Andrés Trapiello - Al Morir Don Quijote

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En el quinto centenario de la primera publicación del Quijote una obra en torno a la universal novela de Cervantes ha ganado el premio de la Fundación José Manuel Lara, un galardón que entregan las once editoriales españolas más importantes. `Al morir Don Quijote`, de Andrés Trapiello, recrea la vida de los personajes del libro tras la muerte del hidalgo Alonso Quijano.
Trapiello (gran conocedor de la obra de Cervantes) recibió el premio de mano de la ministra de Cultura, Carmen Calvo, y de José Manuel Lara, presidente de la editorial Planeta, que afirma que este galardón apuesta por la literatura de calidad.
Hace cuatrocientos años empezó una historia que no ha terminado aún. Es la que cuenta en este libro. La de los personajes que Miguel de Cervantes dejó sin novela y que quedaron eclipsados por la fantástica peripecia del hidalgo caballero pero que, a pesar de su condición de secundarios, fueron protagonistas de su propia vida, de su propia novela.
Amigos, ama, sobrina, enemigos y escudero son algunos de los personajes que permanecieron a la muerte de don Quijote y con los que Andrés Trapiello construye una apasionante novela que conjuga intriga, ironía y peripecia literaria y consigue una narración ágil y deslumbrante.
Al morir don Quijote es una novela amena y fascinante que toma como punto de partida el mayor clásico español de todos los tiempos y que está llamada a ser un hito de la literatura contemporánea.

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Don Quijote no siempre encontraba fuerzas para estos litigios de carácter con su sobrina, y solía responderle paciente y amorosamente, pero otras veces le daba la callada por respuesta, y se iba, lo cual aún encolerizaba mucho más a la joven, que cuando le veía retirarse sin pelea, le reprochaba de lejos: «Eso, hágase vuestra merced el loco, y déme disgustos, que duraré menos en esta vida que mis señores padres».

Así que a don Quijote se le fueron quitando las ganas de intervenir en los negocios caseros, y los dejó en manos de la sobrina, quien a su vez ignoraba las maniobras del escribano para endeudarlos, quedando todo lo demás, que no era poco, en manos de Quiteria, quien a su vez ignoraba todo lo que no fuesen las cosas prácticas y cotidianas.

Si don Quijote vendía un majuelo para pagarle a Tomás Álvarez Mediavilla, librero de Madrid, los libros que durante un año le había estado enviando, Antonia Quijano se las apañaba para que las cuatro yeguas que había en la casa se quedaran preñadas de un gran burro, y vendiendo los muletos se restañaban las heridas que continuamente sangraban su hacienda los belianises y demás figurones. Don Quijote ordenaba al señor De Mal que vendiese antes de tiempo la aceituna de sus majuelos, porque tenía falta de dinero, y Antonia Quijano convencía, por detrás, al misino señor De Mal para que le dijese a su tío que no había podido venderla, mientras esperaban ocasión más propicia para hacerlo, al tiempo que el señor De Mal obraba a espaldas de la sobrina, y le engañaba en los pesos y en los precios. Y aunque ponía la mejor voluntad y toda su perspicacia, Antonia se ocupó de que el molinero no les sisara trigo (pero lo sisaban los aparceros), de que sus aparceros rindieran cuentas puntuales (pero se conchababan ton el escribano), de que el pastor de sus ovejas no encubriera los partos y escamoteara los corderos (pero la engañaban hablándole del lobo, e iban a medías con el señor líe Mal, que veía aumentar de ese modo sus propios rebaños), todo lo cual le permitió a Antonia acuñar una frase que don Quijote había tenido que oír hasta la saciedad, con indecible tristeza. «Ay, tío, qué sola me deja vuestra merced. Ya me gustaría a mí estar tan loca como vos y que me importara todo un ardite y que la hacienda se la llevaran los demonios y quedar nosotros en la calle, como desamparados. No loco vos, sino loca es lo que yo querría ser».

Si don Quijote le respondía, como de hecho así le respondió no pocas veces, un «yo no estoy loco, sino triste», le replicaba ella, «más triste estoy yo de teneros en casa todo el día leyendo novelas, y no me quejo. Bien está que vuesa merced consuma su vida, pero ya le tengo dicho que no quiera consumir su hacienda y consumirnos a los de esta casa».

¡Su tío! Por primera vez le vio como un pobre ser desvalido, y de lo más hondo de sí misma le afloró sentimiento de delicado afecto. Pensando en estas cosas, se quedó adormilada en su escaño Antonia. Tres meses habían transcurrido ya desde la muerte de su tío, dos desde la desaparición de Quiteria, y los mismos desde la partida de Sansón. ¿Se acostumbraría a la una, se acostumbraría a las otras?

Y en ese punto, adormilada en su escaño, oyó violento estruendo y golpes alarmantes en la puerta de la calle.

– ¡Quiteria! -exclamó sobresaltada Antonia, que corrió escaleras abajo a abrirla.

No era Quiteria. De haberle dado crédito a un corazón que ya sólo hablaba la lengua de los presentimientos, Quiteria y nadie más hubiera tenido que ser. Se encontró en cambio, alumbrado por una linterna, al bachiller Sansón Carrasco que venía preguntando por el ama, y para saber cómo se encontraba la sobrina.

CAPITULO DÉCIMO OCTAVO

De todos los amigos y conocidos de don Quijote, el bachiller fue el último en ponerse al corriente. Al fin se había decidido a visitar a su tío el obispo de Sigüenza, como exigía su padre, y de allí acababa de volver, con cartas para su hermana, todavía lacradas, donde les anunciaba la mudanza del mozo en relación a sus órdenes. Y sólo a su regreso supo que el ama había desaparecido, de lo que ya estaba enterado todo el pueblo. Sin demorarlo más, se personó en casa de Antonia. Aún vestía la sotanilla con su cuello sin almidonar, por lo que nadie podía adivinar el propósito que traía de Sigüenza de ahorcarla sotana.

En pocas palabras le puso al corriente Antonia de lo que había ocurrido, cómo Quiteria, contra su costumbre, le había anunciado que se marchaba a Hontoria a pasar el día con su familia y cómo, alarmando a todos, no regresó esa noche, y cómo a los tres días envió a Cebadón a buscarla, y ya había desaparecido.

– ¿Qué dicen el cura, el barbero, el escribano?

– Unos creen que se corrió hacia Sevilla, para embarcarse; otros, que se habrá quedado en una venta, sirviendo; otros la suponen ya en un convento y hay quien sostiene, incluso, que se habrá subido a un monte y en una cueva estará haciendo vida de ermitaña, como es el gusto ahora. Pero, ay, yo a veces doy en imaginar que se habrá tirado a un pozo, y habrá muerto.

– ¿Por qué dices eso, Antonia?

– No sé. Son cosas que me vuelan por dentro, como los murciélagos.

La noticia sorprendió al bachiller, el hecho le admiraba, la suposición le impresionó y el desenlace le dejaba suspenso. Se quedó pensativo, y nada dijo tampoco. Luego se levantó, se despidió y se dispuso a marcharse.

– ¿Qué prisa tiene vuesa merced en irse, apenas ha llegado después de dos meses? Aquí me encuentra sola, esperando lo excusado, porque creo que Quiteria no va a venir nunca más, ¿y no tenéis tiempo más que para coger la puerta y marcharos? ¿Os doy miedo?

– ¿Y yo qué podría hacer?

– ¿No me preguntáis cómo va la hacienda, si salgo de rica y entro de pobre o salgo de pobre y me hago rica? ¿Puedo

Y acaso por darle celos, y cuando el bachiller le prometió guardárselo, le confió Antonia la proposición del señor De Mal

– Apenas dejo el pueblo y todos se desmandan. ¡Viejo asqueroso, liendre, sanguijuela!

Antonia reputó aquellos denuestos de su bachiller como el primer augurio favorable en tres meses. «Le importo», pensó ilusionada, y eso le animó a proponerle lo que en la soledad de aquellos días había pensado tanto:

– Sansón, ya dos veces salisteis a buscar por esos mundos lo que a esta casa se le había ido.

Era difícil adivinar si aquello estaba dicho por la muchacha como una orden, como una súplica o sencillamente como lo que era, apenas una manera delicada de que siguiera apareciendo por aquella casa, aunque don Quijote hubiese muerto.

– ¿Quieres que salga una tercera a buscar lo que se va de esta casa, Antonia?

Se dispuso entonces el bachiller a volver a sentarse en el poyo, pero la muchacha, mirando que la noche era fresca como para estarse fuera, le invitó a que subiese con ella a la sala.

– ;Y estará bien hacerlo, estando como estás sola en casa? -preguntó un Sansón todavía cortado por los patrones eclesiásticos-. Mira que la murmuración tiene mil ojos y espías en todas las esquinas, y tú eres, hoy por hoy, una doncella sin familia.

Se ruborizó Antonia al oír la palabra doncella, y así lo advirtió el bachiller, que recibió contento de ello, aunque no hubiera podido explicar por qué.

Permanecieron los dos un momento sin saber qué decirse, azorados, hasta que al fin Antonia se aventuró a decir:

– ¿Y qué nos importa a nosotros lo que puedan decir? Súbase conmigo, que he de contarle algunas cosas que le admirarán.

Así lo hicieron. Subieron la oscura y pina escalera alumbrándose con el lampión.

Era una estancia amplia, con su estrado y su alcatifa. En una pared había colgada una vieja sarga pintada, como las que se usan en las aldeas; en la otra, solo, un viejo contador, sobre su mesa negra. Ése era todo el ornamento que allí había. Apagó el farol Antonia y encendió una lámpara que dejó sobre la mesa. Su luz, temblorosa y dorada, parecía mantenerles unidos, como apresados en una misma red. Era una luz silente, balsámica y oleosa, la verdadera luz de las confidencias.

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