– ¿Octavio le ganará la batalla naval a un hombre con la experiencia de Sexto Pompeyo? -dijo Antonio con un tono burlón-. ¿Con Murco y Ahenobarbo como aliados? Yo me ocuparé de Sexto Pompeyo cuando llegue el momento. Él es un gran problema para Octavio.
Consciente de que tenía su mejor aspecto, Fulvia esperó con ansia a su marido. Aunque las pocas canas no se veían en su cabello castaño, había hecho que su doncella le arrancase cada una antes de vestirse a la última moda. Su vestido rojo oscuro realzaba la curva de sus pechos antes de caer en línea recta que no mostraba la barriga o la cintura ensanchada. «Sí -pensó Fulvia-, llevo muy bien mi edad. Todavía soy una de las mujeres más hermosas de Roma.»
Por supuesto, ella sabía del divertido invierno de Antonio en Alejandría; Barbatio lo había comentado a todos los que quisieran escucharlo. Pero aquello era una cosa de hombres, y no asunto suyo. De haber estado con una mujer romana de alta posición hubiese sido diferente. Hubiera mostrado las garras de inmediato. Pero cuando un hombre estaba ausente durante meses, en ocasiones durante años, ninguna esposa sensata en Roma hubiese pensado mal de él por descargarse de su agua sucia. Además, el querido Antonio tenía una afición por las reinas, las princesas y las mujeres de la más alta nobleza extranjera. Acostarse con alguna de ellas lo hacía sentirse un rey más allá de lo que hubiese podido tolerar un romano republicano. Fulvia, que había conocido a Cleopatra cuando había estado en Roma antes del asesinato de César, comprendía que eran su título y su poder lo que habían atraído a Antonio. Físicamente estaba muy lejos de las lujuriosas y fuertes mujeres que prefería. También era extraordinariamente rica, y Fulvia conocía a su marido; él iría a por su dinero.
Así pues, cuando el mayordomo Ático apareció para decirle que Marco Antonio estaba en el atrio, Fulvia se sacudió para acomodarse las vestiduras y corrió por el largo y austero pasillo desde su habitación hasta donde Antonio esperaba.
– ¡Antonio! ¡Oh, meum mel, qué maravilloso verte de nuevo! -exclamó desde el portal.
El había estado contemplando una magnífica pintura de Aquiles junto a sus barcos, y se volvió al sonido de su voz.
Después de eso, Fulvia no supo exactamente qué pasó, sus movimientos fueron tan veloces… Lo que sintió fue una tremenda bofetada en la mejilla que la tiró al suelo. Luego, él se inclinó sobre ella, sus dedos enganchados en su pelo, y tironeaba para ponerla de pie. Las bofetadas llovieron en su rostro, tan poderosas y fuertes como el puño de un hombre; se le aflojaron los dientes y tenía la nariz fracturada.
– ¡Estúpida puta! -le gritó mientras continuaba pegándole-. ¡Estúpida, más que estúpida puta! ¿Quién te crees que eres, Cayo César?
La sangre manaba de su boca y de su nariz, y ella, que había afrontado todos los desafíos de su vida con un tremendo coraje, se encontró indefensa, aplastada. Alguien gritaba, y debía de ser ella, porque acudieron los sirvientes desde todas las direcciones, echaron una mirada y escaparon.
– ¡Idiota! ¡Imbécil! ¿Cómo se te ocurre ir a la guerra contra Octavio en mi nombre? ¿Desperdiciando el dinero que había dejado en Roma, Bononia y Mutina? ¿Comprando legiones para que imbéciles como Planeo las pierdan? ¿Viviendo en un campamento de guerra? ¿Quién te crees que eres para creer que hombres como Pollio podrían aceptar órdenes de ti? ¿Una mujer? ¿Abusando y atemorizando a mi hermano en mi nombre? ¡Es un imbécil! ¡Siempre fue un imbécil! ¡Si necesitaba otra prueba de eso, juntarse con una mujer lo es! ¡Ni siquiera eres digna de despreciarte!
Furioso a más no poder, la arrojó de nuevo al suelo; sin dejar de gritar, ella se apartó como una bestia herida, y las lágrimas manaban ahora más de prisa que la sangre.
– ¡Antonio, Antonio! ¡Creía que te complacería! ¡Manio dijo que te agradaría! -farfulló-. ¡Yo continuaba tu lucha en Italia mientras tú estabas ocupado con Oriente! ¡Lo dijo Manio!
Todo le llegó en trozos mascullados; al escuchar «Manio», su furia se apagó de pronto. Su liberto había salido en forma de serpiente. En realidad, él no sabía hasta que la vio lo furioso que estaba, cómo la furia había crecido en él durante el viaje desde Éfeso. Quizá si hubiese hecho como se había planeado y hubiera navegado directamente desde Antioquía hasta Atenas no se hubiese enfurecido tanto.
Además de Barbatio, había más gente en Éfeso, que chismorreaba sobre esa situación, y no sólo de su invierno con Cleopatra, algunos incluso bromeaban de que, en su familia, él llevaba los vestidos mientras que Fulvia vestía la armadura. Otros se mofaban diciendo que al menos una Antoniana había librado una guerra aunque fuese una mujer. Antonio había tenido que fingir que no había escuchado ninguno de estos comentarios, pero su enfado fue creciendo. Saber toda la historia por boca de Planeo no lo había ayudado, ni tampoco el dolor que le había consumido hasta descubrir que Lucio estaba sano y salvo. Su hermano Cayo había sido asesinado en Macedonia, y sólo la ejecución del asesino había aliviado el dolor. Él, su hermano mayor, los amaba.
El amor por Fulvia, pensó al mirarla despreciativamente, se había apagado para siempre. ¡Estúpida, estúpida puta! Vestida con la armadura y emasculándolo públicamente.
– Te quiero fuera de esta casa mañana -dijo, al tiempo que la sujetaba por la muñeca derecha y la arrastraba para después colocarla debajo de Aquiles-. Dejemos que Ático conserve su caridad para quienes lo merecen. Le escribiré a él hoy mismo para decírselo, no puede permitirse ofenderme, por mucho dinero que tenga. ¡Eres una desgracia como esposa y mujer, Fulvia! No quiero tener nada más que ver contigo. Te enriaré la comunicación de divorcio inmediatamente.
– Pero -sollozó ella- escapé sin dinero y sin propiedades, Marco, necesito dinero para vivir.
– Ve a ver a tus banqueros. Eres una mujer rica y sui iuris. -Comenzó a llamar a gritos a los sirvientes-. ¡Límpiala y échala a puntapiés de aquí! -le ordenó al mayordomo, que casi no podía mantenerse en pie del miedo; después, Antonio dio media vuelta y se marchó.
Fulvia permaneció sentada contra la pared durante un largo tiempo, apenas consciente del terror de las muchachas, que le limpiaban el rostro e intentaban contener las hemorragias y las lágrimas. Una vez se había reído al escuchar que esta o aquella mujer tenían el corazón roto, convencida de que un corazón no se podía romper. Ahora lo sabía de verdad. Marco Antonio le había roto el corazón para siempre.
Se corrió la voz por toda Atenas de cómo Antonio había tratado a su esposa, pero eran pocos los que sentían aprecio por Fulvia, que había hecho lo imperdonable: usurpar las prerrogativas de los hombres. Los relatos de sus apariciones en el foro cuando se casó con Publio Clodio se airearon, junto con las escenas que había montado ante las puertas del Senado, y también su posible colaboración con Clodio cuando él había profanado los ritos de la Bona Dea.
No es que a Antonio le importase lo que Atenas dijese. Él, un hombre romano, sabía que los hombres romanos de la ciudad no pensarían mal de él.
Además, estaba muy ocupado escribiendo cartas, una ardua tarea. La primera, a Tito Pomponio Ático, fue escueta, y en ella le informaba de que el imperator Marco Antonio, triunviro, le agradecería que mantuviese sus narices fuera de los asuntos de Marco Antonio y no tuviera nada que ver con Fulvia. La segunda fue para Fulvia, para informarle de que se divorciaba de ella por su conducta impropia, y que se le prohibía ver a los dos hijos que había tenido con él. La tercera fue para Gneo Asinio Pollio para preguntarle qué estaba pasando en Italia y para que tuviese la bondad de tener preparadas a sus legiones para marchar hacia el sur en el caso de que a él, Marco Antonio, se le negase la entrada al país por el populacho partidario de Octavio en Brundisium. La cuarta fue para el etnarca de Atenas, dándole las gracias por la bondad y la lealtad (implicada) hacia los romanos correctos; por lo tanto, le complacía al imperator Marco Antonio, triunviro, regalarle a Atenas la isla de Aegina y algunas otras islas menores cercanas a ella. Eso bastaría para poner contentos a los atenienses, se dijo.
Читать дальше