Selma Lagerlöf - Jerusalén

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Una gran epopeya rural por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Jerusalén narra la trayectoria vital de un grupo de campesinos suecos que a finales del siglo XIX, empujados por la fe, abandonaron su país para establecerse en Palestina. Alternando los retratos de aquellos miembros de la comunidad que decidieron quedarse en Suecia con los de los que iniciaron una nueva vida en Tierra Santa, la autora crea, como dijo Marguerite Yourcenar, una epopeya-río que surge de las mismas fuentes del mito. Selma Lagerlöf -la primera mujre que obtuvo el premio Nobel de Literatura- demuestra su genialidad en una novela viva que tiene como escenario un mundo de transición y como protagonistas a unos personajes que reflejan la dualidad del ser humano y su continuo debate entre la esperanza y el miedo, el raciocinio y la pasión.

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Tan pronto hubo formulado estas ideas, le invadió una extraña paz. Pero al mismo tiempo sintió que su voluntad se escurría de su ser, e Ingmar empezó a actuar según una voluntad ajena a él. La sensación era tan palpable como si alguien le hubiese tomado de la mano y le guiara. «Dios me lleva», pensó.

Bajó del monte de la Condena, recorrió el valle de Hinnom y dejó a un lado Jerusalén. Durante todo el trayecto su intención era dirigirse a la colonia para explicarles a los dirigentes su descubrimiento. Sin embargo, cuando llegó a la bifurcación de la cual arrancaba el camino a Jafa, oyó cascos de caballos a sus espaldas. Se dio la vuelta y divisó a un dragomán de la legación, el cual había visitado la colonia en repetidas ocasiones, que venía al galope con dos caballos; uno lo montaba, al otro lo guiaba cogido por las bridas.

– ¿Adónde vas? -preguntó Ingmar, deteniéndolo.

– A Jafa -respondió el hombre.

– Yo también quisiera ir a Jafa. -De repente, se le había ocurrido que debería aprovechar la ocasión para dirigirse directamente a la señora Gordon, sin entretenerse volviendo primero a la colonia.

No tardaron en acordar que Ingmar montaría el caballo libre hasta Jafa. Era un buen caballo e Ingmar se felicitó de su ocurrencia. «Las doce leguas que hay hasta Jafa debería poder recorrerlas esta noche -pensó-. De ese modo la señora Gordon podrá estar de vuelta mañana por la tarde.» Pero cuando llevaba cabalgando una hora notó que su caballo cojeaba. Desmontó y constató que había perdido una herradura.

– ¿Qué hacemos ahora? -le preguntó al dragomán.

– La única solución es que yo vuelva a Jerusalén para que le pongan otra.

En principio, Ingmar, en medio de la carretera y solo, no supo a qué atenerse. De pronto decidió continuar el viaje hasta Jafa a pie. No sabía si era lo más sensato que podía hacer, pero aquella voluntad a la que estaba supeditado le empujaba hacia delante. Una suerte de impaciencia le impedía volver.

Así que, andando a grandes zancadas, avanzó a buena marcha. Sin embargo, al cabo de un rato se inquietó. «¿Cómo averiguaré dónde se hospeda la señora Gordon en Jafa? Cuando me acompañaba el intérprete era otra cosa; ahora tendré que ir de casa en casa preguntando por ella.» Pero a pesar de lo justificada que le pudiera parecer su inquietud, siguió la marcha.

La carretera era ancha y estaba en buen estado. No le hubiera costado andar por ella aunque la noche hubiera sido oscura. Pero hacia las ocho salió la luna. Las colinas iluminadas, a través de las cuales serpenteaba la carretera, se extendían ampliamente a su alrededor. El camino subía y bajaba por esas colinas. Tan pronto Ingmar ganaba una cima, le esperaba la siguiente. A intervalos le sobrevenía un gran cansancio, pero aquella fuerza imperiosa le empujaba hacia delante. No se permitió hacer una pausa para descansar ni siquiera un minuto.

Anduvo a ese ritmo hora tras hora. No sabía cuánto tiempo llevaba caminando pero seguía entre las colinas. Tan pronto llegaba a la cima de una cuesta pensaba que esa vez sí podría divisar la llanura de Sarón y, tras ella, la franja del mar. Pero lo único que veía eran hileras y más hileras de colinas alineadas ante él.

Sacó el reloj y el claro de luna le permitió distinguir fácilmente los números y las manecillas. Rayaban las once. «¡Qué tarde es! -pensó-. ¡Y todavía estoy en las montañas de Judea!» Una creciente inquietud le invadió. No podía caminar, tenía que correr.

Jadeaba, la sangre le martillaba las sienes y el corazón le latía desbocado. «Me voy a destrozar, no aguantaré este ritmo», se dijo, pero siguió corriendo. El camino se extendía liso y parejo a la luz de la luna, y no pensó que hubiera peligro. Sin embargo, al llegar al fondo del valle entró en una zona oscura. Ahí el camino no se distinguía tan claramente, pero aun así no se detuvo. Hasta que tropezó con una piedra y cayó al suelo.

En el acto se puso en pie, pero se había golpeado la rodilla y le costaba andar. Fue a sentarse a la cuneta. «Se me pasará enseguida si descanso un poco.» Sin embargo, le resultó casi imposible estarse quieto. Apenas si esperó a recobrar el aliento. «Obra en mí una voluntad ajena -se dijo-. Es como si alguien tirara de mí y empujara hacia Jafa.»

Se levantó de nuevo. Sintió fuertes dolores en la rodilla pero no hizo caso y siguió caminando. Al cabo de un rato la pierna se negó a seguir y él quedó tumbado en la carretera. «Esto es el fin -pensó al caer, dirigiéndose a esa fuerza que le empujaba-. Ahora se te tiene que ocurrir algo para ayudarme.» Al instante, oyó a lo lejos el sonido de un carro. Se aproximaba a una rapidez increíble. Casi de inmediato, tuvo el coche prácticamente encima. Por el ruido, dedujo que el caballo bajaba la cuesta a galope tendido. También oyó un látigo que chasqueaba sin cesar, y los gritos con que el cochero arreaba al caballo.

Ingmar se apresuró a levantarse para apartarse de la calzada. Se metió en la cuneta para evitar el atropello. Por fin, el coche bajó la larga pendiente por la que había descendido Ingmar hacía muy poco. Veía claramente lo que se acercaba. El vehículo era una simple carreta pintada de verde, del tipo que se usa en el oeste de Dalecarlia. «Vaya -pensó enseguida-, aquí falla algo. No creo que haya carretas de éstas en Palestina.» El cochero le pareció aún más extraño. También procedía de Dalecarlia, y su aspecto era clavado a un auténtico campesino de aquellos pagos, con sombrero negro de ala estrecha y el pelo cortado a tazón. Para completarlo, el hombre se había sacado la chaqueta y conducía enfundado en un chaleco verde de manga corta roja. Esa indumentaria era de Dalecarlia, no había duda. Asimismo, el caballo resultaba muy curioso. Era un bellísimo ejemplar, grande y fuerte. El pelaje era de un rutilante negro, de tan bien cuidado que estaba, y de su cuerpo emanaba un resplandor. El cochero no iba sentado sino de pie, inclinándose sobre el caballo mientras lo fustigaba chasqueando el látigo sobre su cabeza. Sin embargo, el animal no parecía sentir los latigazos, y tampoco la tremenda velocidad parecía extenuarlo; sino que seguía adelante sin esfuerzo, como si se tratara de un juego.

Cuando el cochero llegó a la altura de Ingmar detuvo el carro en seco.

– Monta, si quieres te llevo -dijo.

Por muchas ansias que tuviera Ingmar de llegar a Jafa, el ofrecimiento no le hizo ninguna gracia. No sólo comprendía que todo aquello era una abominable fantasmagoría infernal, sino que el rostro del cochero resultaba repulsivo, plagado de cicatrices como si fuese un pendenciero incorregible. Sobre uno de los ojos lucía un navajazo fresco.

– Seguro que no estás acostumbrado a estas velocidades -añadió el hombre-, pero creía que tenías prisa.

– ¿Tu caballo es seguro?

– Es ciego, pero muy seguro.

Ingmar sintió un escalofrío en todo el cuerpo. El tipo se inclinó hacia él y lo miró fijamente a los ojos.

– Sube con toda confianza -dijo-, ya debes de saber quién me envía, ¿no?

Al oír aquello Ingmar recobró la compostura. Montó en el coche y, a una velocidad salvaje, se precipitaron rumbo al llano de Sarón.

La señora Gordon había viajado a Jafa para cuidar a una amiga que había caído enferma. Era la esposa de un misionero que siempre había sido muy benevolente con los colonos gordonistas y les había procurado ayuda en numerosas ocasiones.

La noche en que Ingmar Ingmarsson iba de camino a Jafa, la señora Gordon había estado velando a la enferma hasta pasada la medianoche, hora en que había llegado su relevo. Al salir del cuarto de la enferma, vio que la noche era luminosa y clara, la luna bañaba el paisaje con una bella luz plateada que sólo es apreciable junto al mar. Subió a la azotea y se puso a contemplar los extensos naranjales, la antigua ciudad apilada sobre una escarpada roca, y los cabrilleos de la luna sobre la infinita superficie del mar. No se encontraba en la misma Jafa sino en la colonia alemana, situada en una pequeña loma en las afueras de la ciudad. Justo debajo de la azotea donde se hallaba, discurría la ancha carretera que atraviesa la colonia. A la luz blanquecina podía ver un buen trecho de carretera entre casas y jardines.

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