Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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Treinta años antes no existía. El rey Tigranes la había mandado construir para satisfacer sus sueños de gloria y poder; era una espléndida ciudad de piedra con altas murallas, ciudadelas, torres, plazas y patios, jardines colgantes, exquisitos azulejos vidriados de colores verde mar, amarillo fuerte y rojo vivo, inmensas estatuas de toros alados, leones, reyes de rizadas barbas bajo altas tiaras. El emplazamiento había sido elegido teniendo todo en cuenta, tanto que dispusiera de una fácil defensa como que hubiera fuentes internas de agua, e incluso un cercano afluente del Tigris se llevaba el contenido de los extensos alcantarillados que Tigranes había construido a la manera de Pérgamo. Naciones enteras habían caído para financiar la construcción de la ciudad; la riqueza resultaba evidente incluso a lo lejos, cuando los fimbrianos pasaron sobre un promontorio y la vieron: Tigranocerta. Extensa, elevada, hermosa. Porque el rey de reyes, como anhelaba un reino helenizado, había empezado a construirla al estilo griego, pero todos aquellos años de influencia parta de su infancia y juventud resultaban demasiado fuertes; cuando la perfección dórica y jónica palidecían, añadía los vidriados azulejos de colores chillones, los toros alados, los soberanos monolíticos. Luego, todavía insatisfecho con todos aquellos edificios griegos de escasa altura, añadió los jardines colgantes, las torres cuadradas de piedra, los pilones y la fuerza de su educación parta.

Nadie en veinticinco años había osado llevarle al rey Tigranes malas noticias; nadie quería que le cortasen la cabeza o las manos, y ésa era habitualmente la reacción del rey para el portador de malas noticias. Alguien, no obstante, tenía que informarle de que un ejército romano se aproximaba rápidamente procedente de las montañas del Oeste. De manera comprensible, los efectivos militares -comandados por un hijo de Tigranes llamado príncipe Mitrabarzanes- decidieron enviar un oficial inexperto con aquella sorprendentemente mala noticia. El rey de reyes se dejó llevar por el pánico… pero no antes de hacer colgar al mensajero. Luego huyó con tanta prisa que dejó atrás a la reina Cleopatra junto con las demás esposas, las concubinas, los hijos, los tesoros y una guarnición bajo el mando de Mitrabarzanes. Los avisos salieron desde las costas del mar Hircanio hasta las costas del mar Medio, es decir, a todos los lugares donde gobernaba Tigranes, para que le enviasen tropas, cataphracti, o beduinos del desierto si no podían encontrar otros soldados. Porque nunca se le había pasado por la cabeza a Tigranes que Roma, tan asediada, pudiera invadir Armenia para llamar a las puertas de su recién estrenada capital.

Mientras su padre vagaba escondido en las montañas entre Tigranocerta y el lago Thospitis, Mitrabarzanes guiaba las tropas de que disponía para salir al encuentro de los invasores romanos, ayudado por algunas cercanas tribus de beduinos. Lúculo los derrotó con facilidad y se situó ante Tigranocerta para asediarla, aunque su ejército era demasiado pequeño, con mucho, para poder abarcar la longitud completa de las murallas; se concentró en las puertas y en las patrullas vigilantes. Como además era muy eficiente, muy poco tráfico consiguió pasar desde el interior de las murallas al exterior, y nada en absoluto en sentido contrario. No era, de eso estaba seguro, que Tigranocerta no pudiera aguantar un largo asedio; con lo que él contaba era con la falta de disposición de Tigranocerta para aguantar un largo asedio. El primer paso era derrotar al rey de reyes en un campo de batalla. Y ello le llevaría a un segundo paso, la rendición de Tigranocerta, un lugar lleno de gente que no le tenía ningún amor -aunque sí un gran terror- a Tigranes. Este había poblado esta nueva capital con gente del norte de Armenia y de la antigua capital de Artaxata, con griegos importados en contra de su voluntad desde Siria, Capadocia y Cilicia oriental; era parte vital del programa de helenización que Tigranes estaba decidido a imponer a sus pueblos, de raza meda. Ser griego en cultura y en idioma era ser civilizado. Ser meda en cultura y analfabeto en griego era algo inferior, primitivo. La solución de Tigranes fue secuestrar griegos.

Aunque los dos grandes reyes se habían reconciliado, Mitrídates era demasiado cauteloso como para estar al lado de Tigranes; en cambio, se encontraba con un ejército de apenas diez mil hombres al norte y al oeste del lugar donde Tigranes había huido; no tenía una elevada opinión de Tigranes en cuanto a militar. Con Mitrídates se encontraba el mejor de sus generales, su primo Taxiles, y cuando se enteraron de que Lúculo había asediado Tigranocerta y de que Tigranes estaba reuniendo una inmensa fuerza para romper el cerco, Mitrídates envió a su primo Taxiles a ver al rey de reyes.

«¡No ataques a los romanos!», fue el mensaje de Mitrídates.

Tigranes se inclinó por hacer caso de este consejo a pesar de haber reunido ciento veinte mil soldados de infantería procedentes de lugares tan alejados como Siria y el Cáucaso, y veinticinco mil de los muy temidos soldados de caballería conocidos como cataphracti, caballos y hombres ataviados de la cabeza a los pies con malla de cadena. Se encontraba a más de cincuenta millas de su capital en un recóndito y acogedor valle, pero tenía que moverse. La mayoría de las provisiones de que disponía se guardaban en los graneros y almacenes de Tigranocerta, así que sabía que tenía que establecer contacto con la ciudad si quería que sus numerosos efectivos comieran, y eso, razonó, no tenía que ser demasiado difícil si era cierto que, tal como le habían informado sus espías, el ejército romano no tenía fuerzas suficientes para abarcar todo el perímetro de un lugar tan grandioso como Tigranocerta.

Sin embargo, no se había creído los informes que decían que el ejército romano era diminuto. Hasta que él mismo subió a caballo a la cima de una alta colina situada detrás de la capital y pudo ver por sí mismo de qué tamaño era el mosquito que tenía la suficiente desfachatez de picarle a él.

«Demasiado grande para ser una embajada, pero demasiado pequeño para ser un ejército», fue como lo expresó Tigranes; y dio órdenes de atacar.

Pero los inmensos ejércitos orientales no eran entidades que un Mario o un Sila hubieran deseado tener ni por un momento, ni siquiera en el caso de que alguna vez se les hubiera ofrecido tamaña grandeza militar. Las fuerzas militares debían ser pequeñas, flexibles y con capacidad de maniobra: fáciles de abastecer, fáciles de controlar, fáciles de desplegar. Lúculo disponía de dos legiones de soldados soberbios, si bien de mala fama, que conocían la táctica militar de Lúculo tan bien como él mismo, más un contingente de dos mil setecientos soldados de caballería procedentes de Galacia que llevaban con él varios años.

El asedio no se había llevado a cabo sin pérdidas por parte de los romanos, pérdidas causadas principalmente por un misterioso fuego de Zoroastro que poseía el rey Tigranes. Los griegos lo llamaban nafta, y procedía de una fortaleza persa que se encontraba situada en algún punto al sudoeste del mar Hircanio. Pequeños grumos luminosos de aquel fuego coleaban en las alturas y acababan aterrizando sobre las torres de asedio, y algunos pedazos volaban por el aire en llamas produciendo un gran estruendo y salpicaban al aterrizar, lanzando hacia arriba llamaradas tan calientes y tan incandescentes que nada podía apagarlas, ni tampoco apagar los incendios que producían, que se extendían por todas partes. Quemaban y mutilaban; pero lo peor de todo era que aterrorizaban. Nadie había experimentado nada igual antes.

Así que cuando Tigranes hizo avanzar sus fuerzas para atacar al mosquito, no comprendía qué diferencia podía suponer el estado de humor del mosquito. Cada uno de los romanos de aquel ejército estaba harto de una dieta monótona, de estar sin mujeres, de los cataphracti, que avanzaban produciendo un ruido sordo sobre sus enormes caballos de Nesea para acosar a las patrullas de búsqueda de Armenia en general y de Tigranocerta en particular. Desde Lúculo hasta los fimbrianos, pasando por los soldados de caballería galacianos, todos ansiaban entrar en combate, y se animaron a sí mismos con gritos roncos cuando los exploradores informaron de que el rey Tigranes se encontraba por fin a la vista.

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