– Es el palacio real -gritó alguien-. ¡Le han prendido fuego!
Oí un fuerte ruido, rumor de caballos. Cayó la oscuridad. Y entonces la luz roja jugueteó en el techo.
Mi prima Isabel rezaba en voz baja y uno de los hombres dijo que los niños se apartaran de la puerta.
– ¡Apagad las lámparas! -ordenó José.
De nuevo el ruido, ruido de caballos pasando al galope, y gritos en el exterior.
Yo no quería saber de qué hablaban, todos los niños gritando y chillando, y los rezos de Isabel de fondo. El miedo me engulló, pero incluso con los ojos cerrados pude ver los destellos rojos de luz. Mi madre me besó en la coronilla.
– Jericó está ardiendo -dijo Santiago-. El palacio de Herodes está en llamas. Se está quemando todo.
– Lo reconstruirán -respondió José-. No es la primera vez que lo queman.
César Augusto se ocupará de que lo reconstruyan. -Su voz era firme. Noté su mano en mi hombro-. No te preocupes, pequeño. No te preocupes por nada.
Volví a dormirme unos instantes: el Templo, el hombre precipitándose contra la lanza. Mis dientes rechinaron y grité. Mi madre me abrazó fuertemente.
– Estamos a salvo, pequeño -dijo José-. Dentro de la casa, todos juntos, estamos seguros.
Las mujeres se levantaron y fueron a ver el incendio. La pequeña Salomé chillaba de excitación como chillaba cuando jugábamos. Todos corrían de un lado para el otro, empujándose para salir al umbral y mirar.
El pequeño Simeón gritó:
– ¡El fuego, el fuego!
Alcé los ojos. Logré ver más allá de la puerta y la simple visión del cielo enrojecido me hizo tiritar. Nunca había visto un cielo así. Me di la vuelta y vi a Cleofás tumbado junto a la pared, con los ojos brillantes. Me sonrió.
– Pero ¿por qué? -pregunté-. ¿Por qué están incendiando Jericó?
– ¿Por qué no iban a hacerlo? -replicó Cleofás-. ¡Que César Augusto vea cuánto despreciamos al hombre que envió a sus soldados para que nuestra sangre se mezclara con la de nuestros sacrificios! La noticia llegará a Roma antes que Arquelao. Las llamas siempre alcanzan más que las palabras.
– Como si las llamas tuvieran el propósito de las palabras -murmuró mi madre en voz baja, pero no creo que la oyeran.
Mi primo Silas entró en la casa a la carrera, gritando:
– Es Simón, uno de los esclavos de Herodes. Se ha coronado rey y ha reunido muchos hombres. ¡Él ha prendido fuego al palacio!
– ¡No vuelvas a salir de esta casa! -ordenó mi tío Alfeo-. ¿Dónde está tu hermano?
Pero Leví no se había movido. En la cara tenía una horrible expresión de miedo, y eso acrecentó mi propio miedo.
Los hombres se levantaron y salieron para ver el incendio. Observé aquellas formas negras recortadas contra el cielo, muchas de ellas moviéndose de acá para allá, como si todo el mundo estuviera bailando.
José se puso de pie.
– Yeshua, ven a ver esto -dijo.
– Oh, pero ¿por qué? -protestó mi madre-. ¿Es preciso que salga?
– Ven, podrás ver lo que ha hecho una banda de ladrones y asesinos -insistió José-. Podrás ver cómo corren a celebrar la muerte del viejo Herodes. Podrás ver lo que pasa bajo la superficie cuando un rey se vale del terror y la crueldad para gobernar. Vamos.
– ¿Y por qué permitir que los tiranos vivan rodeados de lujo? -terció Cleofás-. Tiranos que asesinan a su propia gente, tiranos que construyen teatros y circos en Jerusalén, la Ciudad Santa, sitios a los que ningún buen judío debería ir. Y los sumos sacerdotes a los que designa, tratándolos como si un sumo sacerdote no fuera la persona que accede al mismísimo sanctasanctórum, como si no fuera más que un criado a sueldo.
– Hermano -dijo mi madre-, ¡me voy a volver loca!
Yo temblaba de tal manera que temía ponerme en pie, pero lo hice y José me cogió de la mano.
Salimos de la casa. Todos los nuestros estaban en lo alto del cerro, mujeres incluidas -salvo mi madre-, y había también otros grupos de personas que se habían aventurado a internarse en la noche.
Las nubes que cubrían el llano hervían de fuego. El aire estaba caliente y frío, y la gente hablaba en voz alta como lo habría hecho en una fiesta, los niños corriendo y bailando y mirando otra vez el fuego. Me arrimé a José.
– Todavía es muy pequeño -dijo mi madre detrás de mí.
– Es preciso que lo vea -dijo José.
Era un gran, un pavoroso incendio. De repente, un muro de llamas se elevó con tal furia que pareció querer alcanzar las estrellas del firmamento. Volví la cabeza. No podía mirar aquello. Me eché a llorar. Expulsaba los gemidos como nudos de una cuerda que alguien me sacara de uno en uno. Entre las lágrimas me llegó el fulgor del incendio. No podía sustraerme a él. El olor a humo lo invadía todo. Mi madre trataba de levantarme y yo no quería oponer resistencia, pero lo hacía, y entonces José me abrazó y pronunció mi nombre una y otra vez.
– ¡Estamos muy lejos del fuego! -dijo para tranquilizarme-. No puede alcanzarnos. ¿Me oyes?
No logré contener el llanto hasta que me estrechó contra su pecho y ya no pude moverme ni volver la cabeza.
Me llevó rápidamente de regreso a la casa. Me dolía el pecho. Me dolía el corazón.
Nos dejamos caer en el suelo, y mi prima Isabel tomó mi cara entre sus manos. Acercó sus ojos a mi cara.
– Escucha lo que voy a decirte. No llores más. ¿Crees que el ángel del Señor habría bajado para decirle a tu padre, José, que te trajera a casa si no habías de estar a salvo? ¿Quién puede conocer los designios del Señor? Vamos, deja de llorar y confía en El. Descansa junto al pecho de tu madre, así, y deja de llorar. Tu madre te abrazará. Estás en manos de Dios.
– El ángel del Señor -susurré-. El ángel del Señor.
– Sí -dijo José-, y el ángel estará con nosotros hasta que lleguemos a Nazaret.
Mi madre me abrazó.
– Estamos aquí de paso -dijo. Su voz sonaba grave y dulce-. Dentro de muy poco estaremos en casa, en nuestra propia casa. Comeremos higos de nuestro árbol, uva de nuestro jardín. Haremos el pan cada día en nuestro propio horno -añadió mientras nos acomodábamos de nuevo al lado de Cleofás.
Yo sollocé, todavía en sus brazos, y ella me acarició la espalda.
– Eso es verdad -dijo Cleofás. Enlacé las manos alrededor del cuello de mi madre. Poco a poco me fui calmando.
– Pronto estaremos en Nazaret -dijo Cleofás-, y te prometo, pequeño, que allí nunca irá a buscarte nadie.
Yo estaba adormilado, pero esas palabras me despejaron. ¿Qué quería decir Cleofás con que nadie iría a buscarme? ¿Quién me buscaba? No quería dormirme, quería preguntar qué significaba aquello, quién me estaba buscando. ¿Qué significado tenían todas esas extrañas historias? ¿Y qué significaba lo que mi madre había dicho del ángel? Entre tantas desgracias y tanto dolor, había olvidado sus palabras allá en el tejado, en Jerusalén. E Isabel acababa de decirme que un ángel se le había aparecido a José, pero él no había dicho eso.
La dulce sensación de reposo me iba venciendo, pero aun así logré pensar que todo esto estaba relacionado. Tenía que sacar alguna conclusión. ¡Sí!
Ángeles. Un ángel había bajado antes y un ángel había bajado después, y un ángel estaba aquí ahora. ¿O no? Pero el sueño acabó venciéndome, y ¡qué a salvo me sentí entonces!
Mi madre me cantaba en hebreo y Cleofás le hacía coro. Se encontraba mucho mejor, pese a que seguía tosiendo. En cambio, mi tía María no se sentía bien, pero nadie parecía preocupado por ella.
Y mañana nos iríamos de aquel horrible lugar. Dejaríamos allí a mis primos, al extraño y solemne Juan, que hablaba tan poco y que tanto me miraba, y a su madre, nuestra querida Isabel, y seguiríamos camino hacia Nazaret.
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