Chátillon los había recorrido varias veces, en compañía de Heraclio, de sus hijos y de Gerardo de Ridefort. Bernardo de Lydda aprovechó la ocasión para explicar:
– Las iglesias, las mezquitas construidas en la superficie de la explanada, solo son reedificaciones de templos más antiguos aún, donde se rezaba a dioses hoy olvidados. Es sorprendente ver hasta qué punto nuestros edificios religiosos se comunican entre sí por pasajes secretos, anteriores a ellos… y no posteriores, contrariamente a lo que se cree. Por ejemplo, un corredor permite ir desde el subsuelo de la Cúpula de la Roca al del Templo del rey Salomón, donde se encuentran los templarios. Otro une, según dicen, el Santo Sepulcro con la mezquita de Omar… ¿No resulta divertido pensar que en el Santo Sepulcro una roca lleva la huella del Hijo de Dios, mientras que bajo la Cúpula de la Roca otra lleva, vaciada, la huella del pie del enviado de Alá? En cierto modo, Nuestro Señor Jesucristo y el Profeta son los dos pilares en los que se apoya Dios…
Wash el-Rafid sonrió y, acariciando las palancas de su ballesta, siempre cargada, repuso:
– Tal vez tenga dos piernas, pero hay un solo Dios. Nosotros lo vemos con nuestros pobres ojos humanos. De modo que forzosamente tenemos de El una visión múltiple. Pero Dios es único, solo hay un Dios…
– Hablas como un mahometano -lo interrumpió Chátillon.
El-Rafid no respondió, se contentó con mirar fijamente a Chátillon, que le desafiaba también con la mirada. Ninguno de los dos había bajado jamás los ojos ante nadie. Y no iban a empezar ahora.
Los pedernales habían cumplido su función y habían permitido encender tres antorchas, que lanzaban contra las paredes del pozo una luz tenue, demasiado fría para calentarlo. Su descenso a las profundidades del monte Moria se efectuó en un silencio solo interrumpido por la respiración ronca de los hombres y los ruidos de las cuerdas y las poleas, que trabajaban para hacerlos progresar lentamente en el interior de una tumba cada vez más negra. Poco a poco se extinguieron todos los sonidos, con excepción de una sorda pulsación que seguía dejándose oír. Un latido que palpitaba en sus oídos como si procediera de ellos mismos.
De vuelta al campamento de Saladino, Taqi se dispuso a buscar a Casiopea. Escrutó el cielo con la esperanza de descubrir a su halcón, pero solo se veían grandes nubes que se acumulaban en la oscuridad y hacían el aire húmedo y pesado, cargado de cólera. Las tormentas del fin del rajab se acercaban. Con un puñado de hombres del Yazak, Taqi fue de hoguera en hoguera preguntando a los soldados si habían visto a una joven acompañada de un halcón. Pero las únicas mujeres a las que habían visto eran prostitutas que seguían a los ejércitos en campaña; contaban con las guerras para ganar un poco de dinero. Ni rastro de Casiopea.
Al divisar a Yahyah, que conversaba con Dahrán ibn Uwád, el joven jeque de los kharsa, a quien narraba enfáticamente sus aventuras, Taqi le preguntó:
– Perdona que interrumpa un relato tan fantástico, pero ¿no sabrás por casualidad dónde se encuentra Casiopea?
Por toda respuesta Yahyah abrió los brazos con expresión algo avergonzada. Taqi señaló entonces a la perrita amarilla, que roía una costilla de cordero.
– ¿Crees que Babucha sabría encontrarla?
– Desde luego -dijo Yahyah-. Si no está demasiado lejos, y si tenemos alguna prenda que hacerle olfatear.
Taqi condujo a Babucha y a Yahyah hacia el lugar donde acampaban los zakrad, mientras los kharsa, inquietos por la desaparición de Casiopea, registraban el campamento y los alrededores. Entre los zakrad, Matlaq ibn Fayhán, el Señor de los Pájaros en persona, dedicó una calurosa acogida al sobrino de Saladino y lo guió personalmente hasta la tienda que ocupaba Casiopea cuando les hacía el honor de visitarlos. A su llegada, el pavo real huyó piando de indignación. Taqi y Yahyah revolvieron una colección de briales, vestidos y calzas hasta escoger una camisa de seda negra a la que Casiopea era muy aficionada.
Babucha olisqueó el tejido moviendo la cola, sin comprender lo que le pedían: «¡Busca! ¡Busca a Casiopea! ¡Busca!».
El pobre animalito no había sido entrenado para aquello, y giraba en círculo por la habitación con aire inquieto, las orejas bajas y la cola entre las piernas, sin saber lo que esperaban de él con tanta impaciencia.
Taqi miraba alrededor, receloso. Al distinguir el biombo tras el que se vestía Casiopea, pasó al otro lado y allí encontró las ropas que había llevado durante el día. En cambio, el maniquí sobre el que acostumbraba colocar su armadura estaba vacío. ¡Casiopea se había vestido para ir al combate!
– ¡Es incorregible! -refunfuñó Taqi.
El sobrino de Saladino salió precipitadamente de la tienda y contempló el cielo de Jerusalén, y en concreto el de Haram al-Sharif, la explanada del Templo. Entonces le pareció distinguir una minúscula mancha de sombra que oscilaba por encima de Qubbat al-Sakhra y parecía arrastrar hacia allí un espeso sudario de nubes de tormenta.
– ¡Esta mujer es la peste! -exclamó-. ¡Es incapaz de estarse quieta, siempre de un lado para otro!
Salió corriendo hacia su yegua y pidió a sus hombres que lo siguieran.
– ¡Vamos a Jerusalén! ¡Y tanto peor si los hierosolimitanos nos descubren! ¡Los mataremos antes de que hayan tenido tiempo de dar la alerta!
Lanzando un grito, Taqi espoleó su montura y galopó en dirección a las murallas. Estaba furioso. «Ha debido de sorprender nuestra conversación cuando hablábamos en la tienda de mi tío… -se decía-. ¡Y no ha podido dejar de actuar!»
Dejaba atrás la tumba de la Virgen, a su derecha, cuando oyó:
– ¡Taqi! ¡Taqi!
¡Aquella voz! ¡Era la de Masada! Pero en ella ya no había ninguna tristeza, nada ronco ni muerto. Al contrario, parecía jovial, joven y viva. Taqi se giró sobre su silla, y vio que el viejo mercader judío corría hacia él cojeando, tan deprisa como se lo permitían sus cortas piernas. ¿Qué le pasaba?
– ¡Taqi! ¡Taqi!
Taqi tiró de la brida de su caballo y le hizo dar media vuelta para alcanzar a Masada rápidamente.
– ¿Qué ocurre? ¡Habla rápido, tengo prisa!
– ¡Estoy curado! ¡Estoy curado!
Masada bailaba y giraba sobre sí mismo, levantando los brazos para que Taqi viera sus dedos.
Taqi llamó a uno de sus hombres, que llevaba una antorcha.
– ¡Tú, acércate! ¡Ilumíname a este individuo!
El soldado del Yazak bajó la llama hacia Masada, mostrando a todos aquel rostro horrible. Pero lo que interesaba a Taqi no era que estuviera enfermo: era que la enfermedad remitía. Sus dedos ya habían adquirido un color sonrosado, sobre su rostro las llagas empezaban a cerrarse y sus labios eran más carnosos.
– ¡Por las barbas del Profeta! -exclamó Taqi-. ¿Cómo es posible?
– Es Morgennes -dijo Masada-. Es Morgennes. ¡Me ha tocado! ¡Me ha cogido entre sus brazos y me ha curado!
Taqi se despertó, como de un largo sueño, y dijo a sus hombres:
– ¡Adelante! ¡No tenemos tiempo que perder!
Los hombres del Yazak se desvanecieron en la oscuridad de las murallas de Jerusalén. Masada se alejó, divagando, mirando cómo las nubes se agrupaban en el cielo.
El judío no lo sabía todavía, pero se había convertido.
– Giraaaad a la dereeeecha -vociferó Rufino cuando llegaron a una bifurcación, la novena desde que erraban por las profundidades de la ciudad en busca de una escalera que les permitiera salir de nuevo a la superficie.
Simón sentía que el cofre vibraba en sus manos con cada una de las palabras de Rufino, lo que encontraba sumamente desagradable. Además, estaba cansado y desorientado. Tenía la sensación de que no hacían más que girar en círculos.
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