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Marcos Aguinis: El Combate Perpetuo

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Marcos Aguinis El Combate Perpetuo

El Combate Perpetuo: краткое содержание, описание и аннотация

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El combate perpetuo: Una biografía admirable con ritmo de novela – Marcos Aguinis: Guillermo Brown es una de las figuras decisivas de la historia argentina. Sin embargo, el trato que la historia le ha dado a menudo ha oscurecido al hombre y acartonado al prócer. Este libro de Marcos Aguinis – `esta biografía con ritmo de novela`, como el mismo la define – es, además, una lúcida y exitosa operación de rescate. Rescate del héroe y del personaje, puesto que el almirante Guillermo Brown aparece en toda su dimensión épica, pero también porque tal dimensión no borra ni excluye los rasgos que lo convierten en el protagonista de un libro de aventuras. Alguien, como consigna el autor, cuyas vicisitudes hubieran apasionado por igual a los novelistas del siglo diecinueve y del siglo veinte. Y que apasionarán asimismo a los lectores. Redactada en tiempos difíciles, cuando la incertidumbre y el desaliento parecían volver impensable una obra de esta laya, El combate perpetuo invita a ser leída y releída como cautivante relato y también como forma de tratar la historia de un modo distinto, nunca esquemático ni maniqueo, siempre riguroso e inteligente.

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El domingo siguiente más de doscientos ciudadanos presididos por el Jefe de Policía ingresan en el salón de recibo del Fuerte para felicitar a Guillermo Brown por su flamante cargo. Uno de los concurrentes le dice con ampulosidad que el pueblo de Buenos Aires ha recibido con júbilo su designación porque en su persona los argentinos habían levantado un altar de reconocimiento y que, deseosos de ofrecerle un testimonio público de sus sentimientos le pedían que concediera a una parte de los allí congregados, el honor de hacer la guardia de la Fortaleza. Brown no quiere semejante homenaje, dice que se siente bien recompensado y les ruega que lo dispensen de esta nueva distinción. Pero la delegación no acepta retirarse, de modo que poco después, cincuenta hombres y tres oficiales, con música y bandera, relevan a la guardia veterana. El curtido y sensato Almirante no está feliz:

– La situación del país es triste -murmura mientras le presentan saludos.

Está inquieto, no encuentra sentido a la carnicería en curso.

– Esto es brutal e ilógico -repite a los allegados.

Presenta la renuncia, que Lavalle rechaza volviendo a recordarle sus deberes de soldado. Brown no duerme, se lo ve irritado, lee los partes de lucha con creciente dolor. El coronel Dorrego, apresado por los unitarios, solicita al Almirante Brown que utilice sus influencias para que le permitan salir del país. Brown escribe a Lavalle con encendida preocupación, solicitándole que acceda. Entiende con más inteligencia que los mismos argentinos el daño que puede originar cualquier exceso. En contraste con las opiniones de Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril, es partidario de salvar esa vida "asegurando su comportamiento de no mezclarse en los negocios políticos de este país, con una fianza de 200.000 o 300.000 pesos de que responderían sus amigos".

Cuando trasladan a Dorrego, dirige una nota al jefe de la escolta recomendándole "la necesidad que hay de la seguridad del individuo; en ello hará usted un servicio al país". También se dirige a Juan Manuel de Rosas, en su afán por detener la tempestad, imponiéndole de los graves acontecimientos ocurridos y pidiéndole se abstenga de tomar parte en las luchas de hermanos; "no se conseguirá más que envolver al país en desgracia y sangre". Sus oscuros temores pronto se convertirían en espantosa realidad.

Mientras, en su breve actividad como hombre de Estado honra al primer administrador de la vacuna en Buenos Aires y nombra a Alejo Outes en la cátedra de Física Matemática. En el Boletín del Gobierno publica una exhortación calificando a la guerra civil como "la barbarie contra la civilización y el crimen contra el orden".

Las coincidencias resultan asombrosas. Durante el breve y angustioso interregno de Brown ancla cerca de Buenos Aires un navío llamado Condesa de Chichester . A bordo viaja nada menos que el legendario general José de San Martín quien, informado sobre las luchas interiores, se resiste a desembarcar en la patria ensangrentada. Tomás Espora acude a presentar sus saludos al inolvidable jefe. Y San Martín, bajo la mirada de Espora, escribe al Gobernador delegado: "Yo no tengo el honor de conocerlo (a Guillermo Brown), pero como hijo del país, me merecerá siempre un eterno reconocimiento por los servicios tan señalados que ha prestado".

El héroe de los Andes y el héroe del Plata no se encontrarán nunca, pese a que respiraban el mismo aire del ancho río a sólo metros de distancia. San Martín retornará al melancólico ostracismo, Brown a su refugio en Barracas.

Pero antes ocurre el desastre presentido: Dorrego es fusilado por orden de Lavalle e instigación de quienes lo abruman con cartas y consejos belicosos. La tragedia de Navarro actuará como disparador de la noche que se desplomará sobre el país. El agridulce Almirante se desmorona al recibir la noticia: acaba de terminar una etapa de la historia nacional o -mejor dicho- de empezar otra, enlodada por el fanatismo.

El 4 de mayo de 1829 reitera su renuncia. "En diferentes ocasiones -escribe a Lavalle- he manifestado a V.E. los ardientes deseos que me animan a dejar el delicado puesto a que V.E. se dignó llamarme y que ocupé por la sola razón de no excusar sacrificio en favor de un país a quien debo tantas consideraciones y beneficios". Manifiesta que no puede soportar la carga, carga que sobrellevó con el único anhelo de traer la tranquilidad a este pueblo. Cuando "ha sido necesario combatir a los enemigos de la República, he cumplido el deber de un soldado y nunca he huido de las fatigas y el peligro". Pero ahora reclama decididamente que se lo libere de esas funciones.

Lavalle ya no logra oponerse a la fuerza de la dimisión y la acepta, formulando los más altos conceptos que le merece Brown. Nombra en su reemplazo al general Martín Rodríguez.

El modesto héroe de la guerra contra España y el Brasil se recluye en el castillejo de Barracas. Está rodeado de pajonales, recuerdos y fantasmas.

26

Brown se seca la frente con el antebrazo. Viste rústica ropa de labranza mientras cultiva la tierra. Levanta los ojos azules hacia los grandes aguaribayes que circundan la quinta. Una bandada de tordos se entrevera en el ramaje con estridencias desordenadas. Contempla luego los surcos abiertos por el arado y regresa a la amplia casona de tres pisos. Una suave brisa con aromas de la pampa abierta y helada acaricia su rostro curtido. Avanza por la espaciosa galería donde su mujer aspergea las flores que resisten el invierno. Se distiende en un fuerte sillón de caoba. Descansará un poco y después beberá té con el padre Fahy y otros amigos que le suelen visitar. Le abruma una extraña pesadumbre, como si estuviera por ocurrir una desgracia.

Con sus amigos lamenta que las experiencias nada dejen en el país. ¿Recuerdan la campaña de 1814? ¿Recuerdan los ingentes sacrificios que insumió construir la escuadra? ¿Y recuerdan que después del triunfo la desmantelaron como a un rancho inservible? ¡Usaron los cañones para construir una empalizada de adorno! y bien, ¿qué ha pasado después de la guerra con el Brasil? También olvidaron la importancia de la fuerza naval. Es vergonzoso: la Marina que consiguió mantener a raya a un enemigo tan fuerte, ha quedado reducida a la Capitanía de Puerto y algunas embarcaciones impotentes. Lo único bueno dentro de un cuadro tan gris fue la designación del bravo Tomás Espora como comandante. Pero claro: comandante de una Marina irreal. Y ni siquiera eso: ya le han acusado de federal tibio y don Juan Manuella acaba de eliminar con alguna elegancia. El pobre Tomás está enfermo de dolor.

El viejo marino ama a Tomás Espora, quien inició su carrera a los quince años a bordo de la corbeta Halcón y luego siguió a San Martín en su campaña. En la guerra contra el Brasil se batió en decenas de combates. Acaba de cumplir treinta y cinco años, está en la plenitud de su capacidad y, como ha ocurrido con muchos, pretende malograrla con intrigas. Hablan de él hasta que los envuelve la noche. Acompaña a sus amigos hasta la verja. Las estrellas enormes parecían diamantes al alcance de la mano, como en alta mar.

Cena frugalmente con Elizabeth y le cuenta las amargas coincidencias que ventiló esa tarde con sus amigos. Ella trata de restarle importancia:

– Las cosas no van mejor en Londres, fíjate qué me escriben desde allí.

Luego se encierra en su gabinete para revisar cartas y documentos. El juicio contra el miserable capitán Stirling prosigue morosamente en Gran Bretaña; estos ingleses son unos tunantes, no se deciden a hacer justicia.

Tarda en dormirse.

A la mañana siguiente se cumple el presentimiento. Los cardenales y jilgueros que se arremolinan con los primeros rayos del sol invernal encuentran a Brown caminando por la chacra aún envuelta en brumas. Una berlina ingresa en el ancho corredor de Barracas y se detiene frente a la austera casona. El negro salta del pescante y corre hacia la parte posterior del vehículo para abrir la puerta. Desciende un hombre pálido que atraviesa a la carrera el magro jardín y llama a la puerta. Tiene que ver al Almirante para comunicarle que ha muerto Tomás Espora. Guillermo Brown lo mira con enojo, como si fuera responsable del hecho. Sus músculos faciales se mueven en desorden. Repentinamente se introduce en el dormitorio y viste con arrebato. Regresa y sube al carruaje. El látigo silba sobre el lomo brillante de los caballos, la berlina cruje, salta, se inclina.

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