Michelle de Kretser - La Joven De Las Rosas

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Montsignac, en el sur de Francia, año 1789. A la sombra de las convulsiones que desencadenarán la Revolución Francesa, la autora construye una historia repleta de pasiones: Sophie Saint Pierre, entregada al cultivo de una nueva variedad de rosa, Claire, de aspecto angelical, casada con un odioso aristócrata, la pequeña y vivaz Matilde y el norteamericano Stephen, que se enamora de Claire sin corresponder a los sentimientos de la bella cultivadora de rosas.
Una fértil trama de amores y desamores, de traiciones y denuncias que se solapará de forma perfecta con los acontecimientos revolucionarios, narrada con sensibilidad, elegancia y una cuidada ambientación histórica.

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Sin embargo la joven, que podía haber escogido entre todo Toulouse, estaba enamorada de su marido, que la hacía reír; y el joven que a menudo despertaba con la cara húmeda después de soñar con su madre llorando, estaba profundamente enamorado de su mujer. Los matrimonios por amor, unidos por el afecto antes que por el deber o la ganancia material, estaban a la mode, y los Saint-Pierre, con sus dos encantadoras hijitas, eran el mismísimo modelo de felicidad doméstica.

Había desgracias, por supuesto -su hijo vivió tres días, a la hermana de Marguerite se la llevó la viruela-, y la preocupación por el dinero nunca se alejaba demasiado. La judicatura, pese a todo su prestigio, no era una carrera lucrativa. Se esperaba que los magistrados completaran sus modestos ingresos, en teoría con sus fortunas personales, en realidad a través de una variedad de prácticas corruptas. Saint-Pierre hizo una virtud de medios tan limitados; había, sin embargo, ciertas apariencias que guardar. Como Rousseau, podría haber dicho que, aunque vivía de modo austero, sus fondos se agotaban de manera imperceptible: sus hijas necesitaban… su mujer tenía que… su cargo obligaba a…

Pasaban los veranos en Montsignac, donde la gran casa permanecía vacía desde la muerte de su abuelo. Marguerite se sentaba a coser en la terraza, trabajaba en su jardín, y se había familiarizado con el pueblo y sus habitantes. La delicada Claire, la predilecta de su padre, se aferraba a las faldas de su madre, de modo que era Sophie la que acompañaba a Saint-Pierre en sus caminatas por el campo, correteando para seguir sus zancadas, memorizando los nombres de los pájaros y las plantas recitados al azar, llenándose los bolsillos de hojas, frutos silvestres, el nido de un gorrión, un guijarro de forma rara. Al volver de esas excursiones salía a su encuentro Claire, que siempre corría a dar la bienvenida a su padre. Él la cogía por las muñecas y la hacía girar por el aire mientras ella gritaba de alegría; la besaba y se la subía a los hombros. Sophie, un poco apartada, sostenía el polvoriento bajo de su vestido.

Un invierno, cuando llevaban casados menos de doce años, Marguerite empezó a toser. Saint-Pierre reconoció ese sonido al instante. Como su madre, ahora su mujer volvía la cara cuando trataba de besarla.

De modo que, al final, también había tenido eso en común con su padre.

Hipotecó Montsignac sin vacilar y llamó a médicos de Montpellier, Padua, Edimburgo, Viena, hasta de París. Según los remedios que estos recetaban con confianza, él vigilaba que Marguerite se tragase la cucharada de sangre de buey o se sometiese temblorosa a la aplicación de sanguijuelas. El cubría su menudo y blanco cuerpo con más y más edredones para que eliminara la enfermedad con la transpiración, acallando sus protestas. Insistió en que pasara el invierno en Italia con su madre, aunque ella lloró y tosió y no quería ir.

Marguerite estaba fuera cuando la abuela materna de Saint-Pierre murió en París. En secreto, él había deseado que ocurriera, esperando con remordimientos el dinero que sin duda iba a heredar; aunque se habían visto pocas veces, ya que él nunca iba a París y ella rara vez abandonaba la ciudad, él era su único nieto. Se había presentado con una extraordinariamente fea pero innegablemente valiosa vajilla de Sèvres con ocasión de su boda, y nunca se olvidaba de su santo.

Tal como resultaron las cosas, la anciana no le dejó más que los libros de leyes de su marido. El yerno parisino envió a Saint-Pierre una breve carta informándole del hecho y preguntándole qué medidas se proponía adoptar para tomar posesión de los volúmenes. Saint-Pierre le contestó pidiendo que se vendieran; podía imaginar la expresión de desdén con que sería recibida la implícita confesión de penuria. Bueno, le traía sin cuidado su buena opinión. Que Montsignac pasara a manos de sus acreedores era impensable. Se sentó en su biblioteca detrás de un escritorio donde las deudas caían como hojas de otoño y supo lo que tenía que hacer.

Antes de que Marguerite regresara de Italia había tomado una decisión y la había puesto en marcha. El alquiler de la costosa casa de la ciudad había sido suspendido en primavera y su contenido, vendido en subasta; los Saint-Pierre se trasladaban a Montsignac, donde el aire puro del campo sería mucho más beneficioso para los pulmones de Marguerite que el tufo y la suciedad de la ciudad.

Agotada por el largo viaje de regreso, su esposa se tendió en un sofá y trató de darle sentido.

– Pero ¿de qué vamos a vivir? ¿Qué harás? Tu trabajo…

– Todo está resuelto -dijo él, no sin una pizca de orgullo por su inventiva-. Quedará una vacante en el tribunal de apelación de Castelnau al final de las sesiones y yo la ocuparé.

¡Del parlement de Toulouse al tribunal de apelación de Castelnau!

– ¡Podrías haber sido presidente! -murmuró ella, horrorizada.

Él se sentó a su lado y le cogió las manos.

– Querida -dijo con ternura-, no tenemos elección. Y siempre hemos sido dichosos en Montsignac, lo sabes.

Todo eso está muy bien para el verano, pensó ella.

3

El primo de Stephen había visto el primer globo de los Montgolfier elevarse por encima de Versalles en 1783. Estaba pintado de azul brillante y decorado con flores de lis doradas. En la cesta iban una oveja, un gallo y un pato. Permanecieron en el aire ochenta minutos.

Charles decidió en el acto dedicarse a la aerostación.

– ¿Qué fue de la oveja y las aves? -preguntó Mathilde.

– Creo que salieron ilesas. Sorprendidas, sin duda. No pudo ser una experiencia agradable. El fuego que producía el aire caliente para el globo era alimentado con paja, lana, zapatos viejos y carne podrida. Charles dice que el tufo era increíble. Imagínate cómo debió de ser para los pasajeros.

– Espero que no se los comieran después de pasar todo eso.

– Los archivos corren un discreto velo sobre su destino final.

– ¡Qué falta de consideración por tu parte estropear el globo de tu primo! Puede que nunca se me presente otra oportunidad de conquistar los cielos.

Stephen contempló los fragmentos que había en el patio.

– Encargaré uno nuevo tan pronto como vuelva a Burdeos. Y podría enseñarte a construir uno en miniatura. Todo lo que se necesita es una vejiga de buey y cola de pescado.

– ¿Lo has leído en un periódico ilustrado?

– Pero ¿qué salió mal? -preguntó Sophie, que se paseaba alrededor de los restos, levantando de vez en cuando con la punta del zapato una anilla de madera chamuscada o un trozo de alambre del que todavía colgaba un trozo de mimbre. Era consciente de que él tenía el pelo de un dorado pálido. No amarillo (lo había comprobado), sino con un brillo como el del metal al sol. Era más alto que ella, cosa que rara vez ocurría. Y tenía los ojos verde azulados, como imaginaba que era el mar. Todo el mundo sabía que los estadounidenses eran inventivos y perfectos; amaban la libertad y para ellos no suponía nada viajar grandes distancias. Era difícil no quedarse mirándolo.

Como todo en esa casa, la camisa que Stephen había tomado prestada olía a rosas. También era varias tallas demasiado grande para él. Apoyado en su bastón, agitó los brazos para sentir la brisa y esperó a que las hermanas sonrieran.

– Estaba haciendo descender el globo, llevaba horas en el aire y los prados que hay junto al río me parecieron acogedores. Recuerdo que tiré de la cuerda que abre la válvula y deja salir el aire. Luego se produjo la explosión. Debí de saltar de la cesta… y allí desperté, tendido en su sofá.

– Un palmo más en un sentido u otro -dijo Mathilde, no sin pesar- y habrías yacido en un mar de sangre.

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