Sólo tiempo necesario para planear mi muerte, eso ganaba, ah, pero primero mis hijos, mis hijos para la casa de los Treschi, oh, sí, todo por nuestro linaje, incluso su silencio. ¡Tonio el cantante, Tonio el espadachín, Tonio Treschi!
¿Cuando cesarán las habladurías?
«Te aseguro que los napolitanos le tienen pavor, hacen cualquier cosa para no cruzarse con él. Vieron su furor incontenible cuando el joven toscano lo insultaba. Le cortó el cuello. Y aquella pelea en la taberna, acuchilló al otro chico; es uno de esos eunucos peligrosos, muy peligrosos…»
¿Dónde está mi prostituta vestida de luto?, pensó de repente, mi hermosa dama de la muerte, mi cortesana que pasea sola y con tanto descaro por la piazza. Concentra tus pensamientos en los vivos, olvídate de los muertos, los muertos, los muertos.
Sí, carne viva, carne ardiente bajo toda esa oscuridad. Más te vale que seas hermosa, más te vale que merezcas cada moneda que pague por ti. Pero ¿dónde estaba?
El agua, mientras el viento levantaba la lluvia de su superficie, se había transformado una vez más en un espejo bruñido. Y en ese espejo vio una forma voluminosa y oscura que se le acercaba. No, se había detenido ante él.
– Ah.
Carlo sonrió, mirando el reflejo.
«Así que mi pequeña puta descarada y encantadora, vestida de negro ha quedado convertida en esto.»
Pero la única palabra que formaron sus labios fue:
– Hermosa.
¿Es que no se daba cuenta ella?
¿Y si me levanto y le aparto el velo? No te atreverás a engañarme, ¿verdad que no? No, tú eres hermosa, ¿verdad que sí? Y tienes una sonrisa afectada, y eres simple, y no sabes hablar. Mucho regateo disfrazado de coquetería, y tú absolutamente convencida de que te deseo. Bueno, en todos estos años nunca he querido a nadie salvo a una mujer, una mujer hermosa y desquiciada. «¡Tonio!» Y ella murió en mis brazos.
Aquella mujer anónima vestida de luto estaba tan cerca que podía ver los orillos bordados de su velo. Hilo de seda negro. Flores de Cuaresma, cuentas de azabache.
Y entonces un movimiento blanco bajo el velo, sus manos desnudas.
Su rostro, su rostro, muéstrame el rostro.
Ella se quedó quieta, inalcanzable, mucho más lejana de lo que le había parecido, y entonces Carlo miró su reflejo en el agua. ¡Debe tratarse de una mujer muy alta! ¿O acaso aquella imagen en el agua era engañosa? Dejemos que se aleje; él no la seguiría, no con todo aquel coñac y toda aquella desesperación. Casi alzó la mano en busca de Federico.
Sin embargo, ella no retrocedió.
Su cabeza, debajo de aquel largo velo, se movió con suavidad hacia un lado, y en aquel ademán le ofreció su cuerpo esbelto, y cualquier pensamiento vago y sentimental que Carlo albergara se desvaneció de súbito con un gesto: sí.
– Sí, querida mía -susurró, como si a aquella distancia ella pudiese oírlo.
Llegó más gente; un pequeño grupo de hombres con ropajes negros que surcaban el viento se interpusieron entre él y la desconocida sin darse cuenta. Pero entonces él fijó los ojos en la sinuosa y tentadora figura que lo miraba con intensidad tras aquel velo de luto.
Justo cuando temía haberla perdido de vista, la vislumbró por encima del hombre que estaba ante ella, mientras el velo subía sobre sus manos blancas y luego sobre su rostro.
Se quedó desconcertado durante unos instantes.
Ella se alejó. No había bebido tanto como para sufrir alucinaciones. ¡Era hermosa! Tan hermosa como todo lo que la rodeaba. Ella lo sabía, y había avanzado hacia él. Había aparecido como si fuera él quien la hubiera conjurado, sin dudar ni un solo instante. Su rostro era el de un magnífico maniquí, una muñeca de tamaño natural.
Toda ella parecía de porcelana, y ¡aquellos ojos!
En aquellos momentos era él quien la seguía, y la lluvia se arremolinaba en una luz plateada. Él, con los ojos entornados y temblando, intentaba verla de nuevo, ver aquel rostro otra vez sobre sus hombros. Sí, tras ella, tras ella.
Ella lo llamó con una seña descarada y elegante al mismo tiempo.
Oh, todo aquello resultaba extraño y delicioso, y la necesitaba con tal desesperación… Había vencido el dolor aunque sólo fuera momentáneamente.
Ella caminaba cada vez más deprisa.
Cuando llegó al borde del canal que tenía delante, se volvió.
El velo cayó despacio.
Bien, muy bien. Él pasó por delante y la desconocida se quedó varios pasos detrás de él. Sus faldas casi rozaban el agua. Deseó poder ver cómo la respiración le henchía el pecho.
– Tan audaz como hermosa -le dijo, aunque ella estaba aún demasiado lejos para oírlo. Se volvió y con un gesto llamó al gondolero.
Comprobó que sus hombres se agrupaban tras él. Federico se acercaba.
Dio media vuelta y bajó a toda prisa. Con pasos torpes y pesados subió a la embarcación, que se balanceó bajo su peso y estuvo a punto de lanzarlo a la felze cerrada en la que ella se encontraba.
Mientras se acomodaba en el asiento, sintió el roce del tafetán de su vestido.
La barca se movió. El hedor del canal le invadió las fosas nasales. Ella se puso en pie ante él, respirando bajo aquellos magníficos cortinajes.
Durante un momento, lo único que pudo hacer fue recobrar el aliento.
El corazón le martilleaba, tenía el cuerpo bañado en sudor, era el precio que debía pagar por su ansiedad. Pero ya era suya, aunque apenas podía verla a la luz de las cortinas abiertas.
– Quiero verlo -dijo, luchando con el inquietante dolor que sentía en el pecho-. Quiero verlo…
– ¿Qué es lo que quieres ver? -preguntó ella en un susurro, con la voz grave, ronca y serena.
Hablaba veneciano, sí, veneciano. ¡Cuánto había deseado que fuera así! Carlo rió entre dientes.
– ¡Esto! -Se volvió hacia ella y le arrancó el velo-. ¡Tu rostro!
Y cayó hacia delante sobre ella, con la boca abierta cubriendo la de ella. La empujó contra los cojines, hasta que su cuerpo se puso tenso. La mujer alzó las manos para apartarlo.
– ¿Qué haces? -Carlo se incorporó relamiéndose los labios. Miró fijamente aquellos ojos negros que no eran más que un destello en las tinieblas-. ¿Crees que puedes jugar conmigo?
Ella tenía una singular expresión de asombro. Ni un amago de coquetería herida, ni temor fingido. Se limitaba a mirarlo fascinada, lo observaba como se observa a los objetos inanimados. En aquella penumbra, su hermosura estaba más allá de cualquier comparación.
Una belleza imposible. Buscó algún defecto, la inevitable decepción, pero le parecía tan hermosa, al menos en aquel instante, que le pareció conocer aquella belleza desde siempre. En algún rincón de su alma había susurrado al dios del amor con insolencia y lujuria: «Dame esto, esto es lo que quiero.» Y allí estaba, y todo los rasgos de aquel rostro le resultaban familiares. Sus ojos tan negros y orlados de largas pestañas; la piel tersa, tirante sobre los pómulos, y aquella gran boca exquisita y voluptuosa.
Le acarició la piel. ¡Ah! Retiró los dedos y luego le tocó las cejas negras, y los pómulos, y la boca.
– ¿Tienes frío? -preguntó en un murmullo-. ¡Quiero que me beses de verdad! -Sus palabras sonaron como un gemido que brotara de su interior y tras tomarle el rostro con ambas manos, la echó hacia atrás y le chupó la boca con fuerza, se la soltó y se la chupó de nuevo.
Ella dudaba. Durante un segundo su cuerpo se tensó y luego, con una deliberación que lo dejó atónito, se entregó a él, sus labios se suavizaron y su cuerpo se relajó. A pesar de la ebriedad, Carlo sintió la primera punzada de deseo entre las piernas.
Rió y se retrepó en los cojines. La luz destellaba incolora y mortecina en la abertura que dejaban las cortinas, y el rostro de ella se veía demasiado blanco para ser humano; sin embargo lo era, sí, eso lo había saboreado.
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