Irène Némirovsky - Suite Francesa

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El descubrimiento de un manuscrito perdido de Irène Némirovsky causó una auténtica conmoción en el mundo editorial francés y europeo.
Novela excepcional escrita en condiciones excepcionales, Suite francesa retrata con maestría una época fundamental de la Europa del siglo XX. En otoño de 2004 le fue concedido el premio Renaudot, otorgado por primera vez a un autor fallecido. Imbuida de un claro componente autobiográfico, Suite francesa se inicia en París los días previos a la invasión alemana, en un clima de incertidumbre e incredulidad. Enseguida, tras las primeras bombas, miles de familias se lanzan a las carreteras en coche, en bicicleta o a pie. Némirovsky dibuja con precisión las escenas, unas conmovedoras y otras grotescas, que se suceden en el camino: ricos burgueses angustiados, amantes abandonadas, ancianos olvidados en el viaje, los bombardeos sobre la población indefensa, las artimañas para conseguir agua, comida y gasolina. A medida que los alemanes van tomando posesión del país, se vislumbra un desmoronamiento del orden social imperante y el nacimiento de una nueva época. La presencia de los invasores despertará odios, pero también historias de amor clandestinas y públicas muestras de colaboracionismo. Concebida como una composición en cinco partes -de las cuales la autora sólo alcanzó a escribir dos- Suite francesa combina un retrato intimista de la burguesía ilustrada con una visión implacable de la sociedad francesa durante la ocupación. Con lucidez, pero también con un desasosiego notablemente exento de sentimentalismo, Némirovsky muestra el fiel reflejo de una sociedad que ha perdido su rumbo. El tono realista y distante de Némirovsky le permite componer una radiografía fiel del país que la ha abandonado a su suerte y la ha arrojado en manos de sus verdugos. Estamos pues ante un testimonio profundo y conmovedor de la condición humana, escrito sin la facilidad de la distancia ni la perspectiva del tiempo, por alguien que no llegó a conocer siquiera el final del cataclismo que le tocó vivir.

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Marthe comunicó a Lucile que preguntaban por ella.

– Madeleine Labarie, señora. Le ha ocurrido una terrible desgracia… No le gustaría que la vieran.

– Tráela aquí. Bru… ¿El teniente Von Falk todavía no ha vuelto?

– No, señora. Pero cuando llegue oiré el caballo. Avisaré a la señora.

– Sí, eso es. Ve.

Lucile esperaba con el corazón palpitando. Muy pálida y todavía jadeando, Madeleine Labarie entró en el comedor. El pudor y la cautela de la campesina pugnaban en su interior con la angustia que la embargaba. Le dio la mano a Lucile, murmuró, según la costumbre, «¿No la molestaré?» y «¿Todo bien por aquí?» y luego, en voz muy baja y haciendo terribles esfuerzos para contener las lágrimas, porque en público no se llora, salvo a la cabecera de un muerto (el resto del tiempo hay que saber comportarse y ocultar a los demás no sólo las penas, sino también las alegrías demasiado grandes):

– ¡Ay, señora Lucile! ¡No sé qué hacer! Vengo a pedirle consejo porque estamos perdidos, señora. Esta mañana los alemanes han venido a detener a Benoît.

– Pero ¿por qué? -exclamó Lucile.

– Se supone que porque tenía una escopeta escondida. Como todo el mundo, figúrese usted… Pero no han ido a casa de nadie, sólo a la nuestra. Benoît les dijo: «Busquen.» Y ellos han buscado y han encontrado. Estaba escondida entre el heno, en el viejo comedero de las vacas. Nuestro alemán, el que vive en nuestra casa, el intérprete, estaba en la sala cuando los hombres de la Kommandantur volvieron con la escopeta y le dijeron a mi marido que los siguiera. «Un momento», respondió Benoît. «Esa escopeta no es mía. Es de algún vecino que la ha escondido ahí para después denunciarme. Déjenmela y se lo demostraré.» Hablaba con tanta naturalidad que los soldados no desconfiaron. Mi Benoît cogió la escopeta, hizo como que la examinaba y de pronto… ¡ay, señora Lucile, los dos tiros salieron casi a la vez! El primero mató a Bonnet y el segundo a Bubi , un perro pastor enorme que acompañaba a Bonnet…

– Sí, ya sé -murmuró Lucile.

– A continuación, mi Benoît saltó por la ventana de la sala y desapareció, y los alemanes tras él. Pero él conoce la zona mucho mejor que ellos, figúrese usted… Así que no lo han encontrado. Gracias a Dios, llovía tanto que no se veía a dos pasos delante. Y Bonnet, en mi cama, en la que lo habían acostado… Si encuentran a Benoît lo fusilarán. Sólo por la escopeta ya lo habrían fusilado. Pero aún habría habido alguna esperanza, mientras que ahora ya sabemos lo que lo aguarda, ¿verdad?

– ¿Por qué ha matado a Bonnet?

– Seguramente lo denunció él, señora Lucile. Vivía en casa. Debió de descubrir la escopeta. ¡Estos alemanes son todos unos traidores! Y ése… me hacía la corte, ¿comprende? ¡Y mi marido lo sabía! Puede que haya querido vengarse, puede que se haya dicho: «Ya puestos, por lo menos sabré que éste no estará rondando a mi mujer mientras yo no esté.» Puede… Y, además, señora, los odia. No soñaba más que con cargarse a alguno.

– Se habrán pasado todo el día buscándolo, imagino. ¿Estás segura de que todavía no lo han encontrado?

– Sí, segura -respondió Madeleine tras un instante de silencio.

– ¿Lo has visto?

– Sí. Es su vida o su muerte, señora Lucile. Usted… usted no dirá nada, ¿verdad?

– ¡Por Dios, Madeleine!

– Muy bien. Está escondido en casa de nuestra vecina, la Louise, la que tiene el marido prisionero.

– Peinarán toda la comarca, lo registrarán todo…

– Afortunadamente, hoy era la requisa de caballos. Todos los oficiales están fuera. Los soldados esperan órdenes. Mañana removerán cielo y tierra. Pero en las granjas lo que sobra son escondrijos, señora Lucile. Ya les hemos pasado prisioneros evadidos por delante de las narices más de una vez. La Louise lo esconderá bien; pero están los niños… Los críos no les tienen miedo a los alemanes, juegan con ellos, charlan… y son demasiado pequeños para entender las cosas. La Louise me ha dicho: «Ya sé a lo que me arriesgo. Lo hago de todo corazón por tu marido, como tú lo habrías hecho por el mío; pero es mejor buscarle una casa en la que puedan tenerlo hasta que se le presente la oportunidad de huir de la región.» Ahora todos los caminos estarán vigilados, figúrese usted. Pero los alemanes no estarán aquí eternamente. Lo que haría falta es una casa grande en la que no hubiera niños.

– ¿Aquí? -dijo Lucile mirándola de hito en hito.

– Sí, había pensado que aquí…

– ¿Sabes que tenemos alojado a un oficial alemán?

– Están en todas partes. Seguro que ese oficial no sale mucho de su habitación… Y me han dicho… Perdón, señora Lucile, pero se dice que está enamorado de usted y que usted hace con él lo que quiere. Discúlpeme si la he ofendido… Son hombres como los demás, por supuesto, y se aburren. A lo mejor, diciéndole: «No quiero que tus soldados lo pongan todo patas arriba. Es ridículo. Sabes que no escondo a nadie. Para empezar, me daría miedo…» Cosas como las que puede decir una mujer… Y además en esta casa tan grande y tan vacía tiene que ser fácil encontrar un rincón, un escondite. En fin, es una tabla de salvación. ¡La única! Me dirá usted que si la descubren se arriesga a la cárcel, puede que incluso a la muerte. Con estos salvajes, todo es posible. Pero si entre franceses no nos ayudamos, entonces ¿quién nos ayudará? La Louise es madre de cuatro hijos y no tiene miedo. Usted está sola.

– Yo tampoco lo tengo -dijo Lucile lentamente.

Reflexionaba; para Benoît, el peligro sería el mismo allí o en cualquier otro sitio «¿Y para mí? ¿Para mi vida? ¡Para lo que hago con ella!», se dijo con involuntaria desesperación. Realmente, eso no tenía ninguna importancia. De pronto, se acordó de junio del cuarenta (dos años, hacía justo dos años). Tampoco entonces, en medio del caos y el peligro, había pensado en sí misma; se había dejado arrastrar como por la impetuosa corriente de un río.

– Está mi suegra -murmuró-, pero ya no sale de su habitación. No se enterará de nada. Y Marthe.

– ¡Oh, Marthe es de la familia, señora! Es prima de mi marido. Por ese lado no hay cuidado. La familia es de confianza. Pero ¿dónde lo escondería?

– He pensado en la habitación azul que está junto al granero, el antiguo cuarto de los juguetes, que tiene una especie de recámara. De todas maneras, mi pobre Madeleine, no hay que hacerse ilusiones. Si tenemos la suerte en contra, lo descubrirán ahí o en cualquier otro sitio; sólo se salvará si Dios lo quiere. Después de todo, en Francia se han cometido atentados contra soldados alemanes cuyos culpables nunca han sido descubiertos. Tenemos que esconderlo lo mejor que sepamos y… y esperar, ¿no te parece?

– Sí, señora, esperar… -dijo Madeleine dejando al fin que las lágrimas le resbalaran por las mejillas.

Lucile la cogió por los hombros y la besó.

– Ve a buscarlo. Venid por el bosque de la Maie. Sigue lloviendo. No habrá nadie en la calle. No te fíes de nadie, sea francés o alemán, hazme caso. Os estaré esperando en la portezuela del jardín. Voy a explicárselo a Marthe.

– Gracias, señora Lucile -balbuceó Madeleine.

– Anda, ve. Date prisa.

Madeleine abrió la puerta sin hacer ruido, salió al solitario y encharcado jardín y se deslizó entre los árboles, que lloraban las últimas gotas de lluvia. Una hora después, Lucile hacía entrar a Benoît por la pequeña puerta pintada de verde que daba al bosque de la Maie. La tormenta había cesado, pero el viento seguía soplando con idéntica furia.

19

Desde su habitación, la anciana Angellier oyó gritar al guarda forestal en la plaza del ayuntamiento:

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