Anne Rice - Un Grito Al Cielo

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En plena pubertad, a punto ya de ser un hombre, Tonio Treschi fue drogado y raptado con la complicidad de su familia y castrado cruelmente para que no perdiera la voz…
Guido Maffeo, cuando apenas era un niño -demasiado joven para protestar o para huir-había sido vendido a los maestros de canto y «operado» también con fines artísticos.
Los dos eran castrati: sopranos masculinos cuya voz increíble causaba la admiración de Europa. Vivían como auténticos ídolos, deseados y cortejados lo mismo por hombres que por mujeres. Pero también sufrían el rechazo de muchos, que los miraban como si fuesen monstruos de feria. Tonio Treschi no olvidaba nunca la violencia que se había ejercido sobre su cuerpo. Y su pensamiento permanente era cómo vengarse…
«Fascinante y llena de colorido… Un grito al cielo es una historia de oscuros secretos familiares, de odio edípico y venganza, de complejas intrigas y violencia cotidiana, en la cual, como en la ópera, un personaje se vuelve loco, otro se oculta tras un disfraz y un tercero es víctima de un secuestro… Una mirada absorbente y deslumbrante a un mundo muy poco conocido». The Washington Post
«Sometidos a la «operación» más desconsiderada de todas, ¿quién hubiera adivinado que los castrati venecianos tenían una vida sexual tan variada y versátil?». The Guardian
«Un grito al cielo, como Entrevista con el vampiro, es una novela osada y erótica, atravesada por la lujuria, la tensión sexual y la música. Aquí la pasión lo es todo, el deseo es abrumador y los géneros quedan abolidos. Encontramos amantes gozosos y amantes separados, relaciones de primos con primos y de sobrinos con tías, eunucos convertidos en favoritos de cardenales, mujeres disfrazadas con ropa masculina, hombres luciendo sedas y rouge… La música lo inunda todo…» The New York Times Book Review
«La exubérante narración de Anne Rice -alternativamente tórrida y apasionada- sería un espléndido libreto». The New Yorker

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Puso la mano en el pecho de Federico y lo apartó de un empujón.

Bebió a grandes tragos, despacio, en pos de la tristeza, de esa luminosa e insondable emoción que carecía de turbulencias.

Y ella, la mujer vestida de negro, ¿adónde había ido?

Carlo se volvió sobre los talones, y al verla a menos de diez pasos de él descubrió que había vuelto la cabeza para mirarlo justo en el mismo instante en que él lo hacía.

Sí, eso era lo que había ocurrido.

Ella lo miraba desde la oscuridad. Carlo la despreciaba y aunque notaba sus ojos brillantes de deseo, le dedicó una lenta sonrisa de admiración. Siempre la misma insolencia, esa coquetería, ese juego del gato y el ratón mientras el dolor golpeaba incesante. Tú crees que te deseo, que te quiero hacer mía, te beberé como si fueras vino, y te abandonaré antes de que sepas siquiera lo que te ha sucedido. Pero ¡ella! Ese era el amor que el tiempo no tocaba. «¡Tonio!», y no pronunció ninguna palabra hasta que murió.

Bebió el coñac demasiado aprisa, se le derramó por la barbilla y le mojó la ropa.

Alguien lo había saludado, le había hecho una reverencia, y se había alejado a toda prisa al ver el estado en que se encontraba. Pero ellos podían perdonar, todo el mundo perdonaba. Su esposa había muerto, sus hijos lloraban por ella. En algún lugar, unos novecientos kilómetros más al sur, aquella desgracia, aquel viejo escándalo. «Pobre senador Carlo -deben comentar-, cuánto tiene que haber sufrido.»

Algo más. Federico junto a él. Miró a la mujer vestida de negro. Era obvio que intentaba seducirlo.

– Te he dicho que me dejes en paz.

– Ya ha llegado y no hay nada, signore.

– ¿Qué? No te oigo.

– El paquete, signore, no había…

Graciosa prostituta felina, había algo inequívocamente elegante y distinguido en ella, en el balanceo de su vestido, y en la forma en que se inclinaba con el viento. La deseaba, la deseaba, y cuando aquello terminara, se arrodillaría en el confesionario:

– Lo maté, no tenía alternativa, no… -Se volvió para ver mejor a Federico-. ¿Qué decías?

– En el paquete no había nada, signore. Ningún mensaje. -Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo y añadió-: No hay ningún mensaje de Roma.

– Bueno, pues ya lo habrá.

Se incorporó. La espera continúa, y también la culpa. No, la culpa no, sólo el malestar, la tensión, la sensación de ahogo.

Al fin y al cabo, el mensaje le provocaba pánico. Cuando él se había cuestionado su integridad, le aseguraron que le darían una prueba de su trabajo. «¿Ah, sí? ¿Y qué prueba sería esa? ¿Su cabeza dentro de un saco manchado de sangre?», les había preguntado.

Se había reído, e incluso ellos, asesinos a sueldo, se habían quedado estupefactos, aunque intentaban disimularlo tras unos rostros que parecían haber sido toscamente tallados en madera. Nunca pulidos. «No es necesaria ninguna prueba. Sólo tenéis que hacerlo. Enseguida me llegará noticia de ello.»

Tonio Treschi, el cantante, así lo llamaban todos, incluso se atrevían a llamarlo así delante de su hermano. ¡Tonio Treschi, el cantante!

Hacía años, otros matones le habían dicho que le llevarían la prueba y cuando le pusieron delante aquel revoltijo de vísceras y sangre pegadas a la gasa seca, había levantado una silla en el aire para ahuyentar a los sicarios gritando: «¡Alejaos de mí, alejaos!»

– Excelencia -le decía Federico.

– No pienso a ir a casa todavía.

– Excelencia, no ha llegado ningún mensaje y eso significa que cabe la posibilidad de que…

– ¿Qué posibilidad?

– Que hayan fracasado.

Sólo un amago de exasperación en Federico, y un aire de ansiedad. Miró hacia la piazza y sus ojos acariciaron ciegamente a la mujer vestida de luto que había aparecido de nuevo. No la ves. Yo sí. Carlo sonrió.

– ¿Fracasado? -Soltó una carcajada de burla-. Pero si es un maldito eunuco, ¡por el amor de Dios! Podrían estrangularlo con las manos desnudas.

Alzó la botella y le dio a Federico aquel empujón casi amistoso para que no entorpeciera aquella visión perfecta. Sí, ella estaba otra vez allí.

– Muy bien, hermosa, acércate -dijo entre dientes y dio otro rápido trago a la botella.

Aquél fue un trago largo, y le limpió la boca y los ojos. La lluvia caía en silencio, ingrávida, formando un remolino de plata.

La bebida hizo brotar un calor sensual en su pecho. No se quitó la botella de la boca.

En sus últimos días, Marianna corría de un lado a otro abriendo armarios y cajones.

– Dámelo, no tienes ningún derecho a quitármelo. No podrás mantenerme encerrada en esta casa.

Las advertencias del viejo doctor: «Se matará.» Y finalmente Nina corriendo por los pasillos. «No habla. No se mueve.» Llorando, llorando.

Ella supo que iba a morir cuatro horas antes. Abrió los ojos y dijo: «Carlo, me muero.»

– ¡No te dejaré morir, Marianna! -había insistido él, y mucho después se había despertado porque la había oído agitarse y la había visto con los ojos abiertos, diciendo:

– ¡Tonio!

Fue su última palabra, Tonio, Tonio y Tonio.

– Volvamos a casa, signore. Si no se ha hecho correctamente, corremos el peligro de que…

– ¿De qué? Fueron a retorcerle el pescuezo a un capón. Si no lo han hecho, ya lo harán. No quiero hablar más de este asunto. Aléjate de mí…

¡Tonio Treschi, el cantante!, se mofó.

– En el paquete tendría que haber un mensaje.

– ¡Sí, y una prueba! -replicó-. Una prueba.

Su cabeza en un saco manchado de sangre. ¡Aléjate de mí, aléjate de mí!

Ella nunca había dejado de preguntarle: «Tú no lo hiciste, ¿verdad? ¿Verdad que no?» Carlo lo había negado miles de veces, miles de veces en esos primeros días en los que todos iban a por él como aves de rapiña dispuestos a devorarlo. Tras las puertas cerradas, ella se aferraba a él, con las manos convertidas en garras. «Mi hijo, mi único hijo, nuestro hijo. Tú no lo hiciste, ¿verdad?»

– Así que ahora lo dices. -Rió hasta hartarse-. Claro que no, querida. ¿Cómo podría hacer yo algo así? Él mismo lo ha hecho en su desesperación. -Y entonces el rostro de ella se suavizaba, al menos durante un rato, y la tomaba en sus brazos y le creía.

– No es bueno sufrir tanto.

– ¿Quién ha dicho eso?

Se volvió demasiado deprisa, y vio dos figuras que retrocedían, con las pesadas túnicas negras de los patricios, las pelucas blancas, sus miradas implacables y siempre vigilantes.

Federico estaba lejos, muy lejos, observándolo desde la arcada, y con él estaban los demás. Cuatro buenos puñales y musculatura suficiente para protegerlo contra todo, excepto la demencia, la amargura, la muerte de Marianna, excepto interminables y terribles años sin ella, años y años…

Una lánguida soledad se apoderó de él. La deseaba. Mi Marianna, cómo describirlo, sus lágrimas cuando la sostenía entre sus brazos, sus gritos pidiendo vino, y aquellos días de borrachera en que lo acusaba, con los labios tensos, mostrando unos dientes blanquísimos.

– ¿No ves que estoy contigo? -le había dicho-. Nosotros estamos juntos y ellos se han ido, y nunca más podrán separarnos, estás tan hermosa como siempre. ¡No, no apartes los ojos de mí, Marianna, mírame!

Y durante un corto intervalo, la inevitable dulzura, el deseo.

– Sé que tú no has podido hacerlo. A mi Tonio, no, no. Y sé que él es feliz, ¿verdad? Tú no lo has hecho… y él es feliz.

– No, querida mía, mi tesoro -le había respondido-. Si yo fuese el culpable, él me habría acusado. Has visto los documentos que él mismo ha firmado. ¿Qué ganaría con no acusarme?

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