Luego, a la cola, Gabriel divisó a Ingmar Ingmarsson, que iba hablando con Eliahu. Últimamente pasaba mucho tiempo con él y Gabriel sabía que Ingmar había decidido aprender inglés con Eliahu, lo cual significaba que no tenía intención de abandonar la colonia en un futuro inmediato. Sin embargo, Gabriel estaba casi seguro de que no se llevaría a Gertrud de allí aunque se quedara el resto del año.
Para empezar, la procesión enfiló el camino hacia el este en dirección a una región montañosa y agreste. Allí no había flores todavía, la lluvia se había llevado el mantillo de las escarpadas laderas y el terreno era roca desnuda de un gris amarillento.
«Qué curioso -pensó Gabriel-, nunca antes he visto un cielo tan azul como el que hay sobre estas doradas colinas. Y las montañas me gustan a pesar de ser tan yermas. Esa forma redondeada que tienen es muy bella, me recuerda a las grandes cúpulas que cubren las iglesias y templos de este país.»
Cuando los caminantes hubieron andado aproximadamente una hora, divisaron el primer valle rocoso cuyo suelo estaba alfombrado de anémonas rojas. Cundió la prisa y la alegría en el grupo, que, con algarabía de risas y gritos, se lanzó colina abajo para empezar a recogerlas. Y lo hicieron con gran frenesí hasta que al cabo de un rato hallaron otro valle rebosante de violetas, y más tarde un tercero donde crecía toda clase de flores silvestres mezcladas.
Al principio, los suecos recogían las flores precipitadamente, las arrancaban deprisa y corriendo sin ton ni son. Entonces los americanos les enseñaron cómo debían hacerlo. Tenían que elegir las flores con cuidado, arrancar sólo las que se prestaban a ser prensadas; se trataba de un trabajo meticuloso.
Gabriel iba buscando flores al lado de Gertrud. En una ocasión, se enderezó para estirar la espalda y descubrió junto a ellos a un par de los granjeros más importantes, hombres que no debían de haberse detenido ante una flor en muchos años y que ahora cogían flores tan entusiasmados como el que más. Gabriel no pudo aguantarse la risa. Se volvió hacia Gertrud y le dijo:
– Estaba pensando en el sentido de las palabras de Jesucristo cuando dijo aquello de: «¡En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos!» [55]
Gertrud levantó la cabeza y lo miró.
– Es una frase muy curiosa -respondió ella.
– Sí -dijo él con aire pensativo-, me he fijado en que los niños se portan mejor que nunca cuando juegan a ser mayores. Pocas veces se acuerdan menos de ti que cuando van labrando un campo que han dibujado en medio del camino, cuando chascan la lengua para arrear al caballo y hacen restallar un cordel de hilo como si fuera un látigo mientras abren zanjas en el polvo del camino con una rama de pino. Te partes de risa al oírles discutir si acabarán con la siembra antes que sus vecinos, o cuando se quejan de que nunca han visto un campo tan duro de labrar.
Gertrud, con la cabeza gacha, seguía recogiendo flores sin contestar porque no entendía adónde quería llegar con aquello.
– Recuerdo lo bien que me lo pasaba con mi granja hecha de tacos de madera y vacas que eran piñas -continuó Gabriel-. Nunca olvidaba darles paja fresca cada mañana y cada noche, y a veces jugaba a que era primavera y que llevaba a apacentar mis vacas a las pasturas de montaña. Cuando hacía sonar una cuerna hecha de corteza de abedul llamando a las vacas Estrella y Margarita, la llamada se oía por toda la granja. Y hasta solía comentarle a mi madre la cantidad de leche que daban mis vacas y cuánto esperaba sacar por la mantequilla de la central lechera. También tenía mucho cuidado en encerrar al toro, y a todos los que pasaban les gritaba que fueran con precaución, porque la gente lo enfurecía.
Gertrud empezó a trabajar con menos ahínco. Escuchaba a Gabriel con atención, maravillándose de que él pudiera tener las mismas fantasías e ideas con que ella solía ocupar su propia cabeza cuando era niña.
– Aunque cuando me lo pasaba mejor era cuando los chicos jugábamos a que éramos hombres adultos y celebrábamos una junta -continuó él-. Recuerdo que yo, mis hermanos y un par de chicos más solíamos sentarnos en un montón de tablas que teníamos en casa desde hacía años. El presidente de la junta golpeaba los tablones con un cucharón de madera y el resto, gravemente sentados a su alrededor, decidíamos quién de nosotros era pobre de solemnidad y merecía el subsidio y cuántos impuestos le tocaba pagar a fulano o mengano. Estábamos ahí sentados con los pulgares metidos en las sisas del chaleco y hablábamos con la voz gruesa, como si tuviéramos una patata caliente en la boca, mientras nos dirigíamos los unos a los otros siempre titulándonos como concejal, mayordomo, sacristán y juez del distrito.
Gabriel hizo una pausa y se restregó la frente como si finalmente hubiese llegado a donde pretendía. Gertrud había dejado de coger flores. Estaba sentada en el suelo, el pañuelo echado atrás, y miraba a Gabriel como esperando escuchar algo nuevo y extraordinario.
– Puede que -dijo él-, del mismo modo que es conveniente que los niños jueguen a ser adultos, sea bueno que a veces los adultos se transformen en niños. Cuando veo estos viejos, que en esta época del año están acostumbrados a trajinar en el bosque talando y acarreando leña, paseándose por aquí con una ocupación tan infantil como la de recoger flores, pienso que estamos obedeciendo a Jesús y nos estamos volviendo niños.
Gabriel notó que los ojos de Gertrud brillaban. Ahora sí entendía adónde quería llegar y la idea la hizo muy feliz.
– Quieres decir que todos nos hemos vuelto como niños desde que estamos aquí -dijo ella.
– Sí, por lo menos se nos puede considerar niños en el sentido de que hemos tenido que recibir una educación completa. Hemos tenido que aprender a sostener el tenedor y la cuchara y a que nos gustara una comida que nunca antes habíamos probado. Y no me digas que no era infantil el que al principio necesitáramos un guía cuando salíamos para no perdernos, y que se nos advirtiese contra gente peligrosa y de los lugares que estaba prohibido visitar.
– Es verdad, los que venimos de Suecia hemos sido como auténticas criaturas porque primeramente tuvimos que aprender a hablar -dijo Gertrud-. Tuvimos que aprender cómo se llamaban las sillas y las mesas, los armarios y la cama.
Ambos se entusiasmaron esforzándose en encontrar más puntos de similitud. Gabriel se sentía eufórico por haber hallado algo que le interesara tanto a Gertrud, que la hacía salir de su apatía habitual y hablar animadamente con la alegría de antes.
– Yo he tenido que aprender a reconocer árboles y plantas tal como me enseñó mi madre cuando era pequeño -dijo Gabriel-. He aprendido a distinguir entre melocotones y albaricoques, y entre la nudosa higuera y el retorcido olivo. He aprendido a reconocer al turco por su chaquetilla corta y al beduino por su manto rayado, y al derviche por su gorra de fieltro y al judío por los tirabuzones cortos que le cuelgan sobre la oreja.
– Sí, es igual que cuando éramos pequeños y nos enseñaban a distinguir un campesino de Floda de otro de Gagnef por el abrigo y el sombrero.
– Lo más infantil de todo es que dejamos que otros decidan nuestra vida -dijo él-, y que no disponemos de dinero propio sino que tenemos que pedir cada real a los demás. Cada vez que un verdulero me ofrece una naranja o un racimo de uvas recuerdo cuando era pequeño y tenía que pasar de largo el puesto de golosinas del mercado porque no llevaba ni un céntimo.
– Yo diría que estamos totalmente transformados -repuso Gertrud-. Si volviéramos a Suecia la gente no nos reconocería.
– Es difícil no sentirse como un crío cuando el campo de patatas que cavamos no llega al tamaño de un granero -dijo Gabriel con énfasis-, y cuando lo labramos con un arado hecho con una rama de árbol, y cuando arreamos un asno de esos pequeños en vez de un caballo, y cuando no tenemos un verdadero trabajo del que ocuparnos sino sólo minucias domésticas para matar el tiempo.
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