Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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No había cambiado en los diez años que habían transcurrido desde entonces, pensó César al aproximarse el nuevo grupo con Bíbulo a la cabeza. La otra rama de la Famosa Familia Calpurnio, apellidada Piso, estaba llena de algunos de los individuos más altos de Roma; pero la rama apellidada Bíbulo -que significaba esponjoso, en el sentido de que se empapaban de vino- era físicamente lo contrario. Ningún miembro de la nobleza romana habría tenido dificultad para decidir a qué rama de la Famosa Familia pertenecía Bíbulo. No era solamente pequeño, era diminuto, y tenía la tez tan clara que parecía desteñida; tenía pómulos salientes, el pelo incoloro, las cejas invisibles y los ojos de color gris plateado. No es que fuera poco atractivo, es que daba miedo.

Clientes aparte, Bíbulo no estaba solo; iba caminando al lado de un hombre que no llevaba túnica debajo de la toga. El joven Catón, a juzgar por el color de la tez y por la nariz. Bueno, aquella amistad tenía sentido. Bíbulo estaba casado con una Domicia que era prima carnal del cuñado de Catón, Lucio Domicio Ahenobarbo. Era raro que todas las personas detestables se juntasen, incluso uniéndose por el lazo del matrimonio. Y como Bíbulo era miembro de los boni, sin duda eso significaba que Catón también lo era.

– ¿En busca de un poco de sombra, Bíbulo? -le preguntó César dulcemente cuando se encontraron al tiempo que paseaba la mirada desde su viejo enemigo hasta su muy alto compañero, que gracias a la posición del sol y del grupo, realmente lanzaba su sombra sobre Bíbulo.

– Catón puede darnos sombra de sobra a todos nosotros -respondió Bíbulo con frialdad.

– La nariz servirá de ayuda a ese respecto -comentó César.

Catón se dio unas palmaditas cariñosas en su rasgo más prominente, nada ofendido, pero tampoco divertido; su sentido del humor no captaba el ingenio.

– Así nadie confundirá nunca mis estatuas con las de otros -le contestó.

– Eso es cierto.

– César miró a Bíbulo-. ¿Has pensado en presentarte a algún cargo este año? -le preguntó.

– ¡Yo no!

– ¿Y tú, Marco Catón?

– A tribuno militar -repuso Catón tensamente.

– Lo harás bien. He oído decir que tienes una gran colección de condecoraciones como soldado en el ejército de Publícola en la guera contra Espartaco.

– ¡Es cierto, las tiene! -intervino bruscamente Bíbulo-. ¡No todos en el ejército de Publícola eran cobardes!

César alzó las rubias cejas.

– Yo no he dicho eso.

– No hacía falta que lo dijeras. Tú elegiste a Craso para que luchara en su campaña.

– No tuve elección en ese tema, como tampoco la tendrá Marco Catón cuando sea elegido tribuno militar. Como magistrados militares, vamos donde Rómulo nos envía.

Y en ese punto la conversación tocó fondo, y hubiera terminado de no ser por la llegada de otro par de hombres que congeniaban mucho mejor con César: Apio Claudio Pulcher y Marco Tulio Cicerón.

– Vas un poco desnudo, ¿no te parece, Catón? -dijo alegremente Cicerón.

Bíbulo ya tenía bastante, por lo que se marchó de allí en compañía de Catón.

– Extraordinario -dijo César mirando cómo se alejaba Catón-. ¿Por qué no lleva túnica?

– Dice que forma parte de la mos maiorum, e intenta convencernos a todos para que volvamos a las viejas costumbres -dijo Apio Claudio, un miembro típico de su familia, pues era un hombre moreno, de talla mediana y considerablemente guapo. Le palmeó a Cicerón el diafragma y sonrió-. Está muy bien para tipos como César y él, pero no creo que dejar al descubierto tu pellejo impresione a un jurado -le dijo a Cicerón.

– Todo eso no es más que pura afectación -dijo éste-. Ya se le pasará con el tiempo.

– Aquellos ojos oscuros, inmensamente inteligentes, descansaron en César y se pusieron a bailotear-. Fíjate, todavía me acuerdo de cuando tus excentricidades relativas a la vestimenta disgustaron a algunos miembros de los boni, César. ¿Te acuerdas de aquellas orlas púrpuras que solías llevar en las mangas largas?

César se echó a reír.

– En aquella época estaba aburrido y me pareció que lo más seguro era que aquello irritase a Catulo.

– ¡Y así fue, así fue! Como líder de los boni, Catulo se cree el guardián de las costumbres y tradiciones de Roma.

– Hablando de Catulo, ¿cuándo piensa terminar el templo de Júpiter Óptimo Máximo? No veo ningún avance. había sentado en el senado.

– Oh, el templo fue dedicado hace un año -le dijo Cicerón-. En cuanto a cuándo podrá usarse, ¿quién sabe? Sila dejó a ese tipo en verdaderas dificultades económicas en lo que respecta a la obra, ya sabes. La mayor parte del dinero tiene que ponerlo de su propio bolsillo.

– Puede permitírselo; estaba cómodamente asentado en Roma haciendo dinero a costa de Cinna y Carbón mientras Sila estaba en el exilio. Darle a Catulo la tarea de reconstruir el templo de Júpiter Optimo Máximo fue la venganza de Sila.

– ¡Ah, sí! Las venganzas de Sila siguen siendo famosas, aunque lleve muerto diez años.

– Era el Primer Hombre de Roma -dijo César.

– Y ahora tenemos a Pompeyo Magnus reclamando ese título -dijo Apio Claudio poniendo en evidencia su desprecio.

– Me alegro de que estés otra vez en Roma, César. Hortensio está envejeciendo, no ha vuelto a ser el mismo desde que le vencí en el caso Verres, así que me vendrá bien un poco de competencia en los tribunales.

– ¿Envejeciendo a los cuarenta y siete años? -preguntó César.

– Lleva una vida regalada -dijo Apio Claudio.

– Lo mismo que todos en ese círculo.

– Yo no diría que Lúculo viva regaladamente de momento.

– Es cierto, no hace mucho que volviste del servicio con él en el Este -dijo César; se dispuso a marcharse y le hizo una inclinación de cabeza a su séquito.

– Y me alegro de estar fuera de ello -dijo Apio Claudio con emoción. Soltó una risita-. ¡Sin embargo, le envié a Lúculo un sustituto!

– ¿Un sustituto?

– Mi hermano, Publio Clodio.

– ¡Oh, eso le complacerá! -dijo César riéndose también.

Y así César se marchó del Foro algo más cómodo con el pensamiento de que los próximos años debería pasarlos en Roma. No iba a ser fácil, y eso le complacía. Catulo, Bíbulo y el resto de los boni se asegurarían de que él lo pasara mal. Pero también había amigos; Apio Claudio no estaba ligado a una facción, y siempre estaría a favor de un colega patricio.

Pero, ¿y Cicerón? Desde que con su brillantez e innovación había enviado a Cayo Verres al exilio permanente, todo el mundo conocía a Cicerón, que tenía que abrirse camino bajo la gran desventaja de no tener antepasados dignos de mención. Un homo novus. Un hombre nuevo. El primero de su respetable familia rural que se había sentado en el Senado. Procedía del mismo distrito de Mario, y era pariente suyo; pero algún fallo de su carácter le había cegado ante el hecho de que, fuera del Senado, la mayor parte de Roma seguía rindiendo culto a la memoria de Cayo Mario. Así que Cicerón renunció a sacar partido de ese parentesco, evitó por completo toda mención de sus orígenes en Arpinum y pasaba sus días tratando de hacer creer que era un romano de los romanos. Incluso tenía máscaras de cera de muchos antepasados en su atrio, pero pertenecían a la familia de su esposa Terencia; como Cayo Mario, también él había contraído matrimonio entre la más alta nobleza, y contaba con las relaciones de Terencia para abrirse camino hacia el consulado.

La mejor manera de describirle era como trepador social, algo que su pariente Cayo Mario no había sido nunca. Mario se había casado con la hermana mayor del padre de César, la querida Julia, tía de César, y por los mismos motivos Cicerón se había casado con su fea esposa Terencia. Aunque para Mario el consulado nada más había sido el camino para asegurarse el mando militar, mientras que Cicerón veía en el consulado en sí la cima de sus ambiciones. Mario había querido ser el Primer Hombre de Roma. Cicerón sólo quería pertenecer por derecho a la más alta nobleza de la tierra. ¡Oh, lo conseguiría! En los tribunales de justicia no tenía igual, lo que significaba que había acumulado un formidable grupo de villanos agradecidos que ejercían una influencia colosal en el Senado. Por no mencionar que era el mejor orador de toda Roma, cosa que significaba que estaba muy solicitado por otros hombres de enorme influencia para que hablase en nombre de ellos.

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