Selma Lagerlöf - Jerusalén

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Una gran epopeya rural por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Jerusalén narra la trayectoria vital de un grupo de campesinos suecos que a finales del siglo XIX, empujados por la fe, abandonaron su país para establecerse en Palestina. Alternando los retratos de aquellos miembros de la comunidad que decidieron quedarse en Suecia con los de los que iniciaron una nueva vida en Tierra Santa, la autora crea, como dijo Marguerite Yourcenar, una epopeya-río que surge de las mismas fuentes del mito. Selma Lagerlöf -la primera mujre que obtuvo el premio Nobel de Literatura- demuestra su genialidad en una novela viva que tiene como escenario un mundo de transición y como protagonistas a unos personajes que reflejan la dualidad del ser humano y su continuo debate entre la esperanza y el miedo, el raciocinio y la pasión.

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De pronto advirtió que un hombre avanzaba por el camino lentamente y vacilando. Era un hombre alto y el claro de luna le hacía más alto de lo que en realidad era, de modo que tuvo la impresión de que se trataba de un auténtico gigante. Cada vez que pasaba delante de una casa se detenía y la observaba a conciencia. Por alguna razón, la señora Gordon pensó que había algo fantasmagórico y horrible en aquella figura, como si se tratara de un espectro que buscara una casa para dar un susto de muerte a sus pobres moradores.

Finalmente, el hombre llegó a la casa donde estaba apostada ella, casa que estudió más detenidamente que las anteriores. Luego la fue rodeando y ella oyó los golpecitos que daba en los cristales de las ventanas y cómo intentaba abrir la puerta. La señora Gordon se asomó para observar qué intentaba, y entonces el hombre la vio.

– Señora Gordon -dijo en voz baja-, quisiera decirle unas palabras.

El hombre echó la cabeza atrás para verla mejor y en ese momento ella reconoció a Ingmar Ingmarsson.

– Señora Gordon, ante todo quiero decirle que he venido por cuenta propia hasta aquí, sin que ninguno de los hermanos lo sepa.

– ¿Ocurre algo malo en casa?

– No, nada malo, pero sería conveniente que usted regresara.

– Iré mañana -dijo la mujer.

Ingmar consideró la respuesta y luego dijo con la mayor parsimonia:

– Sería preferible que viajara usted esta noche.

La señora Gordon, algo irritada, pensó en lo molesto que sería despertar a toda la casa, y además aquel labriego desde luego no era quién para venir a darle órdenes. «Si al menos me dijera qué pasa», pensó, y empezó a preguntar si alguien había caído enfermo o si se habían quedado sin dinero. Pero en vez de contestar, Ingmar comenzó a andar en dirección a la carretera.

– ¿Se va usted ya? -preguntó ella.

– Le he traído el recado, ahora haga usted lo que quiera -respondió Ingmar sin girarse.

La mujer entendió que algo grave ocurría y decidió no demorarse más.

– Si me espera un momento podrá viajar conmigo -le gritó a Ingmar, que ya se alejaba.

– No, gracias, mi medio de transporte es mejor que el que usted pueda ofrecerme.

El anfitrión de la señora Gordon le prestó unos caballos excelentes. Pudo cruzar rápidamente la llanura de Sarón y luego se adentró en el ondulante territorio que precedía a los montes de Judea. Hacia el alba, su coche subió las prolongadas cuestas que rodean la antigua guarida de ladrones de Abu Gosch. Se sentía muy molesta por haberse dejado inducir tan fácilmente a regresar a la colonia. Aquel labriego, que no estaba al corriente de nada, no era quién para obligarla a seguir sus dictados. Una y otra vez pensó que no debía continuar el viaje sino regresar a Jafa.

Cuando había ya recorrido numerosas pendientes y descendía por una depresión, divisó a un hombre sentado en la cuneta. Tenía la cabeza apoyada en su mano y parecía dormir. Al pasar el coche, el hombre alzó la vista y la señora Gordon reconoció a Ingmar Ingmarsson. «¿Cómo es posible que ya haya llegado tan lejos?», pensó. Luego detuvo el coche y llamó a Ingmar. Al oír su voz, él se alegró sobremanera. Se puso en pie de un salto.

– ¿Vuelve usted a la colonia, señora Gordon?

– Así es.

– Menos mal -dijo Ingmar-. ¿Sabe usted? Yo iba de camino a buscarla pero me caí y me lastimé la rodilla, así que me he pasado la noche aquí sentado.

La mujer lo miró atónita.

– ¿No ha estado usted en Jafa esta noche, Ingmar Ingmarsson?

– Pues no; sólo en sueños. Apenas daba una cabezada tenía la impresión de recorrer calle arriba y calle abajo, buscándola a usted por toda Jafa.

Ella se quedó perpleja y no se le ocurrió nada que decir. Ingmar sonrió tímidamente al persistir ella en su silencio.

– ¿Sería tan amable de llevarme con usted, señora Gordon? -pidió él-. No me valgo por mí mismo.

Al instante, la mujer se apeó del coche y le ayudó a subir. De pronto, se quedó inmóvil.

– Esto es incomprensible -dijo muy despacio.

Ingmar tuvo que sacarla de su estupefacción.

– No se lo tome a mal, pero sería muy conveniente que volviera usted a la colonia cuanto antes.

La señora Gordon subió al coche y de nuevo se quedó callada cavilando. Ingmar tuvo que sacarla nuevamente de ese estado.

– Disculpe, pero hay algo que debo contarle. ¿No le habrá llegado algún mensaje de ese Godokin, por casualidad?

– No.

– Es que ayer oí cómo hablaba con el cónsul americano. Planea armar un escándalo hoy, mientras usted esté ausente.

– ¿Qué dice usted? -exclamó ella.

– Tiene la intención de destruir la colonia.

La señora Gordon consiguió centrarse por fin. Se volvió hacia Ingmar y procedió a interrogarle minuciosamente acerca de lo que había oído.

A continuación, volvió a sumirse en sus meditaciones. Luego, de repente, dijo:

– Me alegra que usted, Ingmar Ingmarsson, se preocupe tanto por la colonia.

Él se ruborizó de oreja a oreja y preguntó cómo estaba tan segura.

– Lo sé porque esta noche ha ido usted a Jafa a comunicarme que debía regresar urgentemente -respondió ella.

Ahora le tocó a ella explicarle cómo lo había visto y lo que él le había dicho. Al acabar, Ingmar dijo que eso era lo más extraordinario que le había sucedido jamás.

– Si no me equivoco, antes de que caiga la noche habremos visto cosas más extraordinarias aún -dijo ella-, puesto que ahora tengo la certeza de que Dios nos ayuda.

La señora Gordon estaba ahora tranquila y de buen humor, y charlaba con Ingmar como si no existiera ninguna amenaza.

– Entretanto, ¿por qué no me explica usted, Ingmar Ingmarsson, si ha ocurrido algo en casa mientras he estado fuera?

Él recapacitó. Luego empezó a excusarse en que no sabía el idioma.

– No se preocupe, le entiendo muy bien -dijo ella-. Habla usted inglés casi igual de bien que el resto de sus compatriotas.

– En general, las cosas han ido tirando como siempre -admitió Ingmar finalmente.

– Pero seguro que algo habrá para contar.

– No sé si usted ha oído hablar del molino del pachá Baram.

– Pues no. ¿Qué ocurre con él? -preguntó la señora Gordon-. Ni siquiera sabía que el pachá Baram tuviese un molino.

– Pues sí. Recién nombrado gobernador de Jerusalén, el pachá pensó, por lo visto, que el pueblo necesitaba algo más que molinos manuales con los que moler el grano. Así que emprendió la tarea de construir un molino de vapor en uno de los grandes valles de los alrededores. De todos modos, no es extraño que usted no haya oído hablar de ese molino porque casi nunca ha funcionado. El pachá no ha dispuesto de la gente adecuada para llevarlo, y por lo general ha estado estropeado. Pues bien, hace un par de días nos llegó un recado de parte del pachá en que se nos preguntaba si algún gordonista podía ponerle en marcha el molino. Así que unos cuantos de nosotros fuimos allí y lo arreglamos.

– Eso es una buena noticia, me alegro de que hayamos podido hacerle un favor al pachá Baram.

– Quedó tan satisfecho que propuso que los gordonistas llevaran el molino permanentemente. Les ofreció el molino sin necesidad de pagar arriendo. «Mientras se encarguen de que el molino funcione -dijo-, pueden ustedes quedarse con todos los beneficios.»

Ella se giró para mirarlo.

– ¿Y bien? -dijo-, ¿qué contestaron a eso?

– No se lo pensaron dos veces, dijeron que de buena gana se encargarían de hacerlo funcionar, y que no cobrarían nada por su trabajo; ¿qué otra cosa podían decir?

– Dijeron lo correcto -respondió la señora Gordon.

– Pues no sé yo si era tan correcto, porque ahora el pachá no quiere dejarles el molino. No les entregará el molino si rehúsan cobrar por su trabajo. Dice que no se puede acostumbrar a la gente a obtener las cosas gratis. Dice que todos los que vendan harina o posean un molino, protestarían contra él ante el sultán.

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