Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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Ciertamente ello impresionó a Pompeya, que iba riéndose como una chiquilla, arrullando y arrojando puñados de pétalos de rosa ante los pies de César. Pero el acoplamiento nupcial fue una hazaña de fuerza menor que la del paseo nupcial; Pompeya pertenecía a esa escuela de mujeres que creían que lo único que tenían que hacer era tenderse de espaldas, abrir las piernas y dejar que las cosas ocurrieran. Oh, sí que hubo cierto placer en los preciosos pechos y en aquel delicioso techo de paja que era el vello púbico color rojo oscuro -¡una auténtica novedad!-, pero Pompeya no era jugosa. Ni siquiera agradecida, y eso, pensó César, colocaba por delante de ella incluso a la pobre Atilia, aunque ésta fuera una criatura gris de pecho plano que estaba muy apagada a causa de los cinco años de matrimonio con el joven y pesado Catón.

– ¿Te apetece un tallo de apio? -le preguntó César a Pompeya al tiempo que se incorporaba en la cama y se apoyaba en un codo para mirarla.

La mujer parpadeó y al hacerlo las pestañas ridículamente largas y oscuras le aletearon.

– ¿Un tallo de apio? -preguntó distraídamente.

– Para masticarlo mientras yo trabajo -dijo César-. Así tendrías en qué entretenerte, y yo oiría cómo cruje.

Pompeya soltó una risita tonta porque cierto joven encapuchado le había dicho en una ocasión que era el sonido más delicioso, igual que el agua cantarina que pasa por encima de piedras preciosas en el lecho de un arroyuelo.

– ¡Oh, qué tonto eres! -dijo.

Y César se dejó caer otra vez, pero no encima de ella.

– Tienes toda la razón -dijo-. Soy verdaderamente tonto.

Y por la mañana le comentó a su madre:

– No esperes verme mucho por aquí, mater.

– Oh, vaya -dijo Aurelia plácidamente-. ¿Tan mal te ha ido?

– ¡Antes prefiero masturbarme! -dijo César lleno de rabia; y se marchó antes de que su madre lo pusiera como un trapo por aquella vulgaridad.

César comenzaba a darse cuenta ahora que encargarse del cuidado de la vía Apia exigía desembolsos de dinero mucho mayores de lo que había imaginado, a pesar de la advertencia de su madre. La gran carretera que comunicaba Roma con Brundisium estaba pidiendo a gritos amorosos cuidados, pues nunca se había mantenido adecuadamente. Aunque tenía que sufrir el fuerte pisoteo de innumerables ejércitos y las ruedas de incontables caravanas de transporte, era tan vieja que se daba por hecho que había de ser así; más allá de Capua se encontraba especialmente mal.

Los cuestores encargados del Tesoro aquel año se mostraban sorprendentemente comprensivos, aunque uno de ellos era el joven Cepión, cuya relación con Catón y los boni había hecho que César pensara que tendría que luchar incesantemente para conseguir fondos. Los fondos estaban a su disposición, pero, sencillamente, siempre eran insuficientes. Así que cuando el coste de la construcción de puentes o de la reparación de calzadas sobrepasaba la asignación de fondos públicos, César se veía obligado a contribuir con su propio dinero. En eso no había nada de extraordinario; Roma siempre esperaba donaciones privadas.

El trabajo, desde luego, le atraía enormemente, así que lo supervisaba en persona y realizaba toda la labor de ingeniería. Después de casarse con Pompeya apenas visitaba Roma. Seguía, naturalmente, el progreso de Pompeyo en aquella fabulosa campaña contra los piratas, y tenía que reconocer que a duras penas habría podido mejorarlo él mismo. Llegó hasta el punto de aplaudir la clemencia de Pompeyo cuando la guerra se desarrolló a lo largo de la costa de Cilicia y Pompeyo se ocupó de los miles de cautivos volviendo a instalarlos en ciudades desiertas lejos del mar. Desde luego, todo lo estaba haciendo del modo apropiado, e incluso se había asegurado de que su amigo y amanuense Varrón fuera condecorado con una corona naval por supervisar el reparto del botín de modo que ningún legado pudiera coger más que aquello a lo que tenía derecho, y el resto sirviera para engrosar considerablemente el Tesoro. Había tomado la fortaleza de Coracesium, situada en una cumbre, de la mejor manera posible, mediante sobornos llevados a cabo desde el interior, y cuando dicha plaza cayó, ningún pirata de los que quedaron con vida podía engañarse a sí mismo creyendo que Roma no era dueña ahora de lo que ya se había convertido en el Mare Nostrum, el Mar Nuestro. La campaña se había extendido hacia el interior del Euxino, y también allí Pompeyo se lo llevó todo por delante. Megadates y Farneces, su hermano gemelo con aspecto de lagarto, habían sido ejecutados; el abastecimiento de grano a Roma estaba ahora organizado y garantizado en el futuro.

Sólo en el tema de Creta había fracasado, y eso fue debido a Metelo Pequeña Cabra, quien testarudamente se negó a honrar el imperium superior de Pompeyo y desairó a su legado Lucio Octavio cuando llegó para suavizar las cosas; se decía también que había sido la causa del fatal ataque de apoplejía de Lucio Cornelio Sisenna. Aunque Pompeyo hubiera podido deponerlo, eso habría supuesto entrar en guerra con él, como dejó bien claro Metelo. Así que al final Pompeyo hizo lo más sensato, le dejó Creta a Metelo y por ello acordó tácitamente compartir una diminuta parte de la gloria con el inflexible nieto de Metelo Macedónico. Porque aquella campaña contra los piratas era, como le había dicho Pompeyo a César, un simple calentamiento, una manera de estirar los músculos a fin de prepararlos para tareas más importantes.

Así Pompeyo no tenía intención de volver a Roma; permaneció en la provincia de Asia durante el invierno y se dedicó a apaciguarla, reconciliándola con una nueva ola de recaudadores de impuestos que sus propios censores habían hecho posible. Desde luego Pompeyo no tenía necesidad de volver a Roma, prefería estar en otra parte; tenía a otro leal tribuno de la plebe para sustituir al saliente Aulo Gabinio; de hecho tenía dos. Uno de ellos, Cayo Memmio, era hijo de su hermana y del primer marido de ésta, aquel Cayo Memmio que había perecido en Hispania mientras servía a las órdenes de Pompeyo contra Sertorio. El otro, Cayo Manilio, era el más capaz de los dos, y se le había asignado la tarea más difícil de todas: conseguir para Pompeyo el mando contra el rey Mitrídates y el rey Tigranes. Era, en opinión de César, que consideró prudente permanecer en Roma durante los meses de diciembre y enero, una tarea más fácil que la que Gabinio había tenido que afrontar; sencillamente porque Pompeyo había vencido decisivamente la oposición senatorial contra él al derrotar por completo a los piratas en el breve espacio de un verano; y con un coste mínimo teniendo en cuenta lo que habría podido costar la campaña; y demasiado rápido como para necesitar concesiones de terrenos para las tropas, primas para las ciudades y estados que habían cooperado en él, y compensaciones por las flotas prestadas. Al final de aquel año, Roma estaba dispuesta a darle a Pompeyo cualquier cosa que quisiera.

En contraste, Lucio Licinio Lúculo había soportado un año atroz en el campo de batalla, pues había sufrido derrotas, motines y desastres. Todo lo cual lo situaba a él y a sus agentes en Roma en una posición que en manera alguna podía contrarrestar las pretensiones y argumentos de Manilio de que Bitinia, Pontus y Cilicia le fueran entregadas a Pompeyo, inmediatamente, y de que Lúculo fuera despojado por completo del mando y se le ordenase volver a Roma con deshonra. Glabrio perdería el control sobre Bitinia y Pontus, pero ello no podría estorbar el nombramiento de Pompeyo, puesto que Glabrio, actuando de forma avariciosa, se había apresurado a marcharse para gobernar su provincia en cuanto empezó a ejercer el consulado, con lo que no le hizo ningún servicio a Pisón. Y tampoco Quinto Marcio Rex, el gobernador de Sicilia, había obtenido logros notables. El Este era el blanco para Pompeyo el Grande.

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