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Isabel Allende: Hija de la fortuna

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Isabel Allende Hija de la fortuna

Hija de la fortuna: краткое содержание, описание и аннотация

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Eliza Sommers es una joven chilena que vive en Valparaíso en 1894, el año en que se descubre oro en California. Su amante, Joaquín Andieta, parte hacia el norte decidido encontrar fortuna, y ella decide seguirlo. El viaje infernal, escondida en la cala de un velero, y la búsqueda de su amante en una tierra de hombres solos y prostitutas atraídos por la fiebre del oro, transforman a la joven inocente en una mujer fuera de lo común. Eliza recibe ayuda y afecto de Tao Chi`en, un médico chino, quien la conducirá de la mano en un itinerario memorable por los misterios y contradicciones de la condición humana.

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Los ingleses

El coche enviado por Sommers llegó al hotel con media hora de atraso. El conductor llevaba bastante alcohol entre pecho y espalda, pera Jacob Todd no estaba en situación de elegir. El hombre lo condujo en dirección al sur. Había llovido durante un par de horas y las calles se habían vuelto intransitables en algunos trechos, donde los charcos de agua y lodo disimulaban las trampas fatales de agujeros capaces de tragarse un caballo distraído. A los costados de la calle aguardaban niños con parejas de bueyes, preparados para rescatar los coches empantanados a cambio de una moneda, pero a pesar de su miopía de ebrio el conductor consiguió eludir los baches y pronto comenzaron a ascender una colina. Al llegar a Cerro Alegre, donde vivía la mayor parte de la colonia extranjera, el aspecto de la ciudad daba un vuelco y desaparecían las casuchas y conventillos de más abajo. El coche se detuvo ante una quinta de amplias proporciones, pero de atormentado aspecto, un engendro de torreones pretenciosos y escaleras inútiles, plantada entre los desniveles del terreno y alumbrada con tantas antorchas, que la noche había retrocedido. Salió a abrir la puerta un criado indígena con un traje de librea que le quedaba grande, recibió su abrigo y sombrero y lo condujo a una sala espaciosa, decorada con muebles de buena factura y cortinajes algo teatrales de terciopelo verde, recargada de adornos, sin un centímetro en blanco para descanso de la vista. Supuso que en Chile, como en Europa, una pared desnuda se consideraba signo de pobreza y salió del error mucho después, cuando visitó las sobrias casas de los chilenos. Los cuadros colgaban inclinados para apreciarlos desde abajo y la vista se perdía en la penumbra de los techos altos. La gran chimenea encendida con gruesos leños y varios braceros con carbón repartían un calor disparejo que dejaba los pies helados y la cabeza afiebrada. Había algo más de una docena de personas vestidas a la moda europea y varias criadas de uniforme circulando bandejas. Jeremy y John Sommers se adelantaron a saludarlo.

– Le presento a mi hermana Rose -dijo Jeremy conduciéndolo hacia el fondo del salón.

Y entonces Jacob Todd vio sentada a la derecha de la chimenea a la mujer que le arruinaría la paz del alma. Rose Sommers lo deslumbró al instante, no tanto por bonita como por segura de sí misma y alegre. Nada tenía de la grosera exuberancia del capitán ni de la fastidiosa solemnidad de su hermano Jeremy, era una mujer de expresión chispeante como si estuviera siempre lista para estallar en una risa coqueta. Cuando lo hacía, una red de finas arrugas aparecía alrededor de sus ojos y por alguna razón eso fue lo que más atrajo a Jacob Todd. No supo calcular su edad, entre veinte y treinta tal vez, pero supuso que dentro de diez años se vería igual, porque tenía buenos huesos y porte de reina. Lucía un vestido de tafetán color durazno e iba sin adornos, salvo sencillos pendientes de coral en las orejas. La cortesía más elemental indicaba que se limitara a sugerir el gesto de besar su mano, sin tocarla con los labios, pero se le turbó el entendimiento y sin saber cómo le plantó un beso. Tan inapropiado resultó aquel saludo, que durante una pausa eterna se quedaron suspendidos en la incertidumbre, él sujetando su mano como quien agarra una espada y ella mirando el rastro de saliva sin atreverse a limpiarlo para no ofender a la visita, hasta que interrumpió una chica vestida como una princesa. Entonces Todd despertó de la zozobra y al enderezarse alcanzó a percibir cierto gesto de burla que intercambiaron los hermanos Sommers. Procurando disimular, se volvió hacia la niña con una atención exagerada, dispuesto a conquistarla.

– Ésta es Eliza, nuestra protegida -dijo Jeremy Sommers.

Jacob Todd cometió la segunda torpeza.

– ¿Cómo es eso, protegida? -preguntó.

– Quiere decir que no soy de esta familia -explicó Eliza pacientemente, en el tono de quien le habla a un tonto.

– ¿No?

– Si me porto mal me mandan donde las monjas papistas.

– ¡Qué dices, Eliza¡ No le haga caso, Mr. Todd. A los niños se les ocurren cosas raras. Por supuesto que Eliza es de nuestra familia -interrumpió Miss Rose, poniéndose de pie.

Eliza había pasado el día con Mama Fresia preparando la cena. La cocina quedaba en el patio, pero Miss Rose la hizo unir a la casa mediante un cobertizo para evitar el bochorno de servir los platos fríos o salpicados de paloma. Ese cuarto renegrido por la grasa y el hollín del fogón era el reino indiscutible de Mama Fresia Gatos, perros, gansos y gallinas paseaban a su antojo por el piso de ladrillos rústicos sin encerar; allí rumiaba todo el invierno la cabra que amamantó a Eliza, ya muy anciana, que nadie se atrevió a sacrificar, porque habría sido como asesinar a una madre. A la niña le gustaba el aroma del pan crudo en los moldes cuando la levadura realizaba entre suspiros el misterioso proceso de esponjar la masa; el del azúcar de caramelo batida para decorar tortas; el del chocolate en peñascos deshaciéndose en la leche. Los miércoles de tertulia las mucamas -dos adolescentes indígenas, que vivían en la casa y trabajaban por la comida- pulían la plata, planchaban los manteles y sacaban brillo a los cristales. A mediodía mandaban al cochero a la pastelería a comprar dulces preparados con recetas celosamente guardadas desde los tiempos de la Colonia. Mama Fresia aprovechaba para colgar de un arnés de los caballos una bolsa de cuero con leche fresca, que en el trote de ida y vuelta se convertía en mantequilla.

A las tres de la tarde Miss Rose llamaba a Eliza a su aposento, donde el cochero y el valet instalaban una bañera de bronce con patas de león, que las mucamas forraban con una sábana y llenaban de agua caliente perfumada con hojas de menta y romero. Rose y Eliza chapoteaban en el baño como criaturas hasta que se enfriaba el agua y regresaban las criadas con los brazos cargados de ropa para ayudarlas a ponerse medias y botines, calzones hasta media pierna, camisa de batista, luego un refajo con relleno en las caderas para acentuar la esbeltez de la cintura, enseguida tres enaguas almidonadas y por fin el vestido, que las cubría entera I mente, dejando al aire sólo la cabeza y las manos. Miss Rose usaba además un corsé tieso mediante huesos ballena y tan apretado que no podía respirar a fondo ni levantar los brazos por encima de los hombros; tampoco podía vestirse sola ni doblarse porque se quebraban las ballenas y se le clavaban como agujas en el cuerpo. Ése era el único baño de la semana, una ceremonia sólo comparable a la de lavarse los cabellos el sábado, que cualquier pretexto podía cancelar, porque se consideraba peligroso para la salud. Durante la semana Miss Rose usaba jabón con cautela, prefería friccionarse con una esponja empapada en leche y refrescarse con "eau de toilette" perfumada a la vainilla, como había oído que estaba de moda en Francia desde los tiempos de Madame Pompadour; Eliza podía reconocerla a ojos cerrados en medio de una multitud por su peculiar fragancia a postre. Pasados los treinta años mantenía esa piel transparente y frágil de algunas jóvenes inglesas antes de que la luz del mundo y la propia arrogancia la vuelvan pergamino. Cuidaba su apariencia con agua de rosas y limón para aclarar la piel, miel de hamamelis para suavizarla, camomila para dar luz al cabello y una colección de exóticos bálsamos y lociones traídos por su hermano John del Lejano Oriente, donde estaban las mujeres más hermosas del universo, según decía. Inventaba vestidos inspirados en las revistas de Londres y los hacía ella misma en su salita de costura; a punta de intuición e ingenio modificaba su vestuario con las mismas cintas, flores y plumas que servían por años sin verse añejas. No usaba, como las chilenas, un manto negro para cubrirse cuando salía, costumbre que le parecía una aberración, prefería sus capas cortas y su colección de sombreros, a pesar de que en la calle solían mirarla como si fuera una cortesana.

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