Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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Habían dejado atrás el picadero y llegado al lugar de las atracciones. Algo estupendo, tanto para Meggie como para Frank. El padre Ralph había dado cinco chelines a Meggie, y Frank tenía sus cinco libras; poder pagar el precio de todas aquellas curiosas atracciones era algo maravilloso. Había allí muchísima gente, chicos que corrían de un lado a otro, mirando boquiabiertos los abigarrados y no muy bien pintados rótulos de las desvencijadas casetas: La Mujer Más Gorda del Mundo; La Princesa Houri, La Bailarina Serpiente (¡Vedla Llamear como una Cobra Enfurecida!); El Hombre de Caucho; Goliat, el Hombre Más fuerte del Mundo; Tetis, la Sirena. Y ellos pagaban sus peniques y observaban asombrados, sin advertir las desvaídas escamas de Tetis, ni la sonrisa desdentada de la Cobra.

Al final, había una tienda gigantesca que ocupaba todo un lado del recinto, con una alta plataforma de madera y una especie de cortina con figuras pintada detrás y a lo largo de todo el tablado, que parecían amenazar a la multitud. Un hombre, con un altavoz en la mano, arengaba al público que empezaba a formarse.

– ¡Vean, señoras y caballeros, el famoso equipo de boxeadores de Jimmy Sharman! ¡Ocho campeones mundiales, y una bolsa que puede ganar el valiente que se atreva a desafiarles!

Las mujeres y las niñas empezaron a alejarse con la misma rapidez con que acudían los hombres y muchachos de todas direcciones, apretujándose al pie del tablado. Solemnes como gladiadores desfilando en el Circus Maximus, ocho hombres se plantaron en la plataforma, apoyadas sus manos vendadas en las caderas, separadas las piernas, contoneándose ante las admiradas exclamaciones de la multitud. Meggie pensó que iban en ropa interior, pues todos llevaban ceñidas calzas negras, y blusa y pantalones grises que les llegaban de la cintura a la mitad de los muslos. Sobre el pecho, una inscripción en grandes letras mayúsculas blancas: Jimmy Sharman's Troupe. Ninguno de ellos era de la misma estatura; los había altos, bajos y medianos, pero todos tenían un físico magnífico. Charlaban y reían entre ellos, con naturalidad reveladora de que esto era el pan de cada día para ellos, contraían los músculos y fingían que les divertía aquella exhibición.

– Vamos, muchachos, ¿quien quiere unos guantes? -gritaba el speaker-*-. ¿Quién quiere probar? ¡Pónganse unos guantes y ganen cinco libras! -siguió gritando, mientras redoblaba un tambor.

– ¡Yo! -gritó Frank-. ¡Yo quiero!

Se libró de la mano del padre Ralph, mientras algunos de los que les rodeaban, al observar su baja estatura, se echaban a reír y le empujaban bonacho-namente hacia delante.

Pero el hombre del altavoz estaba muy serio cuando uno de los boxeadores tendió amablemente una mano y ayudó a subir la escalera a Frank, que se colocó al lado de los ocho que estaban en el tablado.

– No se rían, caballeros. No es muy alto, ¡pero es nuestro primer voluntario! Y, en una lucha, no es el tamaño lo que cuenta, sino el ardor. Bueno, este pequeño se atreve a probar. ¿Qué dicen los grandullones? Pónganse los guantes y ganen cinco libras, ¡si aguantan hasta el final, con uno de los hombres de Jimmy Sharman!

La fila de los voluntarios aumentó gradualmente, y los jóvenes sujetaban jactanciosos sus sombreros, mirando a los profesionales -seres de elección- plantados a su lado. Aunque se moría de ganas de quedarse y ver lo que ocurría, el padre Ralph decidió a regañadientes que ya era hora de llevarse a Meggie de allí; por consiguiente, la levantó y dio media vuelta para marcharse. Meggie empezó a gritar, y, cuanto más se alejaba él, más fuerte chillaba; hasta que la gente empezó a mirarles, cosa muy embarazosa, ya que eran muchos los que le conocían.

– Oye, Meggie, no puedo llevarte ahí. Tu padre me despellejaría vivo, ¡y con razón!

– ¡Quiero estar con Frank! ¡Quiero estar con Frank! -chillaba ella, pataleando y tratando de morder.

– ¡Oh, qué latal -exclamó el padre Ralph.

Cediendo a lo inevitable, buscó en el bolsillo las monedas necesarias y se dirigió a la puerta de la tienda, mirando de reojo por si descubría a alguno de los chicos Cleary, pero no se les veía por ninguna parte, por lo que presumió que estarían probando suerte con las herraduras o atracándose de pastelillos de carne y de helados.

– ¡Ella no puede entrar, padre! -dijo el encargado, sorprendido.

El padre Ralph levantó los ojos al cielo.

– Si usted me dice cómo podemos sacarla de aquí, sin que toda la Policía de Gilly se nos eche encima por maltratar a una niña, ¡me marcharé de buen grado! Pero su hermano se ofreció para luchar, y ella no abandonará a su hermano sin armar una pelea que hará palidecer a sus muchachos.

El encargado se encogió de hombros.

– Bueno, padre, no puedo discutir con usted. Pasen, pero manténgala apartada del jaleo…, por el amor de Dios. No, no, padre; guárdese su dinero; a Jimmy no le gustaría.

La tienda parecía llena de hombres y muchachos, rebullendo alrededor de un círculo central; el padre Ralph encontró un sitio detrás de la multitud, junto a la pared de lona, y se colocó allí, sin soltar a Meggie por nada del mundo. El aire era espeso a causa del humo de tabaco, y olía al aserrín que habían arrojado para secar el suelo. Frank, que se había puesto ya los guantes, era el primer challenger del día.

Aunque no solía ocurrir, se habían dado casos de hombres que habían aguantado el tiempo reglamentario contra uno de los boxeadores profesionales. Desde luego, no había ningún campeón del mundo, pero sí algunos de los mejores pugilistas de Australia. Enfrentado a un peso mosca, por su poca estatura, Frank lo derribó al tercer puñetazo y se brindó a luchar con otro. Cuando se enfrentaba a su tercer contrincante, había circulado ya el rumor y la tienda se había llenado hasta el punto de no caber un solo espectador más.

Casi no le habían tocado con los guantes, pero los pocos golpes que había recibido habían aumentado su rabia feroz. Tenía los ojos desorbitados, chispeantes de pasión, pues todos sus adversarios tenían la cara de Paddy, y los gritos y aclamaciones de la multitud retumbaban en su cabeza como una sola voz que corease: ¡Duro! ¡Duro! ¡Duro! ¡Oh! ¡Cuánto había ansiado una ocasión de pelear que le había sido negada desde que estaba en Drogheda! Pues la lucha era la única manera que conocía de librarse de la rabia y del dolor, y, al descargar sus puñetazos, pensaba que la sorda voz que sonaba en sus oídos cambiaba la letra de la canción y le decía: ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

Entonces le enfrentaron a un verdadero campeón, un peso ligero al que ordenaron que mantuviese a Frank a distancia y averiguase si era tan bueno boxeando como pegando. A Jimmy Sharman le brillaban los ojos. Siempre andaba en busca de campeones, y estos pequeños espectáculos campesinos le habían proporcionado algunos. El peso ligero hizo lo que le habían mandado, teniendo que esforzarse a pesar de su mayor envergadura, mientras Frank, poseído por su afán de matar a aquella móvil y escurridiza figura, no veía nada más y le acometía furiosamente. Pero aprendía en cada clinch y en cada cambio de golpes, pues tenía la rara cualidad de poder pensar incluso estando acometido del más terrible furor. Y aguantó el tiempo prefijado, a pesar del castigo que le infligieron aquellos puños expertos; tenía los ojos hinchados, y abiertos un labio y una ceja. Pero se había ganado veinte libras y el respeto de todos los presentes.

Meggie se desprendió del ahora más flojo apretón de la mano del padre Ralph y salió corriendo de la tienda, antes de que él pudiese agarrarla. Cuando la encontró, la niña había vomitado y estaba tratando de limpiarse los zapatos manchados con un pequeño pañuelo. Él le dio su propio pañuelo y acarició la brillante y afligida cabecita de la niña. La atmósfera de la tienda tampoco había sentado bien a su garganta, y lamentó que la dignidad de su estado no le permitiese aliviarla en público.

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