Colleen McCullough - Las Señoritas De Missalonghi

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La escritura mágica de Colleen McCullough consigue, en Las señoritas de Missalonghi, transportar al lector a un mundo fascinante que participa por igual de la realidad y de la ensoñación. Missy Wright, la protagonista de la novela, es una mujer soltera que, a sus 33 años, compensa los tonos grises y difíciles de su vida con la lectura de novelas románticas. Missy arrastra una vida sin alicientes en la localidad australiana de Byron. Una existencia llena de estrecheces económicas y la convivencia con su madre y su tía constituyen las referencias vitales en que se mueve nuestra heroína cotidiana. Hasta que, inesperadamente, entra en escena John Smith, un desconocido que proyecta instalarse en el valle cercano a la casa en que habita Missy. A partir de aquí, despuntará un mundo de felicidad y entrega que colmará las ilusiones, hasta entonces frustradas, de la protagonista del relato. El hechizo del amor hará milagros y Missy alcanzará una vida llena, por encima de las mezquinas tensiones familiares y la marginación femenina de que había sido víctima. Las señoritas de Missalonghi es una descripción exacta y brillante de la vida en una remota localidad australiana y, también, un verdadero cuento de hadas.

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La gente apenas prestaba atención a la tímida e inhibida Missy Wright, pero Una, como se llamaba la nueva asistenta parecía haber detectado en ella al instante la madera de una buena amiga. Desde que empezó a trabajar allí, pues, Una había conseguido que Missy le abriese su corazón de manera asombrosa; conocía las costumbres, acontecimientos, expectativas, problemas y sueños de Missy. También había ideado un sistema infalible mediante el cual Missy podía tomar prestados frutos prohibidos sin que tía Livilla lo descubriese, y la atosigaba con novelas de todo tipo, desde la más aventurera a la más rabiosamente romántica.

Claro que aquella noche atendía tía Livilla, por lo que el libro sería de los antiguos, y sin embargo, cuando Missy abrió la puerta de vidrio y entró en el alegre calor de la biblioteca, se encontró a Una sentada tras el mostrador, y ni rastro de la temida tía Livilla.

No era sólo la innegable vivacidad de Una, su compresión y su amabilidad, lo que había despertado el afecto de Missy; era además una mujer en verdad muy hermosa. Tenía una excelente figura, con una altura suficiente como para distinguirla como una auténtica Hurlingford, y su ropa le recordaba a Missy la de su prima Alicia, siempre de buen gusto, siempre a la última moda, siempre con un encanto especial. La claridad de su piel, cabello y ojos deslumbraba, pero aun así Una no tenía ese aspecto semicalvo y desvaído que era el sino de todas las mujeres Hurlingford, exceptuadas Alicia (que poseía una belleza tan fascinante que Dios le había dado cejas y pestañas oscuras cuando creció) y Missy (que era completamente morena). Todavía más atractiva que la hermosura de Una era una extraña y luminosa cualidad suya: una deliciosa lozanía que residía no tanto a flor de piel como en su interior; sus uñas, ovales y alargadas, irradiaban esa esencia henchida de luz, y lo mismo ocurría con su cabello, encrespado alrededor de su cabeza y recogido en un reluciente moño, tan rubio que parecía blanco. El aire que la circundaba cobraba un brillo que, al mismo tiempo, estaba y no estaba. ¡Fascinante! Missy, que durante toda su vida no había visto más que Hurlingfords, no estaba preparada para el fenómeno de una persona que irradiaba una fuerza especial. Y ahora, en el breve espacio de un mes, había tropezado con dos: Una con su luminosidad, y el forastero de la tienda de tío Maxwell, con su esponjosa nube de energía azul crepitando a su alrededor.

– ¡Olé! -gritó Una al ver a Missy-. ¡Querida, tengo una novela que te va a entusiasmar! De una joven noble pero sin recursos que se ve obligada a trabajar de institutriz en la casa de un duque. Se enamora del duque, quien la mete en líos y luego no quiere saber nada de ella, porque es su mujer quien posee todo el dinero. Por ello la embarca con destino a la India, donde su hijo se muere de cólera al poco de nacer. Entonces un maharajá increíblemente guapo la ve y se enamora de ella al instante, porque su cabello es de un color dorado rojizo y sus ojos verdes como limas, mientras que sus docenas de mujeres y concubinas son morenas. La rapta con la intención de convertirla en su juguete particular, pero cuando la tiene en sus garras se da cuenta de que la respeta demasiado. Se casa con ella y despide al resto de sus mujeres, diciendo que ella es una joya de tal rareza que no tiene rival. Se convierte así en una maharajaní de mucho poder. Entonces llega el duque a la India con su regimiento de húsares para aplacar un levantamiento de nativos en las colinas. Consigue su cometido, pero cae mortalmente herido durante la batalla. Ella lo lleva a su palacio de alabastro, en donde el duque muere en sus brazos, pero después de obtener su perdón por haberle hecho tanto daño. Y el maharajá comprende por fin que ella lo ama más de lo que amó al duque un día. ¿No te parece una historia maravillosa? ¡Te aseguro que te encantará!

El hecho de que le explicaran todo el argumento no era motivo para que Missy dejase de leer un libro, así que aceptó Amor oriental al instante y lo puso en el fondo de su cesta de la compra, al tiempo que buscaba su monedero. Pero no estaba allí.

– Me temo que me he olvidado el monedero en casa -dijo a Una, con una mortificación que sólo experimentan las personas a la vez muy pobres y orgullosas-. ¿Cómo puede ser? ¡Estaba segura de haberlo metido! Bueno, quédate con el libro hasta el lunes.

– ¡Por Dios, querida, olvidarte el dinero en casa no es el fin del mundo! Llévate el libro ahora; de lo contrario, lo cogerá otro, y es tan bueno que tardará meses en volver a estar disponible. Me pagas la próxima vez que vengas.

– Gracias -dijo Missy, consciente de embarcarse en algo que contrariaba por completo los preceptos de Missalonghi, pero incapaz de evitarlo a causa de su debilidad por los libros.

Sonriendo incómoda, empezó a salir de la biblioteca a toda prisa.

– No te vayas todavía, querida -le suplicó Una-. ¡Quédate a charlar conmigo, anda!

– Lo siento, de verdad que no puedo.

– Venga, ¡sólo un minuto! Entre esta hora y las siete, esto está tranquilo como una tumba; todo el mundo está en casa, cenando.

– De verdad, Una, no puedo -dijo Missy, sintiéndose miserable.

Una parecía empeñada.

– Sí que puedes.

Missy descubrió de pronto que uno no puede negar favores a aquellas personas con las que estás en deuda, y se rindió.

– Bueno, de acuerdo, pero sólo un minuto.

– Lo que deseo saber es si ya te has fijado en John Smith -dijo Una, mientras sus brillantes uñas revoloteaban sobre su moño rutilante, y sus ojos, de un azul luminoso, resplandecían.

– ¿John Smith? ¿Quién es John Smith?

– El tipo que compró tu valle la semana pasada.

En realidad, el valle de Missy no era su valle, por supuesto. Simplemente se extendía a lo largo del extremo de Gordon Street, pero siempre pensaba en él como si fuera suyo y le había hablado a Una más de una vez de sus deseos de ir a caminar por él. Su cara se entristeció.

– ¡Oh, qué lástima!

– ¡Bah! Si quieres saber lo que pienso, me alegro de ello. Ya era hora de que alguien pusiera los pies en la puerta de los Hurlingford.

– Bueno, nunca he oído hablar de este John Smith, y estoy segura de no haberlo visto nunca -dijo Missy, dándose media vuelta para marcharse.

– ¿Cómo sabes que nunca lo has visto si ni siquiera te quedas a oír cómo es?

La imagen del forastero que había visto en la tienda de tío Maxwell pasó por la mente de Missy; cerró los ojos y dijo, con más seguridad de la habitual:

– Es muy alto y de constitución robusta; tiene el cabello rizado de color castaño rojizo y la barba del mismo color con dos mechones blancos; lleva unas ropas toscas y blasfema como un arriero. Tiene un rostro agradable, pero sus ojos lo son todavía más.

– ¡Es él! ¡Es él! -chilló Una-. ¡Así que lo has visto! ¿Dónde? Cuéntamelo todo.

– Acaba de entrar en la tienda de tío Maxwell hace unos minutos y ha comprado muchas provisiones.

– ¿De veras? Será que se va a vivir al valle -dijo Una, haciendo una mueca maliciosa a Missy-. Creo que te ha gustado lo que has visto, ¿verdad, Missy, Mosquita Muerta?

– Sí -dijo Missy sonrojándose.

– A mí me pasó lo mismo la primera vez que lo vi -dijo Una con indolencia.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace siglos. En realidad, hace años, querida. En Sidney.

– ¿Lo conoces ?

– Y tanto -dijo Una suspirando.

El exceso de novelas del último mes había ampliado considerablemente la educación emocional de Missy, así que se sintió lo bastante segura para preguntar.

– ¿Lo amabas?

Pero Una se echó a reír.

– No, querida; si de una cosa puedes estar por competo segura, es de que nunca lo amé.

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