera que Huseini también intentó ayudarle a ponerse en pie, pero el croata se encontraba en peor estado que Gian Maria y apenas podía moverse, así que le dejó en el suelo.

Los dos soldados que se habían quedado en la habitación miraban impávidos sin hacer nada por ayudarle. Eran los mismos que acababan de interrogar al sacerdote y al croata y tanto les daba que éstos vivieran o murieran, ellos sólo hacían su trabajo, que era obedecer al Coronel.

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