Sharon Penman - El señor del Norte

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota militar puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia.
Tras la decisiva batalla de Tewkesbury, Eduardo de York ha recuperado el trono. La Casa de Lancaster yace a sus pies destruida, e Inglaterra parece al fin pacificada. Su leal hermano Ricardo ha sido nombrado Señor del Norte, mano derecha del rey, y el futuro parece al fin libre de los interminables conflictos que han asolado su vida. Pero el traidor destino tiene reservadas otras cartas…
Sharon Kay Penman redime al manipulador Ricardo III popularizado por Shakespeare y reivindica a un fascinante y trágico héroe demonizado por sus sucesores. Nunca antes la historia de Inglaterra había cobrado vida como bajo la pluma de esta autora: con una maestría indudable, Penman se adentra en el laberíntico escenario de un mundo recién salido de la Edad Media, aunando una increíble fiabilidad histórica y una narración fascinante. Sin duda, la novela definitiva sobre la Guerra de las Dos Rosas.

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Al cabo de un largo silencio, Ricardo asintió con renuencia.

– Lo que dices tiene sentido -concedió, pues pensó que también él necesitaría tiempo para analizar sus sentimientos por Ana.

Desde la infancia, había dado por sentado que Ana y él se casarían; la semilla plantada por Warwick había echado raíces tan gradualmente que no recordaba un momento en que no hubiera esperado desposar a Ana. Tenía mucho sentido, después de todo. Ana era bonita, dulce, y una heredera. Sería una esposa sumamente apropiada, y esa unión complacería a dos hombres que él quería complacer, sus primos Neville. Pero sólo había comprendido cuánto la amaba cuando Ana fue prometida a Lancaster.

Ricardo se acomodó en el asiento, trató en vano de encontrar una posición que le aliviara el dolor del brazo. Remover el pasado era inútil. Lo importante eran sus sentimientos de ahora. Si Ana lo amaba, él debía estar seguro de sus propios sentimientos. De nada serviría que ella le entregara su corazón y luego él descubriera que ella sólo le provocaba nostalgia y deseo teñidos de piedad. No creía que fuera así, pero debía estar seguro. El miedo que ella había demostrado esa noche lo había conmocionado profundamente. Pero sabía una cosa: no toleraría que volvieran a lastimarla.

– Confío en que el doctor De Serego haya visto ese brazo. Sé que escapas de los médicos como un caballo asustadizo escapa de las culebras, pero se podría infectar si no te cuidas. ¿Lo has consultado, Dickon?

Este abrupto interrogatorio no sorprendió a Ricardo, que en cierto modo se lo esperaba.

– ¿Quién te lo contó? -preguntó con resignación.

– ¿Quién no me lo contó? -replicó Ned.

– Todos son buenos samaritanos -rezongó Ricardo, y Eduardo se encogió de hombros.

– ¿Qué esperabas, Dickon? Lo que me sorprende es que no hayas previsto esto. Los síntomas estaban presentes, al menos desde Windsor.

– ¡Por Dios, Ned, no te regodees!

Eduardo lo miró con aire ofendido.

– Te aseguro que no era mi intención. -Al cabo de un instante, arqueó las comisuras de la boca-. O tal vez sí. ¿Puedes culparme por ello? Con una sola excepción, no hay tentación más dulce que la de recordar a los demás nuestras advertencias.

– No le veo la menor gracia, Ned, a lo que ocurrió esta tarde -dijo Ricardo fríamente, disponiéndose a levantarse.

Ned le pidió que se quedara sentado con un gesto. Era un experto en tonos de voz, y había detectado una connotación de dolor bajo el lustre superficial del enfado. Dejó de sonreír.

– Tienes razón, Dickon. No tiene la menor gracia. En absoluto. Mira, confieso que encuentro cierta satisfacción en que veas a Jorge con mis ojos. Pero no me complace tu dolor, muchacho. Y te entiendo. Siempre fuiste el que defendió a Jorge. Sólo Meg era más ciega que tú a sus defectos. Tú tienes más derecho que nadie a esperar su buena predisposición.

Era precisamente como se sentía Ricardo: traicionado. Hizo una mueca.

– ¡Si cuento con su buena predisposición, Dios me libre de su hostilidad!

Ahora estaban a solas; Ricardo cogió la jarra, sirvió vino para ambos.

– No logro comprenderlo, Ned -confesó-. ¿De veras cree que yo quiero las tierras de Warwick, no a Ana? ¿Tan poco me conoce?

– En cuanto a tu primera pregunta, no es preciso que lo crea. Para Jorge, basta con sospechar. En cuanto a la segunda pregunta, no creo que pueda aceptar algo que para él resulta incomprensible, y es que el dinero te motiva tan poco. Recuerda, Dickon, que la codicia de Jorge es insaciable.

– Sí, pero… -Ricardo calló tan abruptamente que Eduardo alzó la vista sorprendido, vio que Ricardo miraba hacia la puerta. Se giró en el asiento justo cuando entraba Jorge.

Cuando Jorge se retiró del salón, su furia ya no era pura, sino que estaba diluida en una turbia mancha de vergüenza. Nada había salido como él quería. No se proponía alimentar las habladurías con una escena que complacería a quienes lo odiaban. Tampoco se proponía dañarle el brazo a Dickon. Recordó que Ned le había hablado del brazo, diciéndole que Dickon lo había vuelto a inflamar con sus esfuerzos en el combate del último sábado. Pero lo había olvidado por completo. Sólo podía pensar en que Dickon era un entrometido que lo ponía en ridículo ante una veintena de testigos. Dickon debía saber que no había sido adrede. Pero lo carcomía la incertidumbre, alimentada por el recuerdo de la mirada acusadora e incrédula de su hermano.

Deseaba que ese desagradable topetazo no se hubiera producido, y por primera vez en su vida adulta deseó disculparse. Se sintió un poco mejor después de tomar esa decisión, y al cabo tuvo otra idea, al principio sorprendente por su novedad, pero aun así interesante. ¿Por qué no hablarle a Dickon, abierta y francamente, sobre las tierras? Dickon era justo en todos los asuntos que no se relacionaran con su maniaca e irracional lealtad a Ned. Tal vez pudiera convencerlo de que no era justo. Él no necesitaba las tierras de Warwick y Beauchamp. Ned llenaría sus arcas de plata, le permitiría escoger entre las fincas entregadas por los rebeldes lancasterianos. Era improbable que Ned compartiera esas tierras con Jorge, que sólo tenía las propiedades de los Neville. No era justo que Dickon las codiciara también. En absoluto.

Pero el impulso conciliador de Jorge sufrió un duro revés cuando vio a Eduardo y Ricardo sentados como dos conspiradores empeñados en excluirlo de su confianza y su compañía. Aun así, se atuvo a su decisión, incluso esbozó una sonrisa aceptable.

– Espero que no te hayas tomado a pecho nuestro altercado de esta tarde, Dickon.

– Lo tomé tal como vino -dijo Ricardo, con una hostilidad glacial que habría bastado para extinguir el ánimo conciliador de Jorge tal como si le hubiera derramado la copa de vino encima.

– Entiendo -dijo Jorge. Claro que entendía. Echó una ojeada a Eduardo, y logró pillar un destello irónico-. Debí saber que no tardarías en acudir a Ned con tus gimoteos.

– ¡Empiezo a creer que lo que tú sabes se podría inscribir en la cabeza de un alfiler, y todavía sobraría espacio! -rezongó Ricardo.

Eduardo se apresuró a intervenir.

– ¡Basta, ambos! -Ya no le veía la gracia a esta situación. Una cosa era que Dickon calara a Jorge, pero no le gustaba en absoluto que tuvieran un entredicho grave. Con su primo Warwick había visto muy bien los peligros que engendraba el descontento-. Dickon no me vino con cuentos, Jorge. Me extraña que no lo conozcas mejor. Supongo que tienes algo en mente. Bien, sugiero que te sientes y te escucharemos.

Jorge se sentó.

– Mira, Dickon, en cuanto al brazo… -barbotó, al cabo de un incómodo silencio-. Fue mala suerte, nada más. -Ricardo no respondió y Jorge se sintió incómodo, y al fin tuvo que ofrecer-: Si quieres que te pida disculpas…

– Te diré lo que quiero de ti, Jorge. Quiero que te mantengas alejado de Ana, que no te metas en su vida. ¿Está claro?

Ahora el enfado de Jorge era mayor, porque estaba convencido de que había hecho todo lo posible para enmendar la situación.

– Olvidas que Ana es mi cuñada y que a Bella no le agradaría el modo en que has acariciado a su hermana a la vista de todos. Menos aún le gustaría oír lo que se murmuraba este mediodía en el salón: que si Ana no puede ser la reina de Lnncaster, está muy dispuesta a ser la ramera de Gloucester.

Ricardo cerró convulsivamente la mano sobre la copa. Pero cuando se disponía a arrojar el vino a la cara de su hermano, sintió que Eduardo le aferraba la muñeca.

– Cuidado, Dickon, casi derramas la bebida. Verás, Jorge, tu conmovedora preocupación por el honor de tu cuñada está fuera de lugar. Hace un rato Dickon y yo convinimos en que lo mejor para la muchacha sería ir mañana a Londres para estar con Isabel.

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