Selma Lagerlöf - Jerusalén

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Una gran epopeya rural por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Jerusalén narra la trayectoria vital de un grupo de campesinos suecos que a finales del siglo XIX, empujados por la fe, abandonaron su país para establecerse en Palestina. Alternando los retratos de aquellos miembros de la comunidad que decidieron quedarse en Suecia con los de los que iniciaron una nueva vida en Tierra Santa, la autora crea, como dijo Marguerite Yourcenar, una epopeya-río que surge de las mismas fuentes del mito. Selma Lagerlöf -la primera mujre que obtuvo el premio Nobel de Literatura- demuestra su genialidad en una novela viva que tiene como escenario un mundo de transición y como protagonistas a unos personajes que reflejan la dualidad del ser humano y su continuo debate entre la esperanza y el miedo, el raciocinio y la pasión.

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De todos modos, daba la impresión de que Ingmar se alegrara mucho de que ella se hubiera dirigido a él. Se esforzó en averiguar exactamente la hora y el lugar en que ella había visto al hombre y tomó nota detallada de su aspecto y su indumentaria.

Ya en el interior de la colonia, Gertrud se dio prisa en alejarse de Ingmar. «Sé que no vale la pena que le cuente esto a la gente -pensó-. ¡Ay, con lo feliz que me sentía con mi descubrimiento a solas!» Así pues, decidió no contárselo a nadie más. También le pediría a Ingmar que guardara el secreto. «Es verdad, es la pura verdad -se repetía-, he vuelto a encontrar a aquel que vi en el sendero del bosque; pero sería pedir demasiado que alguien me creyera.»

Un par de noches más tarde recibió una sorpresa. Ingmar se le acercó después de la cena y le explicó que también él había visto al hombre de la túnica negra.

– Desde el momento en que me hablaste de él, no he dejado de pasearme por esa calle esperando a ver si venía -dijo.

– ¡Dios bendito, entonces me creíste! -exclamó Gertrud pictórica de alegría. La llama de su fe volvió a arder inquebrantable.

– No soy de los que creen de buenas a primeras -respondió Ingmar.

– ¿Alguna vez has visto un rostro igual?

– No, nunca he visto un rostro igual.

– ¿Y no es verdad que ves ese rostro vayas donde vayas?

– Sí, es verdad.

– ¿No crees que sea Jesucristo?

Ingmar eludió contestar a la pregunta.

– Deberá ser él quien nos demuestre quién es.

– ¡Ojalá pudiese verlo una vez más! -suspiró Gertrud.

Ingmar vacilaba.

– Yo sé dónde estará esta noche -dijo al cabo, con parsimonia. Gertrud se entusiasmó.

– Pero ¿cómo? ¿Sabes dónde está? Entonces llévame para que pueda verle.

– Pero es noche cerrada -protestó Ingmar-. No creo que sea aconsejable ir a la ciudad a esta hora.

– Bah, no hay ningún peligro -dijo Gertrud-, he ido a visitar enfermos a horas mucho más tardías. -Pero le costó lo suyo convencer a Ingmar-. ¿No quieres acompañarme hasta él porque crees que estoy loca? -dijo, y sus ojos, de pronto más oscuros, parecían peligrosos.

– Ha sido una estupidez por mi parte decirte que le he encontrado -dijo Ingmar-, pero ahora que está hecho, creo que lo mejor será que te acompañe.

A Gertrud la alegría le inundó los ojos de lágrimas.

– Pero debes procurar que no nos vean salir -dijo ella-. No quiero decírselo a nadie de la colonia hasta que le haya visto de nuevo.

Gertrud logró encontrar una linterna y finalmente salieron a la calle. Fuera les esperaba lluvia y tormenta pero ella ni siquiera reparó en ello.

– ¿Estás seguro de que podré verlo esta noche? -insistía una y otra vez-. ¿Estás completamente seguro?

Gertrud hablaba sin cesar. Era como si nada se hubiese interpuesto entre ella e Ingmar: como antaño, depositó en él toda su confianza. Le habló de las madrugadas en que había subido al monte de los Olivos a esperar. También le contó cómo la torturaban las miradas de los curiosos que se acercaban mientras ella aguardaba de rodillas contemplando el cielo.

– Ya puedes imaginar lo que ha supuesto para mí que toda esa gente me mirara tan raro, como si yo fuera una loca. Pero estando tan segura de que Jesucristo vendría, ¿qué otra cosa podía hacer que subir a esperarle? Claro que hubiera preferido verle aparecer con pompa y majestad entre las nubes de la aurora -añadió-, pero ¿qué más da si se presenta en medio de una noche oscura de invierno? Mientras venga, ¿qué importa lo demás? Apenas se muestre se hará la luz y nacerá un nuevo día. ¡Y pensar que tú, Ingmar, habías de venir justo cuando él regresa y empieza a obrar entre nosotros! ¡Qué suerte tienes, no has tenido que esperar! Llegas en tiempos de plenitud.

Gertrud se detuvo súbitamente y levantó la linterna para alumbrar la cara de Ingmar, cuya expresión sombría denotaba fatiga.

– Has envejecido mucho en este año, Ingmar. Imagino que has sentido muchos remordimientos por mi causa. Pero tienes que quitarte de la cabeza que me has hecho daño. Era la voluntad de Dios que las cosas fueran así. Dios nos ha concedido una sublime gracia a ti y a mí. Él quería conducirnos aquí a Palestina en el momento justo, en esta época de esplendor. Ahora padre y madre también quedarán tranquilos, cuando comprendan el sentido de la divina providencia -continuó-. Ellos nunca han sido duros conmigo en sus cartas por haberme escapado de casa, debieron de entender que era inaguantable para mí quedarme allí; pero sé que se han sentido muy resentidos contigo. Ahora podrán reconciliarse con los dos niños que crecieron en su cocina. Si quieres saber una cosa, creo que han sentido más tu pérdida que la mía.

Ingmar caminaba en silencio bajo el temporal. Esta última afirmación también se quedó sin respuesta, igual que todo lo que había ido diciendo Gertrud. «Seguramente no cree que he encontrado a Cristo -pensó ella-, pero ¡qué importa si de todos modos me conduce hasta él! Un poco más de paciencia y podré contemplar a todos los pueblos y reyes de la tierra arrodillados ante él, nuestro Salvador.»

Ingmar la condujo al barrio musulmán y tuvieron que recorrer varias callejuelas sinuosas y oscuras. Por fin, Ingmar se detuvo ante una puerta baja situada en un elevado muro ciego y la abrió. Atravesaron un largo pasillo y llegaron a un patio iluminado.

Algunos criados estaban atareados en un rincón, y un par de hombres viejos aguardaban en un banco de piedra situado junto a una pared; pero nadie reparó en Ingmar y Gertrud. Ellos se sentaron en otro banco y ella observó el entorno. Era un patio parecido a muchos otros que había visto en Jerusalén. Una galería rodeaba los cuatro lados del patio, sobre el cual se extendía un toldo amplio y mugriento que colgaba en jirones.

El sitio tenía todo el aspecto de haber sido suntuoso e importante en su día; aunque ahora fuera cochambroso. Los pilares parecían provenir de una iglesia. Sin duda había habido bellos ornamentos en lo alto de las columnas, pero sólo quedaban fragmentos estropeados. El enlucido de las paredes estaba en muy mal estado y en los distintos huecos y orificios despuntaban trapos sucios. Contra una pared se apilaba un montón de cajas viejas y jaulas de gallina.

Gertrud le susurró a Ingmar al oído:

– ¿Estás seguro de que le veré aquí?

Ingmar asintió con la cabeza y señaló las veinte pequeñas alfombras de piel de cordero extendidas en círculo en el centro del atrio.

– Ahí en medio lo vi ayer con sus discípulos -dijo.

Gertrud parecía algo descontenta pero no tardó en sonreír de nuevo.

– Es curioso que siempre se le espere con gran fausto y pompa, y en cambio él nunca quiera saber nada de eso, sino que surge en medio de la pobreza y la humildad. Pero no creas que soy como los judíos, quienes no quisieron reconocerle porque no se mostró como el amo y rey del mundo.

Al cabo de un rato llegaron unos cuantos hombres. Avanzaron hasta el centro del patio y se sentaron sobre las alfombras de piel de cordero. Todos los que iban llegando vestían ropas de estilo oriental; pero, aparte de eso, eran muy distintos entre sí. Algunos eran jóvenes, otros viejos, unos llegaban arropados con exquisitas sedas y pieles, otros vestían como humildes porteadores de agua y campesinos. Desde que comenzaron a entrar, Gertrud fue enseñándoselos a Ingmar.

– ¿Ves ése?, es Nicodemo, el que se presentó ante Jesús de noche -dijo de un hombre importante de avanzada edad-. Y el de la barba grande es Pedro, y en aquel rincón está José de Arimatea. ¡La verdad es que nunca antes he comprendido tan bien como ahora el modo en que los apóstoles rodeaban a Jesús! Ése de ahí, el que baja los ojos, es Juan y el pelirrojo de la gorra de fieltro es Judas. En cambio, esos dos que esperan en el banco y no hacen más que chupar la pipa de agua, sin preocuparse de lo que van a oír, son dos escribas. No creen en él, sólo han venido por curiosidad o para contradecirle.

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