que era muy amable conmigo, sino porque no quería dejar a Noni y mis estudios de magia. Tampoco me importaba abandonar mi vida fácil y cuidar de seis hijas, pero como ya era una experta y respetada comadrona por derecho propio, mis ingresos y posibilidades de trabajo me convertían en una candidata al matrimonio muy apetecible.
Ese verano, por lo tanto, mis pensamientos no estaban centrados en la plaga sino en el espectro del matrimonio, hasta que Noni cayó enferma con fiebre. Nos quedamos aterrorizados. ¿Había llegado la peste a Tolosa?
Durante dos días, mi madre y yo la cuidamos con té de corteza de sauce y emplastos fríos. Yo estaba desesperada, convencida de que moriría. Además, la mañana siguiente a que la abuela enfermara, descubrí una señal ominosa: uno de los gatos del pueblo muerto y tieso junto a nuestra casa, con la última rata que había cazado todavía entre sus patas.
Pero nuestro temor desapareció cuando el delirio de Noni pasó. Al tercer día pudo sentarse y comer un poco, y en cierto momento, cogió mi mano y dijo:
– La bona Dea me lo ha comunicado: aún no ha llegado mi hora.
Experimentamos un gran alivio. No era la plaga de Narbona y Marsella. Y si lo era, las historias que nos habían contado eran simples exageraciones.
Fue al cuarto día de la enfermedad de Noni, repuesta lo suficiente para estar de pie, cuando alguien llamó a nuestra puerta. Era una criada, apenas mayor que yo, rubia y regordeta, con un delantal blanco manchado, una falda oscura y las mangas cubiertas de harina. O trabajaba en la mansión del seigneur o había venido desde la ciudad amurallada. Daba la impresión de haber corrido todo el trayecto. Varios mechones castaños se habían soltado del paño blanco que llevaba alrededor de la cabeza.
– ¡La comadrona! -dijo a mi madre, que se había precipitado hacia la puerta, cuya parte superior estaba abierta para dejar entrar el aire fresco de la mañana-. ¿Sois vos la comadrona? ¡Debéis venir cuanto antes! ¡Mi ama tiene dificultades, y no he podido encontrar al médico!
Mi madre miró a Noni, que estaba sentada en la cama, y a mí, en un taburete a su lado. La joven ladeó la cabeza y nos miró vacilante. Vi un destello de terror en sus ojos.
– Ha padecido fiebres -dijo mi madre-, y ya se encuentra mejor. Ella es la comadrona, y mi hija también, que te acompañará.
La criada me miró con ojo crítico. Al observar su reticencia, Noni dijo con voz débil:
– Mi nieta es tan diestra como yo. La he preparado durante seis años.
– Y yo seré su ayudante -añadió mi madre. Era algo que hacía de vez en cuando por la abuela y por mí, y lo dijo para apaciguar los temores de la mujer.
Noni se recostó contra mí y me susurró al oído:
– Ten cuidado con lo que digas, no sea que despiertes las sospechas de tu madre. -Sabía que yo utilizaba la Visión para ayudar en los partos.
Asentí, consciente de la penetrante mirada que mi madre nos había dirigido, como si supiera con exactitud lo que Noni había dicho.
– ¡Vámonos, pues! -nos apremió la criada, al tiempo que se retorcía sus manos regordetas.
Recogí la bolsa con las hierbas y herramientas de Noni y corrí hacia la puerta con mi madre. Fuera nos esperaba un carro tirado por un caballo esbelto y bien cuidado. Cinco niños llorosos estaban sentados en él. No preguntamos quiénes eran, aunque estaba claro que no eran de la criada. Las niñas llevaban vestidos de brocado ribeteados de piel y los niños blusas de seda bordada.
– Niños, ¿por qué lloráis? -les pregunté mientras mamá y yo extendíamos los brazos para consolarles-. ¿Es por vuestra madre? No os preocupéis. Nosotras la cuidaremos bien, y pronto tendréis un hermano o hermana nuevo.
Pero se acurrucaron entre sí y no hablaron. Dejamos atrás la plaza del pueblo y los campos en silencio, la mansión y las murallas, hasta entrar en la ciudad.
Un viaje de ida y vuelta a la ciudad duraba un día para nosotros, las pocas veces al año que íbamos al mercado. En cuanto traspusimos las puertas, el mundo adquirió vida, con gentes de todas las clases y aspectos. En el campo solo veíamos aldeanos como nosotros, pero aquí había campesinos pobres con andrajos y nobles a caballo, vestidos con sedas y gorras adornadas con plumas, y mercaderes de distinta riqueza. Atravesamos el centro de la ciudad y pasamos ante los diversos comercios: la herrería, la hilandería, la panadería, la zapatería, la taberna y la posada. Por fin, doblamos por la rue de l'Orfevrerie, donde se alzaba cierto número de edificios iguales, casas de cuatro plantas, de postes y vigas, muy parecidas a las de las demás calles, todas inclinadas las unas sobre las otras debido a la edad. Algunas estaban pintadas de azul, otras de un rojo intenso y otras encaladas.
Las plantas bajas estaban ocupadas por tiendas, con escaparates que se proyectaban hacia las ajetreadas calles, mientras sus cautelosos propietarios vigilaban que no aparecieran ladrones. Sobre las tiendas colgaban letreros pintados con colores alegres: un candelero para el platero, tres píldoras doradas para el boticario, un brazo blanco con franjas rojas para el barbero, un unicornio encabritado para el orfebre.
Nos detuvimos ante la tienda del orfebre. La criada saltó del carro, ató el caballo a un poste, dejó a los niños sentados, nos ayudó a bajar y entramos en la casa. La tienda estaba cerrada a cal y canto. Se me antojó extraño, pero estaba demasiado impaciente para alarmarme.
La criada entró antes que nosotros, subió un angosto tramo de escaleras y nos condujo hasta la zona del comedor, donde un hogar oscuro y las ventanas de un color parecido al del pergamino producían una sensación de penumbra. Aun así, la habitación me pareció muy limpia, porque el hogar contaba con una chimenea, lo cual impedía que las paredes se mancharan de hollín. Una buena precaución, porque estaban cubiertas de hermosos tapices, incluyendo el emblema del orfebre, el unicornio, cuya crin blanca centelleaba debido a las hebras de oro puro. Al parecer, los habitantes no compartían la casa con otra familia. De hecho, la casa estaba tan silenciosa que no parecía habitada.
Al otro extremo del comedor, con su amplia mesa de caballete desmontada, sobre la cual descansaban un par de trabajados candelabros de plata, otra escalera conducía al tercer piso. La cocinera se detuvo y señaló hacia arriba.
– La señora os espera en su habitación.
Me volví hacia ella.
– Necesitamos paños y agua. ¿Dónde podemos encontrarlos?
– Iré a buscarlos -dijo la cocinera con repentino entusiasmo, y desapareció por la puerta de una enorme cocina.
Aún oigo el ruido de los zuecos de mi madre y míos sobre los empinados escalones. Recuerdo la perplejidad en la voz de mamá cuando preguntó:
– Pero ¿dónde están los demás criados?
La inquietud me embargó cuando me di cuenta de que era media mañana, una hora en que los criados ya debían tener la comida casi preparada, pero el hogar estaba apagado, y de la cocina no salían sonidos ni olores. Si aquellos cinco niños llorosos eran del orfebre y su mujer, estarían hambrientos. ¿Por qué esperaban fuera?
Pese a mis recelos, continué, con mi madre al lado, sin vacilar ni un instante.
Al final de la escalera, la puerta del dormitorio de los amos estaba abierta, pero habían cerrado los postigos, de modo que la habitación estaba a oscuras. Mis ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la penumbra. Había dos enormes armarios y una cómoda apoyados contra la pared exterior, y sobre la cómoda descansaba un gran espejo. Vi mi solemne reflejo, y el de mi madre, su cara hermosa y asustada tan pálida como la toca blanca y el velo levantado sobre sus trenzas rojizas. La cómoda estaba abierta, y no cabía duda de que la habían saqueado. Estaba vacía, a excepción de una ristra de perlas rota. Había muchas perlas diseminadas por el suelo. En un rincón de la estancia se erguía una silla de parto de madera, por lo general un buen presagio, pero me inquietó verla vacía.
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